Mediada la primavera es frecuente, en mitad de una conversación de hombres, que alguno de ellos mire por encima del hombro a una chica y pronuncie estas frases clásicas: “Ya se acerca el verano. En verano se pone uno malo con las mujeres”. Se refiere a que, con los calores tempranos, ya incluso en primavera y aún más en verano, las mujeres acostumbran en nuestro país a ponerse camisetas, tops ajustados y minifaldas. A llevar escotes. A ir en biquini a la playa y a la piscina, o en pelota picada. La ropa desaparece, el ojo heterosexual ve más piel y carne y los hombres se vuelven (nos volvemos) un poco más locos de lo que ya estamos. He oído, en miles de ocasiones, esas frases apuntadas al principio y sus innumerables variantes.
Sin embargo, nadie habla de la indumentaria femenina en invierno ni señala la belleza de ellas cuando hace frío. Lo entrañables y atractivas que resultan aunque vayan tapadas hasta las cejas. En verano es posible que las mujeres estimulen el deseo de los hombres, pero quizá sea en otoño y en invierno cuando incentivan el amor de los hombres. Dudo que nadie, cuando piensa en viejos amores, en antiguas parejas, en chicas con las que ya no está, retenga la imagen de la ex novia en biquini o medio desnuda. La imagen más recurrente, creo, suele ser otra, más invernal o más romántica o al menos más propia de las tierras del norte: esa chica que llevaba abrigo entallado, que solía ponerse jerseys de cuello vuelto, que calzaba manoplas en las noches heladas, que vestía gorro de lana o gorra francesa en las tardes de niebla, que usaba una bufanda tan larga que parecía desbordarse como una melena por la espalda, que se envolvía en tantos kilos de ropa que sólo el desafío que representaba tratar de despojarla de ese tinglado ya devenía en algo emocionante. Recuerden a Gilda: lo que nos gustaba no era su brazo, sino lo bien que le sentaba el guante y la habilidad sensual que empleaba en despojarse de él, con la misma lascivia que si se estuviese quitando la ropa interior. Recuerden a esas mujeres famosas, del cine o de la música, que nos fascinaban con sus ropajes, pero que luego nos instalaban en la decepción cuando las veíamos en paños menores en una película o en una revista o en la televisión.
O tal vez esto sea una característica de quienes nos hemos criado en ciudades del norte, sitios de calles heladas en las que casi siempre estábamos envueltos en niebla, en lluvia, soportando heladas brutales y saliendo de casa abrigados hasta el cuello. Y quizá por eso estamos acostumbrados a retener en la memoria imágenes de mujeres que echan vaho por la boca mientras conversan y a observarlas embutidas en ese arsenal para combatir el mal tiempo que consiste, como hemos señalado, en gorros, guantes, manoplas, jerseys, abrigos, botas y paraguas. El romanticismo suele ir asociado al otoño, a la primavera; casi nunca al verano. En las comedias románticas el paisaje y el clima no son un elemento más, sino piezas imprescindibles de la trama. Recuerden los paseos de “Cuando Harry encontró a Sally” o las conversaciones de parejas del cine de Woody Allen: siempre es otoño o invierno, y los parques aparecen nevados o cubiertos de hojarasca. Pocas historias de amor se han hecho con la pareja protagonista en la playa, citándose cada mañana en bañador y biquini; una de ellas es “De aquí a la eternidad”. La imagen de las mujeres en cueros y los tipos en calzones queda para las comedias gamberras, estilo “American Pie”. Las historias de amor serias, los recuerdos que pueblan nuestra memoria, suelen estar asociados al frío, al abrigo y a la bufanda, y a esa mujer que pisa las hojas del parque mientras nos dice adiós.