Sabemos que nuestras madres, cuando cocinan, ponen el empeño, el amor y el cariño necesarios para que el menú sea más apetecible y los platos se devoren como si viviéramos en un paraíso gastronómico. Antes de los festejos, de las cenas navideñas y en general todos los días, las madres pasan horas junto al fuego, dejándose la piel de las manos en los fogones y en la pila de los platos sucios. Hablo de nuestras madres, no de las nuevas y jóvenes madres, porque los hombres de mi generación ya cocinamos junto a ellas. Esas amas de casa, trabajen o no fuera del hogar, se dedican concienzudamente al arte de la cocina, porque la cocina también es un arte. Luego despliegan el menú en la mesa y se sientan las últimas, cuando el marido, los abuelos y los hijos están a punto de meter cuchara o tenedor en sus platos. Las madres suelen permanecer a la expectativa, aguardando el veredicto. Y se han acostumbrado a que nuestro veredicto sea injusto: el silencio o la crítica. Si la comida está cocinada a la perfección, todos se dan por satisfechos y no comentan la habilidad de la cocinera. Nadie dice que le ha gustado tal receta o que esta paella ha alcanzado el punto justo de cocción y de especias. Nadie comenta la maravilla de ese pescado al horno. Si la comida está bien hecha, se devora y punto. Luego toman el postre y se levantan de la mesa. Si, por el contrario, a la madre se le han quemado las lentejas, o ha echado poca sal en los macarrones, o si la textura de una salsa no es la adecuada, entonces los comensales (salvo si son invitados de fuera de casa: jurarán que el menú está muy sabroso, aunque sepa a rayos) ametrallan a la madre con su balacera de críticas. La juzgan y la acusan de haber desperdiciado un cochinillo o un arroz a la cubana, de haber maltratado sus paladares e incluso de no saber cocinar. La suya, pues, resulta siempre una labor invisible, pero esencial. Sólo hablamos de ella para criticarla, nunca para aplaudirla.
Tomando como referencia la labor esencial y mal juzgada de las madres que cocinan para toda la familia, podemos compararla al oficio de los traductores en España. Son, aunque no lo crean, casos similares. Si un libro extranjero está traducido a la perfección a nuestra lengua, jamás lo reconoceremos. No señalaremos en nuestros comentarios a terceros, ni en nuestras recomendaciones, ni en nuestras reseñas, la impecable labor del tipo que se dejó las pestañas traduciendo un texto, quizá mal pagado (como denunciaron en un reportaje del diario El País y como luego señaló Javier Marías en un artículo). Es más: no solemos nombrarlo ni aplaudir su trabajo. Permanecen ahí, invisibles, a la sombra. Si, por el contrario, la traducción nos parece floja o creemos que incurre en vaguedades o pensamos que el traductor se ha tomado demasiadas libertades o ha traducido al pie de la letra, sin molestarse mucho en obtener la musicalidad de la prosa, entonces lo machacamos. Sacamos su nombre a relucir, y lo criticamos en foros, en periódicos y en blogs, lo arrastramos por el barro hasta que está lo bastante manchado como para caerse en la lona y no levantar cabeza.
Créanme: sé de lo que hablo, pues he visto cometer esta injusticia consistente en silenciar lo correcto y denunciar lo incorrecto demasiadas veces, y yo mismo he pecado de ello en algunas ocasiones, tanto en lo que compete a las madres como en lo referente a los traductores. Estaría bien que nos aplicáramos el cuento en ambas cuestiones. En el caso de las madres, creo haberme redimido. En el de los traductores no sé si lo lograré, dado que aplaudir la labor de una traducción digna implicará abuchear la labor de una traducción pésima. Y viceversa.