El Premio Príncipe de Asturias de las Letras lo acaba de obtener, como ya sabrán a estas alturas, Paul Auster, hábil constructor de laberintos metafísicos y humanos, perverso artesano de las cajas chinas. Leer un libro de Paul Auster consiste en saber siempre por dónde va a entrar uno, pero nunca por dónde va a salir. Quiere decirse que sus principios son similares: equívocos, pérdidas, confusiones de identidad, hombres que redactan sus peripecias en cuadernos de colores o se introducen en la piel de detectives improvisados, mucha literatura clásica de Estados Unidos (sus textos son deudores de Hawthorne, Thoreau, Melville, por citar tres) y un influjo notable de Cervantes, porque Auster, como todos los buenos escritores, no sólo ha leído “Don Quijote”, sino que lo refleja en su obra. Pero sus finales son imprevisibles, extraños, algo confusos, como si el autor rompiera un espejo y uno tuviera que encontrar a los personajes y sus vínculos indagando entre los pedazos rotos.
No me he leído todo lo de Auster, entre otras cosas porque es difícil conocer las obras completas de cada autor que merece la pena, ya esté vivo o muerto. Pero alguien dijo que, para saber por dónde se mueve un escritor, basta con leerse una obra representativa de su bibliografía. Con otros hay unanimidad: todo el mundo está de acuerdo en que lo mejor de J. M. Coetzee es “Desgracia”; de Céline, su “Viaje al fin de la noche”; de Fitzgerald, “El gran Gatsby”; de Eco, “El nombre de la rosa”; etcétera. En cambio, con Paul Auster no nos ponemos de acuerdo. Hay quien asegura que lo más selecto de su producción, las raíces de su obra, está contenido en “La trilogía de Nueva York”. Otros prefieren “El Palacio de la Luna”. Yo me inclino, de lo que tengo leído, por “El libro de las ilusiones”. El único inconveniente de Auster es el mismo que le veo a Woody Allen, siendo ambos dos genios modernos: el primero suele publicar una obra al año, como mínimo (si descontamos colaboraciones, inéditos de hace siglos, cuentos aislados), y el segundo estrena siempre, creo que en otoño, una película. Así no le da tiempo a uno a digerir sus obras, a reflexionarlas y degustarlas como es debido. En cuanto uno se retrasa un poco, en cuanto tarda unos meses en leer lo nuevo de Auster, he aquí que ya anuncia otro libro. Aún está fresco en las librerías el “Brooklyn Foolies” y él ha hablado a los medios de “Travels in the Scriptorium”.
En las quinielas finales del Príncipe de Asturias de las Letras también figuraba el nombre de Phillip Roth. Conozco menos la obra de Roth, pero hubiera preferido que se lo dieran a él. Por razones de edad: Auster está a un paso de cumplir los sesenta, pero Roth bordea los setenta y tres tacos; me disgustaría que le dieran el Príncipe de Asturias o el Nobel a título póstumo. En todo caso, los dos tienen todavía mucho que contarnos. En las librerías norteamericanas venden ya “Everyman”, la nueva novela de Roth, y Auster, amén del mencionado libro, está rodando una película en Portugal, inspirada en “El libro de las ilusiones”. Resulta sorprendente su perfil literario: gusta, a la vez, a la crítica y al público, lo cual no ocurre todos los días. Por alguna extraña razón, la obra del autor de “El cuento de Auggie Wren” congrega miles de fieles en todo el mundo y en numerosas lenguas, a pesar de las complejidades de sus textos, de las vueltas de tuerca de sus tramas, de esos laberintos de los que uno sale medio loco y reflexionando durante semanas. Auster es un escritor preocupado por el individuo y sus búsquedas dentro del corazón de una enigmática Nueva York, donde ese individuo corre el riesgo de extraviarse para siempre. Mental y físicamente.