En cada edificio siempre vive algún vecino raro que, por sus ruidos o por su comportamiento o por las palabras que suelta en voz alta, suele atemorizarnos un poco. He comentado varias veces la torre de babel que es el edificio que tengo justo en frente de donde vivo, pero no he hablado de la niña que vive al lado de estos vecinos, en lo que supongo será la escalera izquierda del inmueble. Porque juro que tal niña me asusta y me atemoriza, y llego a sentirme, en ocasiones, sobre todo en mis tardes de lectura, como “El quimérico inquilino”. Alguien me había advertido, cuando me enumeraron las desventajas del barrio, que la niña era “un loro”. Que no paraba de hablar en su cuarto, en verano y a veces en invierno, siempre con la ventana abierta. No le di demasiada importancia.
Pero poco después de vivir ya aquí, en mis momentos de lectura, con el balcón abierto, oía la voz de la niña. Hablaba y hablaba y hablaba. Resultó tan cansina que a veces me asomaba por la ventana, a ver si distinguía a su interlocutor, de quien sospeché que sería mudo (o muda) o que tendría una paciencia a prueba de bomba y de oratoria eterna. En ocasiones sólo podía ver un brazo y un hombro de la niña. Frente a ella no había nadie, pero eso no significaba que el oyente no pudiese estar en el suelo, por ejemplo. Una tarde, harto de que la retahíla de frases me impidiera centrarme en la lectura, volví a asomarme. La persiana estaba subida, la niña estaba fuera, en el balcón, y no hablaba con nadie o lo hacía consigo misma. O con un amigo imaginario, ese colega invisible y surgido de nuestra imaginación que todos tuvimos en la infancia. Pero luego lo comenté con otros vecinos: la niña ya no era tan pequeña como para andar con esos juegos, más propios de mocosos enanos. No, la muchacha bordea la pubertad. Como soy aprensivo y no paro de engullir historias de terror, una noche, en mis delirios, di en pensar que la niña discutía con un fantasma. Inventé una historia. Que hablaba con el espíritu de un chaval, muerto hacía años en la casa a manos de algún estrangulador amigo de la anterior familia que pobló la vivienda. El niño quería consuelo o venganza. ¿Qué esperaban? Me dedico a fantasear, así que… Los meses pasaron y fui abandonando esas ideas peregrinas y librándome del miedo a creer que mi vecina conversaba a diario con críos muertos. Lo adjudiqué a una infancia traumática que aún no se le había pasado. Hay niños que tardan en abandonar sus juguetes.
Pero, últimamente, el miedo y la indiferencia han cedido el paso al susto. No es lo mismo el miedo que el susto. Miedo te da el ogro de “La matanza de Texas” o encontrar a un psicópata en el rellano. Susto te lo puede dar cualquiera, desde tu primo a tu madre. Pero no significa que den miedo. Comienza así: algunas tardes, mientras gano el tiempo entreteniéndome en mis lecturas, oigo gritos que provienen de la ventana de la niña. Gritos brutales, de socorro y auxilio, como si la estuvieran apalizando o estrangulando. Abandono el libro y corro a asomarme, por si debo llamar a la poli. Porque nunca se sabe, en estos tiempos: los padres pegan a los hijos, los hijos matan a los padres, hay abusos sexuales, maltratadores en la cocina. Al mirar veo que no, que la niña está representando ella solita una obra de teatro o un culebrón de la tele. Pero una y otra vez me engaña. La otra tarde escuché más gritos, llamadas de socorro e incluso golpes. Y vi a la niña de perfil, tan tranquila, diciendo con voz de falsete: “No, déjame, él me ama a mí. No sé por qué me haces esto”. ¡Menudo susto! Ahora voy a escribir a la Academia para que le den el Goya a la Mejor Actriz del año.