No desconfío de un martes y trece, pero aquel día fue raro. Nada iba saliendo como esperaba. Un gran amigo me recordó el nombre de Jim Carroll, el poeta que escribió “The Basketball Diaries”, en España traducidos como “Diario de un rebelde”. Desde hace años busco este libro, sin éxito: está agotado. El martes volví a mirarlo en una web que alberga las librerías de viejo. Mi búsqueda tuvo resultados satisfactorios: lo tenían en La Tarde, un pequeño local sito en un pasaje que da a Montera. Salí pitando hacia allí. Cuando se lo pedí al librero, dijo que ya lo había vendido. Imagino que en la web tardan un tiempo en dar de baja los ejemplares vendidos. Me fui de allí con la sensación de haber perdido el tiempo (en esta ciudad, salir un momento a comprar algo puede suponerte una hora en la calle) y me sentí como Indiana Jones cuando, al inicio de “En busca del arca perdida”, Belloq y los obitos le arrebatan el ídolo que acaba de sacar de una gruta surtida de trampas y peligros.
Por la tarde, iba a salir de casa a hacer un recado cuando sonó el móvil. El número que apareció en la pantalla era kilométrico. Cuando respondí, una mujer dijo que era del Círculo de Lectores. Uno de los errores fatales de mi vida fue, años atrás, apuntarme a Círculo y borrarme después. Tienen mis datos personales y, lo que es peor, mi número de móvil y acabo de ser consciente de algo: seguirán llamando para informar de nuevas ofertas y aconsejarme que reconsidere mi suscripción. Llamarán durante años, incluso aunque sea un anciano testarudo. Sólo podré librarme de ellos, supongo, si cambio de número. No importa lo que yo diga, sus comerciales siempre contraatacan. La penúltima vez dije que tenía la casa a rebosar de libros (no es ninguna mentira), y que quería frenar mi ritmo de compra. No funcionó. La mujer me recomendó que tirase a la basura los libros viejos para hacer sitio; y casi cuelgo por esa impertinencia. No basta con soltar un no rotundo: quieren saber las razones. El martes, antes de oír la cháchara, me inventé una historia: dije que todas las editoriales me mandaban sus libros gratis porque trabajaba en un medio de comunicación. No surtió efecto: quiso saber si tenía hijos, me recomendó una tarjeta que incluye ofertas y descuentos, me preguntó si me interesaba la música. Al final, incapaz de quitármela de encima, repetí: “Mire, cada semana me llegan montones de libros. Me los regalan. No necesito comprar. Tengo todas las novedades. Y no me interesa la música”. Su respuesta fue: “Bien, volveremos a llamarle en cuanto tengamos nuevas ofertas”.
Salí irritado. Estas charlas, un tira y afloja, le dejan a uno exhausto. Busqué una tienda de focotopias donde pudieran encuadernarme un par de rimeros de papel. Eran las siete y media y la propietaria de una tienda de material de oficina indicó: “Lo siento. El encuadernador ya no está. Siempre se va a las cinco”. Pensé: Ni que fuera el verdugo, que sólo trabaja a ciertas horas. Harto de buscar, entré en El Corte Inglés, en la sección de fotocopias. Me tocó esperar un buen rato a una cola de tres personas. Al llegar mi turno, el tipo dijo que la máquina estaba medio averiada, pero me rogó que le dejara intentar encuadernar los dos tomos. “Confía en mí”, soltó, como si fuéramos colegas. Acepté: “Vale, pero los quiero con espiral”. Tardó diez minutos. Quizá más. Cuando volvió, comprobé que las había encuadernado con canutillo, y ni siquiera les había puesto tapas de plástico por delante y por detrás. No dije nada y pagué. No quería que tardara media hora en solucionar el desaguisado. No quería tratar con nadie. Al final del día sólo necesitaba refugiarme en casa y olvidar al mundo.