Eduardo Mendoza manifestaba, recientemente, su admiración por la obra "A Christmas Carol", de Charles Dickens, conocida en España con los títulos de "Cuento de Navidad" y "Canción de Navidad (Villancico en prosa o cuento navideño de espectros)". Decía en un artículo que, llegadas estas fechas, suele releer el texto. A uno suelen influenciarle más las recomendaciones literarias de los escritores y poetas que las de los críticos. Dicho artículo, pues, me obligó a tratar de recordar si había leído la obra original, pues, según Mendoza, "Como todos los relatos que admiten e incluso propician una versión infantil aligerada, poca gente conoce el cuento en su totalidad". Luego advertí, con un poco de sonrojo, que los clásicos no se le olvidan a uno nunca. Y el texto de Dickens, el original, yo no lo había leído.
Reparé en que, desde niño, son numerosas las ocasiones en que me he adentrado en la "Canción de Navidad", bajo un ropaje u otro: películas de dibujos animados, y de teleñecos y humanos, o sólo con humanos, adaptaciones contemporáneas del cuento, versiones infantiles reducidas a puro esquema? Pero, de todas ellas, recuerdo con el agrado propio de los descubrimientos de la niñez una versión en cómic, que extravié hace mucho tiempo o tal vez me dejé en alguna casa. Era, aquel, un tomo grande, que contenía adaptaciones al tebeo de algunos grandes clásicos infantiles y juveniles. Acostumbraba a releerlo. Albergaba la virtud de reflejar magistralmente los rostros de los personajes y los ambientes en los que se movían (tempestades y riscos si los protagonistas eran marineros o piratas, nieblas y suburbios si caminaban por Londres, fosos y mazmorras si habitaban un castillo). En definitiva, que son incontables las veces que uno se ha acercado a la esencia del cuento, pero no al cuento mismo. El caso es que salí el día del artículo de Mendoza a comprar "Canción de Navidad". Elegí la versión de Anaya, pues contiene las ilustraciones de Arthur Rackham, John Leech y Harry Furniss, y es una colección que me gusta, con apéndices y bibliografías.
Lo devoré: es obvio. Es Dickens, y con eso basta. Por vez primera leí la obra original, sin carniceros que la despojen de grasa y hueso para ofrecérsela a los niños, sin jardineros que afilen los párrafos más extensos para que los muchachos no se atraganten o aburran. Es curiosa, a mi entender, la manera en que está estructurado este villancico en cinco estrofas: en la primera se nos ofrece la apertura y planteamiento; en la segunda, por la aparición del espíritu de las navidades pasadas, se introduce al lector en un ambiente de nostalgia, propio de rememorar (o ver, en el caso de Ebenezer Scrooge) los placeres y rigores de la infancia y la juventud; en la tercera, gracias al fantasma de las navidades presentes, hay una especie de resumen festivo, sentimental, familiar, amoroso y gastronómico de lo que viene a ser la tradición, y la melancolía da paso al júbilo y a la dicha; en la cuarta, cuando irrumpe el espectro de las navidades futuras, con una imagen muy acorde con la que tenemos de La Muerte, nos asalta una especie de horror por lo que será de los personajes y por la condición efímera del hombre; en la quinta, con la resolución del protagonista de disfrutar y hacer el bien, nos adentramos en el desenlace. Todas las partes están tratadas de manera fascinante, y más en lo que se refiere a la descripción de escenarios (el barrio pobre, el cementerio, las calles nocturnas envueltas en niebla, las tiendas). Leyéndolo concluye uno que, en el fondo, todos tenemos algo de Scrooge: aversión y aprecio por estas fechas pasadas en las que, a veces, pensamos, como él, lo de "¡Paparruchas!", y otras no podemos sino sonreír.