Dice uno de mis amigos que en Madrid no se puede hacer nada. Culturalmente hablando, aclaro yo; pero también respecto a otros órdenes, como pueden ser la compra o el tapeo o el deporte. Cuando llega el fin de semana, él procura buscarse las distracciones que a todos nos saben bien: teatro, cine, restaurantes. Pero es difícil acertar porque la capital es demasiado populosa y va a terminar pareciéndose a la urbe de “Blade Runner”. Me cuenta que pretende ir al teatro y el aforo está completo; para ir al teatro en esta ciudad hay que reservar entradas con una semana de antelación, salvo que uno quiera ponerse en la esquina derecha de la última fila y ver sólo medio escenario porque el otro medio lo tapa una columna. Él intenta ir al cine, pero aquí, salvo que lo tengas a cinco minutos de tu vivienda (como, por fortuna, es mi caso), hay que meterse en el coche, aguantar el castigo del tráfico, conducir con paciencia y el tiempo pegado a los talones, encontrar sitio en algún aparcamiento, afrontar las larguísimas colas para coger la entrada, llegar a la taquilla y ver que la sala donde uno iba a entrar ya está llena, decidirse por otra película, guardar otra cola en la puerta y otra más en el ambigú, si uno lleva sed y necesita un refresco, y luego soportar al becerro de la fila de atrás y al gigantón con cabeza de yunque que a uno le toca delante. Si quiere ir a un restaurante, se pasa media hora buscando en la guía algún garito con buen menú en el que haya mesa para dos o más; la gente va mucho a cenar y es un engorro si no has reservado, porque te quedas en la calle. Otra opción, que apuntábamos al principio, es la de irse de compras o de tapas o de excursión a un museo. Y el inconveniente es idéntico en todas partes: aguantar la cola. Creo que sólo he visto una vez la famosa Casa Labra sin una cola tan larga como el Monstruo del Lago Ness.
Este y otros colegas suelen contarme que resulta casi imposible hacer nada durante el fin de semana, a menos que lo tengas programado con siete u ocho días de antelación. Por eso la gente se escapa de Madrid el fin de semana. Y por eso algunos amigos míos, cuando van a Zamora, aprovechan para ir de cena, para ver los últimos estrenos de la cartelera, para tomarse unas tapas sin que tarden quince minutos en atenderte en la barra.
Es lo que hay. Si uno vive por aquí, debe aceptarlo. La oferta madrileña es variada, tan amplia que necesitaríamos varias vidas para asistir a todo. Y su problema es el exceso de ciudadanos que pululan por las calles y que quieren ir a los conciertos, a los restaurantes, a las discotecas, a los museos, a los cines, a las tiendas, a los bares, a los supermercados, a los teatros y al Rastro. En esta ciudad, en el único sitio donde no hay colas es para darles limosna a los mendigos (pero acabará poniéndose de moda, por suerte para ellos). Es la faceta a la que más me cuesta acostumbrarme. Eso de, por ejemplo, ir a sellar un sobre en Correos y que el tiempo total, desde que salgo de casa hasta que vuelvo, abarque una hora. Me cuesta acostumbrarme, pero ya lo he aceptado. Y, una vez que lo aceptas, lo demás viene rodado, aunque no te guste. Quienes venimos de ciudades pequeñas soportamos difícilmente las aglomeraciones. El colmo de este jaleo urbano es que, en las madrugadas del fin de semana, nos toca hacer cola para coger un taxi y regresar a casa, que las noches suelen ser frías y están llenas de desaprensivos. Ya lo dice Umbral, a quien leo mucho ahora que han abierto la hemeroteca de El Mundo: “Madrid, como todo conjunto urbano, tiene menos vida a medida que tiene más inmigrantes, más gente, más jaleo”.