viernes, noviembre 24, 2006

Libro: No es país para viejos, de Cormac McCarthy


Años 80. Moss, un veterano de Vietnam, tropieza en el desierto con los cadáveres de una matanza entre narcos. Encuentra un maletín con dos millones de dólares y se lo lleva; pero comete errores. A la caza de Moss va Chigurh, un asesino despiadado que a algunas víctimas les ofrece decidir su muerte a cara o cruz. Y a la caza de Chigurh va Wells, antiguo compañero suyo y ex agente de las Fuerzas Especiales. E, intentando solucionar este rastro de muertos, está el sheriff Bell, veterano de la Segunda Guerra Mundial y un hombre que empieza a envejecer y que ya no comprende los turbulentos tiempos que le está tocando vivir.

Este libro es dinamita pura. Lo empieza uno y no puede abandonar su lectura, y eso que está tejido con materiales totalmente opuestos a los best-seller, a pesar de la facilidad con la que se lee y de las frases cortas y los párrafos breves con que está escrito. Todo transcurre en la frontera entre Texas y México. Cormac McCarthy, que no publicaba nada desde el 98, ofrece una vuelta de tuerca a su narrativa. Es lo mismo, pero ya no hay tanta descripción y sí mucha acción. Los personajes persiguen o huyen, compran pistolas o escopetas, se pegan tiros, se alojan en solitarios moteles, hablan y hablan. No es país para viejos tiene algo de western crepuscular y de novela negra, y recuerda un poco a Fargo y a Un plan sencillo (no es de extrañar que los Coen estén adaptando el libro al cine: ver el reparto).

Moss es el hombre que no sabe si hace lo correcto, pero se obsesiona con el dinero, como haría todo humano. Chigurh simboliza la Muerte, un tipo implacable e inhumano, consciente de que nadie puede esquivar su hora ni evitar al verdugo. Bell, en este panorama de tiroteos, droga y dinero, supone la esperanza: un hombre que cobija un viejo secreto y que aún cree en el amor y la redención, y para quien el país ha cambiado mucho. Y también están las mujeres: Carla Jean, la chica de Moss; y Loretta, la mujer de Bell. Escrito en tercera persona y con un lenguaje crudo y directo (y, a veces, poético, como es costumbre en el autor), intercala en sus páginas los monólogos interiores del sheriff, quien trata de entender el horror que le rodea.

Estamos, quízá, ante el McCarthy más amargo y desesperanzado. Todo lo que el lector cree que va a suceder en la novela, no sucede. El siguiente diálogo (los diálogos carecen de guiones o comillas) es una muestra de la tensión constante del libro. Aquí, ese gran personaje que es Chigurh se topa con un empleado de gasolinera. Y saca la moneda:

¿Qué es lo máximo que ha visto perder a cara o cruz?
¿Perdón?
Digo que qué es lo máximo que ha visto perder a cara o cruz.
¿Cara o cruz?
Cara o cruz.
No sé. La gente no suele apostar a cara o cruz. Normalmente se usa para decidir algo.
¿Y cuál es la cosa más importante que ha visto decidir así?
No sé.
Chigurh sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos y la mandó de un capirotazo hacia el resplandor azulado de los fluorescentes. La cazó al vuelo y la estampó plana en su brazo, más arriba del vendaje ensangrentado. Diga, dijo.
¿Que diga?
Sí.
¿Para qué?
Usted diga.
Tengo que saber qué está en juego.
¿Cambiaría eso algo?
El hombre le miró a los ojos por primera vez. Azules como lapislázuli. Brillantes y a la vez completamente opacos. Como piedras mojadas. Tiene que decidirse, dijo Chigurh. Yo no puedo hacerlo por usted. No sería justo. Ni correcto siquiera. Vamos, diga.
Yo no he apostado nada.
Claro que sí. Lo ha estado haciendo toda su vida. Sólo que no se ha enterado. ¿Sabe qué fecha lleva esta moneda?
No.
Mil novecientos cincuenta y ocho. Ha viajado veintidós años para llegar hasta aquí. Y ahora está aquí. Y yo también. Y tengo la mano encima. Y sólo puede ser cara o cruz. Y a usted le toca decidir. Vamos.
No sé qué es lo que puedo ganar.
La cara del hombre brillaba ligeramente perlada de sudor bajo la luz azulina. Se pasó la lengua por el labio superior.
Todo, dijo Chigurh. Puede ganarlo todo.