Desde que me ocurrió no he dejado de pensar en ello y darle vueltas. Es probable que se trate de una tontería, incluso. Pero me hizo reflexionar sobre algunos gestos y actitudes. Suele pasar: a menudo nuestras reflexiones occidentales no las desencadenan los grandes acontecimientos de la humanidad, sino los detalles mínimos y cotidianos, lo que nos sucede a diario: un roce, un gesto, una mirada.
Fuimos a un edificio de multicines, próximo al barrio, en el que sólo estrenan películas en versión original subtitulada en castellano. En las colas para comprar localidades y en las filas de cada sala suelen verse actores españoles, y muchos extranjeros: norteamericanos, ingleses, asiáticos, franceses, africanos. Las entradas estaban numeradas, dado el día de la semana que era. Elegimos una de las primeras filas, centrada ante la pantalla. Me gustan las primeras filas por dos razones, proximidad y lejanía: proximidad a la pantalla y lejanía de la gente, a no ser que la sala se llene y sea inevitable. Al bajar por el pasillo lateral miré las entradas. En la fila que elegimos sólo había una persona. Volví a mirar el número: me tocaba sentarme justo al lado de ese espectador, a su derecha. Mientras avanzaba sólo reparé en que era un hombre solitario, con traje y gafas, que pasaba las páginas de un libro, hojeándolas. Bajé el asiento y puse el culo encima. En cuanto me senté vi con el rabillo del ojo que el hombre torcía la cabeza hacia mí, y me estudiaba un segundo, y sólo tardó otro segundo en levantarse de su asiento y alejarse un metro, más o menos, interponiendo entre él y yo la distancia de dos butacas. Nunca me había ocurrido, y eso que mi frecuencia de visitas a los cines habrá batido récords desde que era un crío.
Inmediatamente me sentí mal. Se me antojó una ofensa, un acto de repudio que incuso desafiaba las reglas implícitas en las sesiones con localidades numeradas; esto es: que nadie puede cambiar de asiento, o no debería, pues luego llega alguien con retraso y te obliga a desplazarte de nuevo a tu sitio. Me hizo pensar que, a aquel hombre, una de dos: o le daba asco la humanidad, o le daba asco yo. Lo último era raro, pues apenas fue un segundo el que utilizó para mirarme. Yo iba bien vestido y me había duchado, como cada día, y aunque pueda tener pinta de golfo, desde luego no la tengo de atracador ni de psicópata. Pero lo que más me sorprendió de aquel hombre trajeado y serio fue que era negro. Indudablemente, eso me empujó a darle más vueltas a la cabeza mientras aguardábamos a que comenzara la sesión. ¿Se incomodaba al estar sentado junto a la gente? ¿Se alejaba porque éramos blancos? ¿Acaso creyó que yo era el clásico fulano insoportable que se dedica en una sala a hablar en voz alta y a soltar eructos? Al final tuvo suerte y, cuando se apagaron las luces, sólo se sentaron dos personas en la misma fila y a dos o tres butacas de distancia. Pensé en qué habría ocurrido si se hubiera llenado la sala. ¿Hubiera abandonado el edificio? ¿Se hubiese ido a una esquina de la primera fila? ¿Afrontaría el trago de estar rodeado de personas durante todo el metraje? El hecho de que fuera de otra raza activó los prejuicios que todos, en mayor o menor medida, albergamos. Ese fue mi primer pensamiento: se aleja de mí porque soy blanco, y yo no soy racista y por eso me duele el doble. Luego he pensado que, tal vez, no fue racismo, sino valentía. Porque, cuando en un espectáculo o en un transporte público se me sienta al lado un desconocido, mi deseo secreto es apartarme. Reunir el valor necesario para que noten que no me gusta estar rodeado de desconocidos, porque junto a ellos uno se incomoda. Espero que fuera esa la causa.