Todos, en algún momento, terminamos hablando de la calidad de vida. Yo mismo, sin ir más lejos. Pero ni siquiera recuerdo lo que consideraba calidad de vida porque me parece un término subjetivo, que puede variar con los años. A mi juicio, en estos momentos la calidad de vida significa no perder el tiempo. Tal vez mañana signifique otra cosa. Conocí a un profesor en la universidad que estaba obsesionado con ese tema: no acababa los libros cuyo principio le desagradaba, se salía del cine a media proyección si la película le disgustaba, cambiaba de canal si lo que veía en televisión empezaba a aburrirle. Nos dijo que el tiempo era muy valioso y sólo deberíamos emplearlo para aquello que nos satisficiese. Tenía razón. Aunque, desde mi humilde punto de vista, de lo malo también se aprende. Y nos procura regocijo: de vez en cuando me gusta ver bodrios, de esos en los que al monstruo se le ve la etiqueta del precio en la espalda o se le nota la cremallera al dorso, o de esos subproductos en los que los chinos vuelan por los aires dándose de leches.
En cuanto a calidad de vida no me refiero a lo que argumentaba aquel profesor, sino a la calidad que supone no perder el tiempo de brazos cruzados. No hay calidad cuando nos toca esperar: en las colas de los comercios y espectáculos, en los atascos, en esas actividades que requieren que uno se resigne, suspire y aprenda a ser paciente. Madrid, en ese sentido, y aunque su catálogo de variedades y ofertas es amplísimo, lo bastante para no aburrirnos nunca, ha sido convertida en un lastre en lo que al tiempo se refiere. Dicen que ya era una ciudad repleta de obstáculos y con un tráfico imposible. Pero sospecho que ahora es mucho peor: hay más habitantes, hay demasiadas obras, demasiada suciedad, demasiados coches, y los servicios públicos funcionan como un ano cosido, o sea, de pena. Algún anónimo me acusó hace unas semanas de ser un exagerado en este tema; seguramente no vive en Madrid. Porque basta con pasar una hora fuera, de compras o de papeleo burocrático, para regresar a casa con los nervios desechos: las largas colas para todo, los atascos humanos y los atascos de vehículos, las obras interminables que obligan a dar rodeos y perder la paciencia, los taxis que uno no encuentra cuando necesita, el mal funcionamiento de los autobuses en las paradas, el tren del metro que tarda en llegar, las misteriosas paradas de ese tren en mitad de los túneles (dejando inquietos a los pasajeros y sin saber qué sucede, circunstancia que nunca conocerán Gallardón y Aguirre porque ellos sólo entran en el metro para hacerse la foto y dejarse llevar en una ruta turística y sin sobresaltos por el subterráneo). Les dije que estuve hace poco en Inglaterra; pues bien, a pesar de ser una ciudad gigantesca siempre había taxis circulando, en las paradas de bus siempre vimos varios autobuses listos para recoger pasajeros, la ciudad no se veía atosigada por las obras, en las calles no había suciedad a pesar de escasear las papeleras, los trenes corrían como una bala y apenas te tocaba esperarlos. Es, al menos, lo que yo vi durante casi tres días. Rapidez. Eficiencia. Puntualidad. Tiempo ganado.
Para mí, la auténtica calidad de vida consiste en varias cosas. Una de ellas es vivir en una ciudad con cientos de ofertas, pero sólo por el placer de tenerlas a mano: estoy mejor en casa, leyendo, mientras el ruido crece fuera. Y consiste en no perder el tiempo en colas, atascos y servicios públicos con averías. Por eso una semana en Zamora nos viene de maravilla a algunos. Aquí no se pierde tiempo. Se gana. Quizá esa sea la verdadera calidad. Y, si uno vive en el campo, ni les cuento.