Si tuviera que escoger una palabra para definir la urbe caótica y populosa en la que vivo sería, con absoluta certeza, inseguridad. Inseguridad ciudadana. Cuando llega el lunes y uno lee las noticias locales, todas las informaciones contienen lo mismo: agresiones, reyertas, navajazos, palizas, robos, broncas entre pandillas. Las noticias que he leído entre el domingo y el lunes, relativas a Madrid, son: un mendigo degollado tras una pendencia, cerca de Príncipe Pío (o sea, una de las paradas del autobús que llega de Zamora); agresiones de neonazis en el Barrio del Pilar (justo donde tiene la consulta mi dentista y pariente zamorano, de modo que espero no tener un tropiezo un día de estos); una pelea entre bandas en el metro de Puerta del Sur, que hizo que interviniera la policía y que el servicio se suspendiera durante dos horas; un joven atropellado por un conductor que se dio a la fuga; presencia de coches y motos de policía y una ambulancia en Lavapiés, para solucionar algún altercado. Y en ese plan.
El sábado por la noche pude comprobar el despliegue policial en la Plaza del Dos de Mayo. Esta es una plaza legendaria, sita en el barrio de Malasaña. La primera vez que puse el pie en ella fue hace unos ocho años. Las madrugadas en esa plaza eran una fiesta continua: botellones multitudinarios, tipos haciendo juegos malabares, vagamundos dormidos en los bancos, una vieja borracha que iba recogiendo las botellas en las que quedaba un poco de alcohol, un anciano ecologista y barbudo que aparecía para regañar a los chavales que no tiraban los desperdicios al contenedor de basuras, vendedores de hachís en cada esquina. Aquello prendió en mi memoria. Pero la Plaza del Dos de Mayo no es ni la sombra de lo que era. Las leyes antibotellón y la presencia policial han disuadido a los jóvenes y a los no tan jóvenes de acampar allí y meterse el whisky de supermercado, huyendo del garrafón de algunos garitos. Pues bien: este sábado yo estaba tomando algo en un bar de esa plaza, local en el que unos cuantos zamoranos nos juntamos a veces para celebrar cumpleaños. Salí a la calle. No sé cuántos furgones y coches de policía habían aparcado allí. Es posible que fueran tres o cuatro furgones y algunos coches. La Plaza del Dos de Mayo apenas la cruzó gente, al menos en los ratos en que pasé por allí o me asomaba. Hace unas semanas, leímos en la prensa que unos neonazis apalizaron a un chico en las inmediaciones. Me pregunto dónde estaba entonces la policía.
Me parece correcto el despliegue policial en esa plaza, porque al menos evita que los vecinos estén despiertos hasta el amanecer y que al levantarse tengan que encontrarse un escenario propio de una guerra, con gente tirada en el suelo junto a cientos de botellas, vomitonas y bolsas del súper. Correcto, pero exagerado. Y, además, creo que existen hechos más puntuales y peligrosos en la ciudad que la presencia de unos muchachos dándole al frasco. Quiero decir que otras zonas no son vigiladas con tanto despliegue, y es en ellas donde luego hay peleas, navajazos, robos a mano armada, palizas y demás hechos atroces. Tal vez sea porque esta ciudad y quienes la gobiernan están repletos de contradicciones. Así que la palabra que me viene a la cabeza en cuanto pongo el pie en la calle es esa: inseguridad. Aquí todo puede suceder. El peligro está a la vuelta de la esquina y es conveniente andarse con mil ojos y cubrirse las espaldas. El Partido Socialista e Izquierda Unida han pedido más presencia policial en los andenes de metro. Pero también los vecinos de los barrios menos vigilados la exigen. Esto es un caos. La jungla.