miércoles, enero 24, 2007

Los nuevos inviernos (La Opinión)

Salimos a la terraza, a tomar el aire y ver cómo aterrizaban los aviones en el aeropuerto. Estábamos en casa de unos amigos. Habíamos ido de visita y, tras un rato de charla, nos dio por salir al exterior. Contemplamos el espectáculo de los aviones bajando a la tierra. Apunté que ese descenso era más vistoso, o más espectacular, por la noche, cuando de lejos sólo se disciernen las luces de sus alas. Siempre preferiré mirar cómo vuela un avión a subirme dentro. En cuanto estoy a bordo y uno de estos bichos despega, me entran sudores fríos, se me encoge el estómago y el agrio veneno del pánico va dejando sus posos por mi cuerpo. Lo de volar es para los pájaros. Y para Superman, por supuesto. Mientras observábamos estos aterrizajes reparé en que habíamos salido a la terraza en camiseta de manga corta. No teníamos frío. Estábamos, además, en un octavo piso, creo. En pleno enero, en el ático de un edificio por donde cruzan los vientos (es una zona con pocos edificios altos y tiene cerca la carretera), a media tarde, que es cuando se supone que empieza a refrescar, y habíamos salido con los brazos al aire, en camiseta, y no teníamos frío.
A pesar de haberse anunciado un descenso de las temperaturas, allí estábamos. Como si fuera verano. O, mejor, una de esas mustias tardes de principios de septiembre en las que uno no puede bañarse en la piscina, pero sí salir a la calle vestido como en agosto, o, si acaso, con una chaqueta de entretiempo anudada a la cintura, para cuando anochezca. Comenté el poco frío que estaba haciendo, pese a las advertencias de los partes meteorológicos, y se habló de una noticia que, al parecer, habían dado en algún canal de televisión: la fauna y la flora andan revueltas por este clima cálido y atípico; los osos están abandonando la costumbre de hibernar; las playas catalanas están invadidas por las medusas, que no suelen abundar en invierno; ciertas aves han mudado, poco a poco, sus hábitos de emigración y otras costumbres; las ranas de Canadá no han podido hibernar y, según un estudio, esto podría debilitarlas para la primavera, e incluso afectar a su reproducción; etcétera. Ese es, en parte, el panorama. Desolador. Consecuencias del cambio climático, que está logrando que gran parte del año sea una especie de primavera extraña. Algunas tardes salgo a la calle, forrado con el jersey de cuello alto, las botas, el abrigo y demás, y a los pocos minutos ya estoy achicharrado, sudando. Para mí es aún más extraño en Madrid, pues siempre hace menos frío que en mi ciudad. En Zamora he soportado otoños e inviernos crudísimos, en los que tragaba dosis dobles de frío por mi manía de pasear por el casco viejo durante las tardes de los días laborables, ya nos azotaran las heladas, las lluvias o las nieblas. Por eso no termino de acostumbrarme. Aunque mi parte egoísta lo agradece: insisto en que he soportado demasiadas heladas en años anteriores, deambulando por ahí, y ahora me gusta salir a la calle y no tener los dedos tiesos y las mejillas congeladas. El invierno ya no es lo que era, no hay duda. Son los nuevos inviernos: calor y deshielo.
La semana pasada vi en un blog algo que me deprimió. Habían puesto un enlace a una página alemana en la que se demostraba cómo eran antes los inviernos y cómo son ahora, mediante fotografías comparativas de los mismos parajes (parques, aldeas, campos, playas, calles), hechas hoy y antaño. Ahora predominan los verdes y la ausencia de hielo. En las antiguas fotos, los paisajes se veían nevados, predominaba el hielo, la nieve, el vapor congelado en las bocas de los ciudadanos. Espero que hoy haga ese frío que anunciaban. Porque vamos de culo.