Alguien del Partido Popular dice que se está banalizando la violencia escolar en España y que la imposición de motes debería estar incluida en la categoría de agresiones psicológicas. No pasa un día sin que algún político del ámbito nacional suelte una chorrada. Me da igual si son de derechas o de izquierdas: estoy harto de escuchar en televisión a unos y a otros. Siempre que un político asoma la cara en la tele, me apresuro a cambiar de canal. Incluso prefiero tragarme el marujeo o un culebrón. Lo que ocurre es que uno lee muchos periódicos y, al final, entre la baraja de titulares, no puede evitar tropezarse con declaraciones como la que apuntaba al principio.
Lo de los motes es, prácticamente, un deporte. Un deporte nacional. O internacional, si me apuran. No conozco a nadie sin mote. Desde que era un crío, me han puesto tantos motes que he perdido la cuenta. En el colegio, en el instituto, en la universidad, en la pandilla de amigos, entre los conocidos, en los entornos laborales, entre los familiares, en casa y hasta en los bares. La última vez que me dio por consignar los motes que me colgaron, creo que pasaban de veinte o treinta. El mismo número (o es posible que muchos más) de motes con los que yo he ido bautizando a familiares, amigos, enemigos, profesores, alumnos, novias, conocidos y desconocidos. Me basta ver, circulando por la calle, a un tipo al que jamás había visto en mi vida para ponerle un mote. Lo que sucede con los motes, claro, es que unos gustan y otros desagradan. En mi pandilla, asignar motes es un ejercicio semanal, y no exagero. Día a día nos vamos bautizando unos a otros con los motes más ridículos y agresivos. Pero sólo unos pocos logran cuajar. En los pueblos no existe familia sin apodo colectivo ni vecino sin mote individual. Es cierto que, en el colegio, la imposición de motes es una prueba difícil de superar. Es un trago, en la mayoría de las ocasiones, tan amargo como una cucharada de hiel. Pero considerarlo una “agresión psicológica” se me antoja un despropósito. Si empezamos así, amén del lenguaje políticamente correcto que le gusta endosarnos al Partido Socialista, vamos a terminar convertidos en payasos de una sociedad artificial, donde todo esté prohibido y penado. La novela de “1984” está más presente de lo que creemos. Que el futuro será negro es una carta a la que jugaron los artífices de la ciencia ficción, y me temo que no se equivocaban.
Es una prueba difícil de superar que, siendo un crío que debe ir a diario al colegio, te adjudiquen motes. La mejor defensa es poner tú otros tantos. Así, al menos, he funcionado yo siempre. Si alguien te cuelga un mote, cuélgale tú a él dos o tres. Pero, en la infancia, me dirán qué aspecto no es traumático. Todo es traumático, o al menos lo fue en mi infancia. Los propios maestros ponían motes a los alumnos menos aplicados; yo vivía aterrado por la estricta dieta casera y medicinal de inyecciones, supositorios y Vicks VapoRub (ese horrible ungüento con el que nos embadurnaban el pecho antes de dormirnos, cuando teníamos resfriados); no era raro tropezarse con matones en el patio del colegio; las noticias sangrientas le dejaban a uno sumido en terrores nocturnos; las pesadillas solían ser frecuentes por cualquier causa; el desprecio de algún familiar o el grito de un padre nos dejaban hechos trizas para varios días; el menú también era una tortura, pues cuando uno es niño sólo le gustan tres o cuatro platos, y no siempre muy saludables; descubrir las mentiras navideñas tampoco ayudaba demasiado. En la infancia uno no levanta cabeza. Y tampoco luego. Pero un mote no es una agresión, sino el material diario con el que nos toca vivir.