Cada vez que se celebra una boda por la iglesia, los bares y cafeterías de alrededor de cada templo hacen más caja de lo habitual. Es un fenómeno que vengo observando desde hace unos años. Algunas personas incluso tienen ya calculados los tiempos, minuto arriba minuto abajo: aparecen un segundo antes de que la novia llegue a la puerta de la iglesia, se van cuando ella ha entrado y vuelven en el momento de lanzar el arroz. Se piran al bar más próximo, o a la cafetería que caiga más a mano. En todas las bodas a las que he asistido, cuando el rito era por la iglesia procuraba no perderme nada. Es decir, no largarme a un local a tomar un café o una caña. Siempre me quedaba a todo: a los entrantes (la aparición de la novia), a la comida (la homilía del cura) y a los postres (el lanzamiento de arroz y las fotos posteriores). Reconozco que no lo hacía por escuchar misa, sino por respeto a quienes se casan y a sus familiares. Pronto descubrí, no obstante, que al personal le da igual. No le molesta que uno aparezca sólo a la salida de los templos.
En la penúltima boda en la que estuve, en Zamora, por primera vez hice lo que casi toda la gente menor de cuarenta años hizo: buscar una cafetería. Había allí más gente, supongo, que en el interior de la iglesia. Probablemente a algunos sacerdotes esto les parezca mal, pero sólo estoy reflejando una realidad, la que suelo ver en estas celebraciones. Creo que no es sólo que, en los bares, encuentren los invitados la cerveza y los cafés que no hay en la iglesia, y que en verano refrescan el gaznate y la mañana, sino que la gente se aburre o no se interesa por la lectura de los evangelios y los consejos de quien casa a los novios. Y el que se decide a entrar (me estoy refiriendo a los católicos no practicantes, desde luego) se pasa la misa mirando de reojo su reloj de muñeca, para ver cuánto falta para que termine. Resulta más conveniente que a la homilía sólo acudan quienes de veras estén interesados en el asunto. Sentarse en los bancos de madera para mirar a las musarañas y pensar en sus cosas y desear que los casen y todo acabe de una vez resulta falso e impostado. Aquella vez, cuando me fui con toda la tropa a la cafetería más cercana, al principio sentí el aguijonazo de la culpa. Pero luego reparé en que soy de los que, durante una misa, se pierden entre los vericuetos de sus fantasías y pensamientos. Y por ello mismo mi papel era más realista, más acorde conmigo y mis circunstancias, si no interpretaba una impostura. A la iglesia no la benefician los impostores, debemos asumirlo.
No crean que esto solamente sucede con la lectura de los evangelios por parte del párroco. Alguna gente se aburre en las iglesias, pero también en los juzgados. He visto hacer lo mismo en las bodas por lo civil. Lo más socorrido es aguardar a la puerta o tomando un café. Si las parejas se casaran en los bares habría más afluencia de público, no lo duden. Por otro lado, tiene uno la impresión de que la mitad de las personas que aceptan el matrimonio lo hacen por el fasto y el álbum de fotos, por darle una alegría a la madre y a la abuela, por la posibilidad de juntar bajo un mismo techo a todos los familiares y amigos. En el mundo del espectáculo, por ejemplo, parece que se casan sólo por el placer de divorciarse un año después. Pero no se quejen: si durante las bodas muchos invitados buscan la sombra ruidosa de los garitos, en los divorcios nadie aparece para echar una mano a quienes se separan. Una mano de consuelo, o sea, una palmada en el hombro.