En la calle, a un paso de entrar en la tienda, el perfume que despide la frutería embriaga con su idioma de efluvios dulces y naturales. Tras el mostrador, como es habitual, un comerciante hindú que saluda cuando uno entra y cuando uno se va. Aquí los productos suelen ser extraordinarios de sabor y baratos de precio, contradiciendo esa máxima que dice que lo bueno siempre es caro. Las frutas y las verduras están frescas, salvo algún cajón cuyas piezas no se han vendido y empiezan a madurar con urgencia y a atraer a algún insecto solitario, moribundo y superviviente de estas temperaturas. Los ojos se pierden en el exotismo a la vez asiático y a la vez caribeño del muestrario de las cajas, y tras la mirada van las manos. Para las manos hay un expendedor de guantes de celofán. Sólo los utilizamos algunos. Con el guante puesto me siento libre para presionar levemente con el dedo índice en el lomo de una pera, o de un mango, o de un caqui, para averiguar cuál es su punto de madurez. Aquí los productos parecen (y son) menos artificiales que en los supermercados. Se olfatea la tierra en las lechugas y en las cebollas, y todo tiene una atmósfera colorista de mercado de abasto. Es conveniente comprar en estos sitios. Aún no han sido contaminados por ese control aséptico que convierte a un tomate de huerta en un tomate de laboratorio con aspecto de juguete de plástico. Al menos, si tengo que elegir, prefiero esta clase de tiendas.
Por el local merodean varios clientes. Se mezclan las razas y las lenguas. Cuando invadimos con bolsas el estrecho mostrador, que contiene una balanza y una caja registradora, entra un hombre y luego otro. El primero usa gabán, gorro de lana y muletas. Gasta una barbita puntiaguda y un surtido estremecedor de arrugas que se reparten en torno a las comisuras de los ojos y en las mejillas. Podríamos aventurar que es uno de esos individuos a quienes la vida ha desgastado ya, aunque ni se acerca a los años en que uno empieza a envejecer de verdad. Su indumentaria, su rostro moreno y la perilla en punta hacen pensar en uno de esos comerciantes avaros de “El ladrón de Bagdad”. Sin embargo, cuando empieza a hablar, se intuyen dos cosas: probablemente es blanco; probablemente está desgastado por el yugo del alcoholismo. El segundo hombre es más atlético, fornido, ágil, y no tiene nada que ver con el primero. Es un negro, o un africano (como prefieran). No tiene síntomas de envejecimiento prematuro, ni de sometimiento a la bebida. Sólo es un tipo que, como yo, va a hacer la compra. A mi espalda se ha situado el de las muletas, y dado que el segundo hombre pasa cerca de él, le dice: “Hermano, ¿puedes ayudarme?” Y le tiende dos tomates pequeños y rojos. El negro responde que sí, por supuesto, y los coloca en el mostrador.
Una mano sana y de piel muy negra depositando, con suavidad, dos tomates muy rojos en la madera del mostrador es una imagen que se me antoja casi poética. Confluyen en ella la mezcla sabia de colores que imprime la naturaleza, la necesidad de alimento, la ayuda del prójimo, la mixtura de razas. Porque el hombre de las muletas no puede gobernar su cuerpo como quisiera, y le ha pedido ayuda para el traslado. El de las muletas se acerca, por fin, al mostrador, y deja junto a los tomates una cebolla rojiza y pequeña. “Gracias, hermano”, dice. El otro responde amable a la gratitud, pregunta al hindú si tiene tal producto y, como no le queda, se va. El de las muletas sólo se lleva los dos tomates y la cebolla. Esto no es una postal de Benetton, sino la cruda realidad. Y la realidad también exige que los hombres, a veces, se ayuden entre ellos. Me estremece la secuencia, y por eso quise contársela a ustedes.