En Castellón han denunciado a unos mancebos que amenazaban e insultaban a una anciana para grabar sus reacciones en el móvil. En Alicante, un profesor de instituto sufrió una paliza (de parecerse a Michelle Pfeiffer en eso de “Mentes peligrosas”, tal vez lo hubieran violado) que grabó, también con el móvil, una amiga del agresor, antiguo alumno del centro donde trabaja el hombre; luego pretendían vender este material por cien euros. En Salamanca, otros dos chavales prefirieron correr menos riesgos y destrozaron una cabina de teléfonos mientras grababan el destrozo con el móvil; las cabinas de teléfonos son una especie en extinción y no se defienden, de ahí que el único riesgo fuera que los cazaran, como de hecho ocurrió más tarde. En Canadá han pescado a un tipo, un pederasta, que difundió en directo por internet sus escenas de violación a una menor. Otros prefieren divertirse sin dañar a otros, como esos tres marineros, dos hombres y una mujer, que hicieron su vídeo porno casero y lo colgaron en la red, lo cual ha supuesto su expulsión de la Armada.
Todas estas noticias, y muchas otras que van apareciendo cada semana, nos confirman que ya estábamos locos y que medio mundo tiene tendencias psicópatas, pero a la locura se le ha añadido un grado, que es el de la tecnología. ¿Qué es primero: las ganas de apalear al prójimo o las ganas de grabar lo que sea? ¿El huevo o la gallina? Uno cree que la violencia es la misma que la de hace años. Lo que pasa es que ahora el personal quiere tener imágenes de sus acciones, que suelen estar bañadas en sangre o en porno, y con eso la policía lleva medio trabajo hecho, pues la prueba del delito ya la ofrecen los criminales, que ya hay que ser tonto. Antaño, cuando el atraco de bandas a los bancos, o las palizas al salir de clase, o las violaciones, los malos se guardaban el secreto o se lo decían al tonto de la familia, que era quien luego daba el soplo a las autoridades; hoy no hace falta confesarle los pecados al tonto de la familia, al cura o a la novia, pues queda grabado en el móvil. Si se dan una vuelta por el famoso YouTube comprobarán que, entre las escenas míticas de películas, los vídeos de la tele, los pasajes memorables de la historia reciente o los videoclips, se ha colado mucha morralla: la de tipos que, por ejemplo, imitan a los de La Hora Chanante cuando estos imitan a los famosos. Dichos imitadores podían colgar material de su propia cosecha, pero no lo hacen porque es más fácil no ser creativo y, además, lo que importa es salir en el YouTube, en el blog de un colega y en cualquier rincón que guarde relaciones conyugales con la cámara de los teléfonos móviles.
Con esta tecnología, ocurre que aquí cada uno quiere grabar su película de cinco minutos o ser el protagonista de la misma. Lo malo es que no quieren ser Charlot, sino Rambo o Alex, el “drugo” jefe de “La naranja mecánica”, que hubiera sido feliz de poder grabar con el móvil las somantas que le daban él y sus colegas a los mendigos borrachos y a los viejos inválidos. Lo malo es que pocos quieren hacer reír ante la cámara y han preferido que sufra un tercero. Ni siquiera, estos chavales, han heredado las costumbres de los Jackass, que se hacen daño a sí mismos en pruebas brutales y escatológicas para servir sus penurias ante el objetivo. Son más listos que los Jackass, y de ahí que hayan optado por apalear a terceros. Si Warhol dijo que cada persona tendría en el futuro sus quince minutos de fama, actualmente lo que quiere el gallinero es tener sus quince minutos de vídeo en el YouTube o en el móvil de los amigotes. No sólo estamos de la olla; encima, lo grabamos. Qué tiempos.