La semana pasada alguien me confesó que prefiere salir de copas en Zamora antes que en Madrid. Lo encuentro lógico, y a mí me sucede lo mismo. Salvo que uno opte por tomarse las cervezas del sábado noche en los garitos de su barrio, lo más común consiste en atravesar la ciudad cada fin de semana; mucha gente lo hace de ese modo: esta vez en Huertas, la próxima en Malasaña, y así. La cuestión es que cada cual vive en una punta de la ciudad, y conviene ir rotando.
Si en una urbe pequeña cuentas con varias ventajas (precios más asequibles, posibilidad de ir siempre a pie, encuentros sin cita previa), en las grandes ciudades son numerosos los inconvenientes. Si quieres salir de tu barrio y vives a las afueras, o muy alejado del centro, necesitas aproximadamente dos horas huecas. Las horas huecas se emplean en este plan: si no tienes coche o rehúsas utilizarlo se emplea la primera hora para ir andando hasta la parada de metro, viajar en un vagón hasta el barrio donde se haya acordado la cita y recorrer algunos metros más o, si tienes coche, para sacarlo del garaje, conducir en medio de un tráfico insoportable, callejear por manzanas desconocidas, buscar aparcamiento y recorrer a pata los kilómetros que distan entre el sitio donde al fin lograste aparcar y el local en el que has quedado; la segunda hora es para lo mismo, a saber, el regreso a casa. Si uno va sin coche, lo más probable es que ya hayan cerrado el metro, pero dispondrá de otras alternativas: buscar un búho, ese autobús nocturno que va lleno de borrachos que se tambalean y se aferran a las barras verticales y horizontales para no caer al piso; buscar un taxi, y gastarse los cuartos en una carrera casi suicida por las calles aún atestadas de coches; buscar la manera de llegar a pie al edificio en el que vive. Otro de los problemas es que uno se va alejando del punto de partida, de la zona en la que quedó con sus conocidos y amigos. Se aleja, y entonces advierte, pongamos a las cinco de la mañana, que la parada de metro más próxima queda lejos, y que no abren sus puertas hasta dentro de una hora, y que no hay búhos por allí o no ha visto ninguno, y que se encuentra a unos treinta minutos de casa, y que no hay forma de atrapar un taxi libre. La última opción es ir caminando, con un ojo puesto en los coches que pasan, para vigilar si hay alguno con la luz verde. Esa segunda hora hueca es la peor, pues a veces se alarga: si uno está lejos de casa, y el metro está cerrado, y no se ven autobuses ni taxis. Cuando alguien está cansado y somnoliento debe añadirle a su fatiga y a su sopor unos sesenta minutos más de lo mismo. No es raro volver en la madrugada en bus, en taxi y luego a pie.
Pero existen otros inconvenientes. Los bares que cierran en torno a las tres de la madrugada, y que obligan a quienes aún tienen cuerda a darse una paliza buscando otro bar, hasta que topan con todas las puertas cerradas o hasta que dan con el garito más ínfimo y caro de la zona. Porque esa es otra: la entrada con derecho a consumición que uno debe pagar en demasiados locales. No sólo sale caro, sino que la consumición, en la mayor parte de los casos, está aguada o proviene de un garrafón. En algunos pubs de madrugada necesitas cumplir varios requisitos para que te permitan acceder al local: no entrar fumando, no llevar zapatillas, pagar un ticket. Cuando uno ha conseguido abrirse camino es posible que la música sea horrorosa para los oídos, que huela a tigre, que la copa sepa a rayos, que los servicios parezcan los pantanos de Louisiana, que no haya manera de hablar salvo a gritos. Es mejor lo sencillo, lo de las ciudades pequeñas. La única pega es que hay menos variantes.