En la Biblioteca Nacional exponen una serie de dibujos hechos por críos durante la guerra civil española. Su título: “A pesar de todo dibujan: la guerra civil vista por los niños”. De momento, no he ido a visitar la muestra. Pero he visto en los periódicos algunos de esos dibujos, siete u ocho. Tienen esa fuerza propia de la inocencia, de quien ve con ojos puros los asuntos infernales que los adultos nos traemos entre manos, como las guerras, el crimen o la injusticia. Los adultos, por regla general, no dan demasiada importancia a los dibujos realizados por los niños. Los miran, se incomodan, les parece raro que el padre salga dibujado con el pelo verde o que la madre luzca una corona de santa, sonríen y sueltan un cumplido. Pero los críos no sólo dibujan lo que ven, sino que lo interpretan. Son creativos. Ese es el punto más interesante, porque vemos el universo a través de sus ojos, y este siempre adquiere diferentes tonalidades y dimensiones distintas a las que estamos acostumbrados. Me ha llamado la atención, de entre esos siete u ocho dibujos entrevistos en los periódicos digitales, uno en el que se representan los bombardeos de Madrid. Hay niños y adultos vestidos de negro en primer plano y, al fondo, se recortan los edificios de la ciudad. Sobre ellos pasan los aviones, soltando bombas. Lo que me encandila es que las bombas parecen lágrimas. Lágrimas negras. O gotas de lluvia oscura, como prefieran.
Ese don infantil debería mostrarse más a menudo en las exposiciones. Nunca dejan de sorprenderle a uno. Hace años, mucho antes de que comenzara mis colaboraciones en este periódico, a un amigo y a mí nos ofrecieron un curioso trabajo navideño, que nos sirvió para ganar unos duros: se trataba de poner un belén en el Eroski, en Zamora, con la inestimable ayuda de los niños. Ellos pintaban las figuras y nosotros las colocábamos en dicho belén. Pudimos, así, maravillarnos a causa de su imaginación pictórica y, también, de las artimañas picarescas que tramaban para conseguir que les diéramos otra figura de escayola para pintar (cada niño sólo podía pintar una, y ninguno estaba satisfecho con ese reparto).
Al ver estos dibujos de la guerra civil, cuyos autores son hoy octogenarios o yacen en sus tumbas, he recordado uno de mis últimos viajes a Zamora. Fui al estudio de mi madre a coger algo, alguna vieja pertenencia allí almacenada, y al entrar vi un dibujo en color. Subyugaba la vista, lo garantizo. Lo había pintado una niña, una alumna, a la edad de ocho años. El dibujo en cuestión databa de unos dos o tres años atrás. Mostraba un paisaje urbano y, en él, una mujer en pie y un hombre tirado en el suelo. El hombre tenía algo en la boca (un cigarrillo o un porro), y agonizaba. La expresión de su rostro martirizado daba cierto repeluzno. Era un dibujo en contra de las drogas. Lógicamente, la mujer en pie no había consumido nada y el hombre agonizante en la acera sí lo había hecho. La alumna supo captar el mensaje, asociar las ideas y representar algo dañino; y aún más dañino para los críos. Aquella pintura me pareció más efectiva y efectista, cruel en su inocencia, que todas esas tediosas y brutales campañas contra las drogas con las que el Gobierno nos martiriza a través de la prensa y la televisión. A veces deberían emplear la visión de los niños en la publicidad, en las campañas de prevención, en cosas así. En ocasiones lo hacen: me vienen a la mente algunos anuncios con dibujos de niños. Son pocos, sin embargo. Aunque correríamos el riesgo de la politización de los muchachos, algo que denuncian, por cierto, en un cartel anarquista de la muestra de la Biblioteca Nacional.