domingo, diciembre 10, 2006

La tienda como laberinto (La Opinión)

Es evidente: la receta más precisa para vender en estas fechas es la construcción de laberintos. A las empresas no les basta, en los supermercados y en las grandes superficies, con cambiar cada semana los productos de sitio, para que uno se vuelva loco buscándolos y, en su periplo con el carrito de la compra, tope con otros productos que no pensaba llevarse pero que quizá se lleve.
Lo de los laberintos no es una metáfora ni una exageración. El truco de los locales gigantes está en ampliar el espacio añadiendo pasillos, cientos de estanterías y recovecos varios. En cualquier comercio de una cadena verán los innumerables carteles que indican las entradas, las ofertas y la división en categorías (pescadería, lácteos, pastelería, etcétera), pero, una vez dentro, verán pocas señales que pongan “Salida”. Es lógico: lo que ellos necesitan no es que salgamos, sino que nos quedemos. Esto de los laberintos se acentúa con la inminencia de las fiestas navideñas. Pero vayamos a los ejemplos, que así resulta más fácil hacerse entender. Echen un vistazo al Corte Inglés. Juro que, cada vez que necesito entrar, voy con temor a perderme. Y siempre me pierdo. Lo que voy buscando, sea un paquete de frutos secos para echarle al arroz hindú o un libro o un ordenador nuevo, lo encuentro de inmediato. Los indicadores y las flechas y los pasillos y la disposición de las escaleras mecánicas cumplen su función, o sea, aclararte donde están las cosas aunque para ello necesites dar rodeos y pasar por otros estantes y ver otros productos y pasear por distintos pisos. Está claro, pero tardas en llegar. El peligro es la vuelta, cuando no hay manera de encontrar la salida. Tampoco renuncio a ir, ya que allí se encuentra de todo. El supermercado de al lado de casa sería otro ejemplo. Lo cambian a menudo, de tal manera que cada vez es más difícil no perder allí las horas. Dadas sus escasas dimensiones en comparación con un Corte Inglés, aquí no hay problemas para hallar la salida, que siempre está a la vista, sino al contrario que en el otro edificio: de lo que se trata es de tardar en encontrarse con lo que uno va buscando. Si la pescadería estaba al norte, poco después está en el este. Si la sección de lácteos estaba en el medio, ahora está en un lado. En ocasiones ve uno a gente desesperada buscando un cartón de leche o una lata de tomate que han cambiado de sitio una docena de veces. Estos trucos funcionan, desde luego, incluso con quienes los criticamos, ya que al final sale uno con el doble de cosas que había ido a comprar. Incluso si eres desconfiado y crítico con el sistema consumista, el sistema siempre te derrota. Hace de nosotros lo que quiere. ¿O lo que queremos?
El último laberinto lo he sufrido en La Casa del Libro que hay junto al metro de Goya. Está en un edificio que hace esquina. Tiene tres plantas, si no me equivoco. Pasaba por allí el otro día y se me ocurrió entrar, dado que no visitaba esa sucursal desde el verano. Subí al primer piso para encontrar “Rock Springs” en edición de bolsillo. Esa planta había cambiado. En cada columna, un cartel en el que podía leerse en letras enormes: “Ahora más grande”, o algo similar. Entendí que habían ampliado la planta. Y luego me perdí. La planta consiste en un conjunto de cuartos pequeños y repletos de libros hasta el techo. Tiene uno la sensación de que todas las habitaciones están comunicadas entre sí y cree encontrarse en un laberinto. Harto de vagar por allí, tuve que preguntarle a un encargado dónde demonios estaban los libros de bolsillo. A pesar de sus indicaciones, casi me pierdo. Luego no encontraba la escalera de salida. Di vueltas y más vueltas, temiendo encontrar al Minotauro.