Si uno se interna por las calles más concurridas y multiculturales del barrio en el que vivo, no tarda en encontrar numerosos restaurantes hindúes. A la puerta de cada uno de ellos suele haber un hombre joven que sonríe enseñando mucho los dientes e invita a los transeúntes blancos a entrar al interior del establecimiento, para que cenen. Siempre argumentan que hay mesas libres. Supongo que eso aumenta el negocio: la posibilidad de que te avisen de que, aunque a simple vista el restaurante parezca lleno, al fondo tienen una o dos mesas libres que no se divisan desde la calle. Hacía mucho que no iba a uno de estos locales donde sirven biryani, pollo al tandoori, batido de mango y un té adobado de especias y tan aromático que uno quisiera comerse el vapor que despiden las tazas y las teteras. Así que, una noche, entramos.
Es un restaurante de reciente apertura. Las mesas son redondas y pequeñas, y a su alrededor sólo pueden sentarse unas pocas personas. El lugar parece acogedor y está limpio y bien iluminado. Los asientos son de piedra y están adosados a la pared, y sobre ellos han colocado cojines. Nos atiende un hindú joven, amable y tímido. Nos extiende las cartas con el menú. Unos minutos después, cuando le hago una seña para que se aproxime, voy diciéndole lo que vamos a pedir. Enumero los entrantes, los platos, los postres. El hombre va a anotar el pedido en una libreta, pero luego se lo piensa mejor y decide memorizarlo. No sé cuántos platos pido (son pequeños, y por eso se requieren varios), y suelto palabras que no sé pronunciar en un idioma que desconozco. El hombre asiente. Habré pedido unas diez cosas, más una botella de vino. Cuando se va, apuesto a que se le olvidará la mitad de ellos. Pero no. Lo único que se le olvida es el vino, quizá porque he optado por una marca española y, lógicamente, memorizará mejor las palabras de su idioma que las del mío. Los hindúes le añaden mucho picante y muchas especias a los platos, sabrosos y exóticos, y al final el comensal acaba lleno. Cada vez que llamo al chico por alguna razón (recordarle la botella de tinto, pedir la cuenta…), se acerca con una expresión a medio camino entre la timidez y el miedo. Esa mezcla la he visto en otros camareros inmigrantes: chinos, hindúes, africanos. Tengo una teoría al respecto, y por supuesto podría equivocarme: existe un alto porcentaje de comensales españoles que disfruta con la fanfarronería. He visto demasiadas veces a fulanos reírse de los camareros chinos, burlarse de los hindúes, hacer chistes y mofas o regañar a quienes tienen otro color de piel y han cometido algún error al servirles. Es sabido que al hombre blanco le gusta esclavizar, y quizá cuando ven a un camarero oscuro aprovechan para darle con el látigo metafórico, o sea, el de las palabras y los chistes. Es obvio: estoy generalizando. Pero es cierto: los camareros extranjeros que le atienden a uno en los restaurantes madrileños parecen caminar hasta las mesas con temor a que uno los abronque o tal vez se burle de ellos. A mí suelen atenderme bien, aunque siempre se les olvida algo: consecuencia del idioma, sospecho.
Para bajar la cena, pródiga en especias, es conveniente dar un paseo o acercarse hasta un pub a tomar un brebaje. Entramos en una coctelería. Dentro veo a un actor español que protagoniza estos días una obra en el Teatro Valle-Inclán. Casi a diario topo con actores por el centro. Pedimos unos mojitos. Hace poco me contaron el secreto del mojito: consiste en machacar sólo el tallo de la hierbabuena que se utiliza, y dejar intacta la hoja. Aún no sé qué camareros son los que hacen los mejores mojitos de Madrid, pero lo averiguaré. Es de suponer que los cubanos.