Las primeras estampas con las que me obsequió Londres al pisar sus calles demuestran su condición de ciudad llena de contrastes, en armonioso equilibrio. Veníamos del aeropuerto de Gatwick en tren. Al salir de la Estación Victoria, cerca de Westminster, tropezamos con un enjambre nocturno de viajeros, turistas, transeúntes, policías con casco de tipo “Bobby”, juerguistas, autobuses rojos de dos pisos, taxis negros y un bullicio magnífico. A un paso estaba el metro. Y, al salir del subterráneo en Lancaster Gate, la segunda imagen, de madrugada: las aceras próximas a Hyde Park y Kensington Gardens, repletas de pequeñas casas antiguas con verjas de hierro forjado en la entrada y pisos en el sótano, con cabinas telefónicas de color rojo y un aire navideño y silencioso, sin apenas gente por la calle. Nos alojamos en el Averard Hotel, edificio de espléndida fachada victoriana y decoración clásica. Las habitaciones eran calurosas y confortables. La ventana del cuarto que yo ocupé daba a una angosta callejuela donde se veían las escaleras de hierro, de servicio, y donde las palomas dormitaban: su aspecto me recordó a esa gran comedia inglesa, “El quinteto de la muerte”.
Éramos siete y nos metimos en dos habitaciones. El hotel incluía un copioso desayuno. El sábado salimos a las nueve de la mañana. No regresaríamos hasta las dos de la madrugada. Confieso que no estaba preparado para la belleza de la ciudad. Mi memoria conservaba innumerables referencias del cine, de la literatura y de los libros de historia, pero no las había cruzado. Juntas casi conforman el mosaico que es Londres, un lugar que te atrapa y fascina y en el que los monumentos antiguos conviven en armonía con los edificios nuevos. Esa es la característica que más me entusiasmó; y la sensación de pasear constantemente por otro siglo, sin el agobio de los rascacielos, grúas, obras, suciedad, neones y desorden que atosiga a otras grandes urbes, como Madrid. Nuestra visita comenzó en Tower Hill. Al fondo se divisaba la Torre de Londres. Caminamos hasta el Tower Bridge. El aire cortaba la cara y los dedos de los pies y de las manos. En los árboles, encima de las ramas con forma de garra, graznaban los cuervos. De vez en cuando veíamos pequeñas iglesias y edificios de ladrillo, ambos bien conservados. Paseábamos por la orilla del Támesis, alternando la mirada al río revuelto con vistazos a la fortaleza de la Torre. Me asomé a ver la reja de La Puerta del Traidor y un colega me contó que por allí entraban los prisioneros, a bordo de una barca, y luego subían las escaleras hasta ser encerrados en las mazmorras.
Pasamos por La City (el centro financiero) y por el pub The Hung Drawn and Quartered que contiene una placa con cita de Samuel Pepys (el término viene a significar “Colgado y descuartizado”); junto a la Catedral de St. Paul observé los movimientos de las ardillas, cruzamos el Millenium Bridge para llegar hasta el Globe, ese teatro que habrán visto en “Shakespeare in Love”. En torno al Globe proliferaban puestos de comida y vino caliente, souvenirs y baratijas. Cuando, tras una visita guiada, entramos en el teatro y nos sentamos en las gradas para asistir a una representación de “San Jorge y el Dragón” en clave de comedia, casi se me saltan las lágrimas de entusiasmo. Hay que estar dentro para saber lo que se siente, para que se te erice el vello de la nuca. Compramos un perrito caliente con cebolla en un puesto callejero. También vendían alimentos españoles. Estábamos en la orilla sur, en Southwark, un entramado de hermosas casas viejas por cuyas aceras vimos cantantes, mimos y tenderetes de libros de segunda mano. Eran las dos y ya se estaba poniendo el sol.