Me pregunto, últimamente, cómo no caí desfallecido en los tiempos en que vivía y estudiaba en Salamanca, a raíz de la pobre alimentación con la que iba subsistiendo. Mi alimentación era digna de un superviviente sin nada en los bolsillos que viviera solo en un apartamento de soltero. Obedecía a dos razones: una, que si gastaba todo el dinero de la semana en comida, me tocaba renunciar al libro semanal que solía comprarme y, así, procuraba tirar adelante con lo indispensable; dos, que no sabía preparar demasiados platos. Conocía las cuatro recetas del estudiante, a saber: arroz cocido, macarrones con tomate, verdura hervida y las habituales fritangas de huevos, patatas, salchichas y panceta. Mientras me sometía, semana tras semana, a esta dieta, mis colegas de piso se preparaban jugosos y alimenticios cocidos, paellas y estofados. Uno de los primeros años decidí alimentarme mejor. Entré en una carnicería y le pedí al dependiente unos cuantos filetes de ternera. Iba decidido a endosarme las necesarias proteínas para los próximos días. Cuando el hombre me cobró el pedido, descubrí que apenas me quedaba ya una peseta para el resto de la semana. Y estábamos a lunes. Fue la primera y la última vez que compré carne en mis tiempos de estudiante. Regresé obediente al arroz y a los macarrones.
Por otra parte, dado que regresaba a casa, en Zamora, con una periodicidad de quince días, la alimentación no me preocupaba demasiado: ya comería bien en esos fines de semana alternativos. La cuestión era aprovechar los platos caseros y apretarme el cinturón en la estancia salmantina. Creo que nunca he comido peor. Para colmo, durante el primer año, cuando aún no tenía piso y hacía ese insoportable trayecto entre Zamora y Salamanca en el autobús, a diario y metiéndome unos madrugones aborrecibles, muchos días me tocaba comer cerca de la universidad, porque nos habían endosado clases por la mañana y por la tarde. Ya he contado alguna vez que la dieta barata de los comedores universitarios me dejó el estómago hecho puré. Es lo lógico cuando comes de ollas cocinadas para regimientos y te endosan toneladas de sebo. Tocara lo que tocase, los platos siempre brillaban de grasaza. No lo dudo: el servicio de cocina habrá mejorado desde entonces, pero lo que a mí me tocó fue un infierno, un rancho pegajoso que me dejaba, antes de tomar el postre, con una bola en el estómago, igual que si hubiera engullido un amasijo de trapos untados en brea. Cuando empecé a vivir allí, y por tanto a cocinar, no es que me convirtiera precisamente en un chef, pero mis escasas recetas no contenían esa sobredosis de aceites de girasol y de condimentos varios. Jamás renuncié, claro, a comprarme un libro cada semana, o cada dos semanas. Creo que se me puso el rostro famélico de los hambrientos.
Después de la universidad las cosas cambiaron. Y sobre todo ahora, en Madrid, donde trato de aprender recetas nuevas con paciencia e ilusión. A veces, incluso me invento los platos, por experimentar. He de decir, en mi beneficio, que esos experimentos han concluido, por ahora, con éxito. Ya no son los tiempos de Salamanca, en los que podía alimentarme bien cada quince días. Ahora sólo regreso una vez al mes. Así que, por la cuenta que me trae, cada día me pongo un mandil (metafórico) y manejo los fogones. Lo curioso es que mis amigos siempre me miran con sorna: “¿Cocinas tú, en serio?”. No es la primera vez que en mi entorno desconfían de mis posibilidades. Cuando acabé la maldita carrera, en cinco años, mis colegas dijeron: “Nunca creímos que lo conseguirías”. Yo pensaba lo mismo.