domingo, enero 07, 2007

Influjo musical (La Opinión)

Me gusta leer la prensa y escribir mis textos diarios con música de fondo. Para leer libros opto por una de estas dos situaciones: escuchar discos de bandas sonoras instrumentales (lo que se conoce como “scores”) o ponerme los tapones en los oídos si hay demasiado ruido en la calle. Leer en silencio y sin tapones es poco menos que imposible, excepto si uno se va a alguna orilla solitaria del paraje sanabrés y sólo oye el rumor de las aguas. El estado de ánimo de las personas se ve a menudo influido por la música que suena. Hagan la prueba: el hilo musical que imita a los grandes éxitos y que ponen en algunos restaurantes y grandes superficies acaba por sacarnos de quicio, al igual que los villancicos que suenan a todo trapo en ciertos comercios. No son pocas las mañanas en que tardo en encontrar la música que se ajuste al ritmo de este o aquel texto que estoy escribiendo. Si me dedico al cuento, huiré siempre de las canciones, porque el relato necesita un tipo de concentración que roza lo monacal. Con los artículos y las entradas de mi blog puedo permitirme escuchar (pero sólo a veces) algunas canciones con letra, dependiendo de la concentración que me permitan los temas elegidos. Si la música que acompaña a la redacción del artículo contiene brío o es pegadiza, notaré más soltura, escribiré más deprisa. A la hora de corregir cualquier texto prefiero el silencio absoluto. Porque una cosa es crear y, otra, pulir la obra.
Dicen que la música amansa a las fieras. Pero también las agita. Depende del tema. Lo sé de sobra. Durante mi lejana época de pinchadiscos en aquel pub que tuvieron mis padres hubo algunos momentos en que me sentí como un diminuto dios que manejara las emociones del personal. Pinchaba discos de vinilo, en su mayoría, pero también alternaba con cintas de casete y, más tarde, con discos compactos de un reproductor que me regaló una de mis tías. De tal manera que conjugué lo viejo y lo nuevo en los altavoces: la aguja rasgando el surco del vinilo, la cinta que a veces se atascaba un poco y el lector digital sacando el jugo de la perfección. Cuando la gente iba muy cargada de copas, medio mamada ya tras su incursión por los bares de Los Herreros, si colocaba un par de canciones de las denominadas “muy cañeras” (léase el “God Save The Queen” de The Sex Pistols, o el “Zu Atrapatu Arte” de Kortatu, o el “Break On Through” de The Doors), no era raro que proliferasen los empujones entre los bailarines ebrios y, al final del tema, las peleas entre unos cuantos de ellos. Incluso entre colegas. Si la acción se desmandaba y empezaban a volar los puñetazos, era necesario meter apresuradamente una canción de las llamadas “de buen rollo”. En este caso, siempre apaciguaban los ánimos el “The End” de The Doors y el “Give Peace A Chance” de John Lennon. No sé si esto lo he contado alguna vez. Pero conviene recordarlo. Es el poder que tiene la música.
Para muchas personas ese poder pasa desapercibido. Pero su influjo se percibe en los comercios, en las galerías, en los bares y restaurantes, en los pubs y discotecas, incluso en el ruido de fondo de la televisión cuando uno la tiene encendida y la escucha mientras se dedica a otras tareas, pero no la mira. En un garito con música suave de jazz o de soul es raro que abunden las reyertas: el personal suele permanecer en un estado a medio camino entre el sopor y la serenidad. En estas fiestas que acaban ha habido, como es costumbre, esos señuelos para agitar al consumidor y convertirnos en máquinas de ver, comprar y correr: la iluminación navideña y el ruido, ya sea en forma de villancicos, hilo musical u ofertas por los altavoces.