Un fin de semana agotador. Mucho ajetreo. El teléfono suena y las citas con los amigos se multiplican. Unos quieren salir de copas. Otros, ir de cena. Algunos, de cañas. Al final, y con complejo de culpa, me apunto a todo, lo cual casi agota mis ahorros porque dar un paso en la capital comporta un gasto económico intolerable. Pisar la calle ya cuesta dinero. Pero la llamada de los colegas zamoranos es fuerte y uno no es capaz de dar la espalda. Estar con quienes son de tu misma tierra te aproxima un poco a tu provincia, de la cual estás lejos en cuerpo pero no en alma. Un recorrido por Malasaña comienza en Maderfaker, garito basado en la “blaxplotation” (cine de negros, para que me entiendan, muy apreciado por Tarantino). Maderfaker es la pronunciación del término anglosajón “Motherfucker”. Es el Maderfaker de marras un bar pequeño, pero matón. Música funky, soul, etcétera. Decoración retro en las paredes: consiste en fotogramas y afiches de viejas películas de actores afros: “Shaft”, “Cleopatra Jones”, “Drácula Negro”, “Super Fly”, “Penitenciaría”. En la pared conviven Samuel L. Jackson y Pam Grier, Richard Roundtree y Fred Williamson. Una maravilla. Cierro los ojos y vuelvo a la infancia, a esas películas de policías con chupa de cuero, patillas rizadas y pelo de micrófono, a esos boxeadores que ansiaban salir de la cárcel y se comían la miseria y el dolor, a esos ritmos “cool” que tuvieron su Oscar con Isaac Hayes. La infancia siempre vuelve, a cada paso que damos.
Una cena en un comedor italiano. Platos raros, pero exquisitos: raviolis rellenos de pera, espaguetis con almejas, gambas, calamares y mejillones y otras delicias. Pedimos una selección del menú y compartimos. Estamos cerca de la M-30 y el aire huele a la podredumbre del río y al polvo de las obras que nunca se acaban. Quienes viven en esa zona tienden la ropa y la recogen gris, por culpa de ese polvo que se mete en los pulmones y dificulta la respiración. No hay, al salir del restaurante, ninguna señal de pubs abiertos donde refrescar el gaznate, árido de los aliños de cuanto hemos saboreado. Sólo hay seis coches que derrapan en la carretera, con las ventanillas abiertas y la música saliendo a toda pastilla. Chavales que no tendrán más de veinte años y ya son candidatos a la estupidez, al esnifado de rayas y a morir en la carretera tras recorrer los garitos a lomos del alcohol y la cocaína. Los miramos con pena y odio.
El domingo, al ir a comprar el periódico, una ambulancia del Samur aparca en la plaza. Sus luces de emergencia salpican nuestros rostros y los de los mendigos que duermen en el suelo, encima de un colchón raído o de una chaqueta vieja y olorosa a vómitos. Los del Samur atienden a una alcohólica tirada en un banco. Uno de los borrachos pide que hagan algo. ¿Qué van a hacer? Soporta un cebollón de aúpa y algún día caerá en coma etílico. El tipo del kiosco nos cuenta la historia: “Vienen tres veces al día a atenderla. Y el amigo de ella quiere que hagan algo. Pero la única solución es que ella no beba”. Pasamos la tarde en el barrio de La Latina. Los domingos, las plazas, las aceras y los bares se saturan de gente joven. Veo, aquí y allá, actores jóvenes y famosos que toman cañas con sus amistades. Los camareros suelen ser bordes y están de mal humor. Entramos en una taberna donde pone, en la carta, “Chorizo de Zamora”. Quienes lo regentan, al menos, son amables. Hacemos patria y pedimos chorizo de mi tierra, sabrosísimo. El fin de semana concluye como si me hubieran dado una paliza. Alguien me cuenta: “Decía mi abuelo que en esta vida hay que aprovecharlo todo antes de ir para el otro barrio”. Sí, pero qué cansancio implica…