Cuenta Miguel Narros, el director de la nueva adaptación de “Salomé”, obra teatral de Oscar Wilde, que necesitaba o quería para su obra una Salomé “muy lolita, caprichosa y envidiosa”. Una mujer, pues, más joven que sus predecesoras en el papel y, además, rubia. La encontró en María Adánez, de cuya interpretación hablaremos luego. El equipo que estrenó en los escenarios españoles una versión contemporánea de este texto de Wilde, y que aún sigue su gira por España, es sorprendente, talentudo y lujoso. La dirección es de Miguel Narros, como ya hemos dicho. De la música se encarga José Nieto, compositor de la banda sonora de varias películas y ganador de numerosos galardones (la lista de Premios Goya que ha obtenido con su música es demasiado extensa para enumerarlos todos aquí). La coreografía, del prestigioso Víctor Ullate. En el reparto, el reclamo de caras conocidas: Millán Salcedo, Elisa Matilla y María Adánez. Entre las promesas, actores como Chema León y Raúl Prieto; recordemos que este último protagonizó la primera película del zamorano Manuel Sanabria: “La fiesta”, y que intervino en “Sinfín” haciendo un divertido cameo.
Vi “Salomé” la semana pasada. Me tocó desplazarme a Toledo, ya que su estreno en Madrid me pasó inadvertido o no me dio tiempo, no lo recuerdo. Fue en el Teatro de Rojas, un edificio modesto y atractivo, próximo a La Catedral. Por supuesto, en primera fila. A mí el teatro me gusta disfrutarlo en la primera fila del patio de butacas o, si acaso, en la segunda. De ese modo está uno cerca de los actores, se mete más en la historia y no tiene el inconveniente de soportar la visión de los cogotes ajenos ni de los espasmos de un tío que tose en la butaca de delante. En los cines procuro sentarme en la tercera o cuarta fila y es posible que esa sea la razón de la miopía galopante que padezco. Necesito estar, en el teatro, inmerso en un silencio sepulcral. Viendo “Salomé” le sonó a alguien un móvil; a una persona de la primera fila se le cayó un manojo de llaves, y el ruido que hizo al golpear contra el suelo me hizo sospechar que se trataba de un cerrajero o de un ex sereno, nostálgico de su oficio; no faltaron dos o tres tipos tosiendo y algún comentario entre los señores que tenía en la retaguardia. Estas cosas molestan mucho. Recomiendo, a la gente con catarro, que no vaya al teatro, o que lleve una ración de caramelos para la tos, sin sus correspondientes envoltorios.
Decía antes que la obra está adaptada al presente, lo cual es costumbre en estos tiempos, pero no afecta al libreto, ya que se trata, por lo general, de cambiar las espadas por pistolas y las túnicas por uniformes. Lo vimos en el “Hamlet” de Kenneth Branagh, o en el “Julio César” con Ralph Fiennes. La puesta en escena, la coreografía, la música, la dirección, todo me pareció delicioso. Pero lo que más brilla (aparte, desde luego, del texto clásico) es el reparto. Millán Salcedo está ajustado en un registro dramático, en su composición de un Herodes decadente y paranoico. Pero quienes sorprenden de veras son Chema León y María Adánez. El primero recrea un Yokanaán, o Juan el Bautista, que requiere desgaste físico, energía cuando lo sacan de su jaula y una voz poderosa cuando suelta profecías. La segunda, Adánez, ha dado un paso de gigante en su carrera. Estábamos acostumbrados a su faceta de comediante y, esta vez, la actriz ambiciona, baila, seduce, enamora, flirtea, maquina, traiciona, llora, y se convierte en una Salomé pequeñita, peligrosa, lasciva, bella y pérfida, de vestidos vaporosos. Requiere mucho valor el estar medio desnuda en un escenario, durante casi dos horas y soportando el peso de un papel dramático. Pero a ella le sobran el valor y el talento.