lunes, julio 10, 2006

Amores perros (La Opinión)

Lo hemos dicho alguna vez, en estas mismas páginas: los músicos callejeros, los vagabundos, los alcohólicos, los toxicómanos, gustan de aferrarse a un perro que les acompañe en su derrotado periplo. Ellos saben, mejor que nadie, que los animales fieles, las mascotas, los chuchos abandonados, te siguen a cualquier parte, aunque apenas tengas nada que ofrecerles para comer, aunque cada día sólo obtengan como recompensa a su fidelidad un hueso y una caricia. No se parecen en nada a los hombres. Su amistad, su alianza con nosotros, es mucho más sólida y férrea que la de cualquier matrimonio. No hay papeles, no hay ritos eclesiásticos, no hay un seguro de vida, y sin embargo esos animales hay están: acompañando al pobre, al yonqui, al desheredado, al solitario. A mi perro favorito de todos los tiempos, Trinitario (ya conté aquí su historia), lo trajimos de un pueblo por primera vez. Un pueblo zamorano, no recuerdo cuál era. Al día siguiente el animal aprovechó la coyuntura y regresó a su antiguo hogar, guiándose por el olfato. Recorrió varios kilómetros hasta llegar al regazo de sus viejos amos. Fuimos a buscarlo y volvió a escaparse. Al final logramos que se acostumbrara. Le dimos comida, agua, cobijo, libertad, caricias, palabras amables, paseos campestres y vespertinos, madrugadas de caza. Lo dejábamos salir cada día, solo y sin ataduras, y él vagabundeaba por la ciudad, a la búsqueda de perras y de despojos (aunque un perro esté bien alimentado, no dudará en hurgar en las basuras, a la caza de un trofeo). Por la noche volvía a casa. No hay mayor fidelidad posible.
Veo muchos perros por mi barrio. Perros que duermen en casas, sí, pero también perros que acompañan a los vagabundos, a los borrachos y a los miserables que citaba al principio. Jamás les ponen una correa, y seguramente ni estén vacunados, y es posible que apenas coman algunas sobras diarias. Pero ahí los tienen: a su lado, aguantando mecha, soportando marea, afrontando el hambre, al hombre, el dolor y la intemperie. Antes de ayer, al salir de casa, había gente en el escalón del portal. Por fuera del portal, digo. Dos rufianes de pelo algo crespo y muy graso, con la voz desgarrada que les sale a quienes pimplan siempre en la calle, con aspecto patibulario. Los dos clásicos fulanos de quienes las señoras se alejan, por miedo a que les roben el bolso. Se habían sentado en el escalón, no sé si liándose un cigarrillo o un canuto. A su lado, justo en la puerta, estaba el perro. Echado, tranquilo. Al abrir la puerta se levantó como un rayo, permitió la salida del portal, se echó a un lado, miró con respeto y algún miedo. Lo habitual es esto: si en tu puerta hay un zagal con litrona, o un belitre con mala pinta, apenas se aparta para que uno pase. Todo lo contrario hace el perro, hizo este perro bondadoso, de mirada lúcida y amable, de semblante franco y simpático. Me detuve, por supuesto, a recompensar su gesto animal (pero muy humano, propio de los modales que todo hombre debería aprender) con unas cuantas palmadas y caricias, que recibió como una bendición. Un chucho callejero, flaco y despeinado, vivaracho y respetuoso. Y fiel a dos tarugos, o eso me parecieron. Ya ven: la educación de un perro de la calle, hambriento y pulgoso, supera a la de algunos ciudadanos.
Algunas tardes, al asomarme al balcón para ver la plaza de Lavapiés, observo ese banco donde anidan los necesitados y los esclavos del alcohol. No hay ningún romanticismo en ellos. Se pelean, rompen botellas, la arman. Pero miro a sus perros. Ven pegarse a sus amos, aguantan sus curdas, duermen en el suelo a su lado, los siguen siempre. Si eso no es amor, que baje Dios y lo vea.