Algo anómalo le sucede a la gente. Sale uno a la calle a dar un paseo y lo nota. Pero no le falta su explicación: antes nos poníamos nerviosos al empezar las navidades, ahora nos ponemos unas semanas antes porque, insistiremos en ello, nos han inculcado una nueva costumbre, que es hacernos creer que ya es Navidad. Tras un día repleto de lecturas, escrituras, titulares, reseñas, correos, con la cabeza como una olla a presión, decido salir a dar un paseo. Una de esas caminatas con el único objetivo de mover los músculos de las piernas y tomar el aire helado de diciembre. Demasiada gente por las aceras, y demasiado agobiada. Alberga uno la impresión de que todos caminan deprisa y furiosos. Hago una ruta: tiro por Atocha, llego hasta Claudio Moyano, atajo hasta llegar a Huertas, me fijo en las calles con nombres de autores clásicos y, como aún he caminado poco, decido meterme por Sol y ver el follón prenavideño, que es una cosa de locos, y luego entrar en la librería más próxima de El Corte Inglés, por hacer algo, por ver si tienen saldos, por escudriñar las novedades, por observar el comportamiento de los compradores.
Cuando me detengo en el primer anaquel, siento la electricidad y la furia flotar en el aire. Una señora pasa a mi lado deprisa y, al hacerlo, casi me derriba con el codo. Por supuesto, no se disculpa. Si lo hubiese hecho yo, los vigilantes ya me habrían invitado a abandonar el establecimiento. Me fijo en que los compradores, al contrario que otros días (y merodeo por las librerías todas las semanas), no hablan, no preguntan, no piden, sino que gritan, exigen, se encienden. Es lo que le ocurre a un señor mayor de pelo blanco que habla por el móvil con la que, supongo, será su esposa. Le ha encargado un libro, pero no se aclaran. El tío comienza a ponerse más y más violento porque no encuentra el libro que le ha pedido o porque las explicaciones no son buenas. Suelta tacos y blasfemias, se despeina, jura a gritos que en su “puta vida” volverá a ir a buscarle a ella un libro. Se defeca de palabra en tanta gente que prefiero no transcribirlo aquí. Cuando estoy a punto de irme, el hombre cuelga, diciendo que ya está bien, que a cuenta de la llamada le han gastado el dinero, que hasta aquí vamos a llegar. Como todos están mirando, incluidos los vendedores y las cajeras que no dan crédito, el fulano se pone a explicar a gritos lo que ocurre, como echándole la culpa a la mujer del otro lado del teléfono, a la que ha colgado. ¿Se puede tener una disputa conyugal a causa de un libro? Bueno, quizá esta sea la prueba. A punto de salir, advierto de nuevo que las personas no hablan con la naturalidad de otros días. Vocean, se ponen nerviosas, han abandonado la amabilidad. Hay tal jaleo allí dentro, y también fuera, que decido irme a casa, a refugiarme en el silencio y a huir de esta locura colectiva, que queda perfecta en Nochevieja, pero no ahora, no tan pronto.
De regreso, más habitantes nerviosos, alterados. ¿Qué le ocurre a la gente? A la rutina y a la locura cotidiana se han sumado la furia y las prisas por comprar, por hacer los recados dos semanas antes, por resolverlo todo sabiendo que no vamos a lograrlo, conscientes de que, a pesar de las previsiones y los problemas resueltos con antelación, las dos tardes previas al día de Navidad serán un caos. No me disgusta el ambiente de estas fechas, aunque me agobia. Y más cuando ni siquiera hemos entrado en las navidades. Vuelvo a casa. Como alguien que huyese de una plaga. Al entrar, paladeo el silencio; es un colchón confortable para los oídos. Silencio. Luego, me tumbo y leo un relato. Llevaba una hora sin paz y casi me da un ataque.