martes, diciembre 13, 2005

Huidos de una viñeta (La Opinión)

Una calle de la capital cuyo nombre he olvidado. Estamos unos cuantos (de la tierra, of course) tapeando en un bar. Frente a uno de los establecimientos hay una tienda de cómics y otra de artes marciales. En la de artes marciales exponen kimonos, libros, extraños aparatos. En la de cómics veo novelas gráficas, camisetas, algún libro y muchas figuras de personajes de los tebeos o del cine. Llama la atención la figura coleccionable de un tipo vestido de Superman, pero con el gesto agresivo de La Masa y el careto gris y podrido del monstruo de Frankenstein después de sufrir una indigestión. El invento se llama Bizarro y, en un lateral de la caja, pone, en inglés, que es una versión maltrecha de Superman. Investigo un poco más (desconocía la existencia de este personaje del cómic): Bizarro es un doble imperfecto de Superman, desmejorado por culpa de un experimento fallido. Aprende uno mucho deteniéndose en los escaparates de estas tiendas. Siempre que veo alguna me paro, escudriño los artículos al otro lado, voy tomando nota y me empapo de la poesía del color que ostentan.
Desde el bar donde comemos las tapas se ve dicha calle. Pasan extravagantes personajes, estos sí, salidos de la realidad, aunque parezcan inventados por un freak. Alguien dice que por esa calle circulan fulanas antiguas y desmejoradas: las más viejas, las más voluminosas, las más feas, las más tiradas. Y no se trata de Montera. Aquí los viandantes son seres inconcebibles y las prostitutas parecen nacidas en un bazar de saldos humanos. Ve uno de todo. El ser humano que camina con la barbilla muy alta y no se sabe con certeza si es hombre, mujer o una mezcla de ambos. La meretriz pintarrajeada y amplia, con pinta de guerrero de un campeonato de lucha libre. El jubilado con el Abc bajo el brazo, ceño fruncido y bigote blanco, que anda despacio, añorando otros tiempos. Las vikingas que paran a tomar un aperitivo. El hombre que toma chatos en solitario, de barra en barra y bebo porque me toca. La pareja recién salida de la primera edición del festival de Woodstock. Cada cual de su padre y de su madre. Y eso es lo que me gusta: observar los rostros anónimos que pasan por la calle. Y hacerme esta pregunta: ¿Qué pensarán ellos de mí?
Pasa un señor por la acera de la tienda de tebeos, un señor digno de un show casposo. Le echo un vistazo rápido. Podría servir para un cómic, pero no para uno de superhéroes y de villanos, sino para uno de mis adorados Mortadelo y Filemón, que es un verdadero retrato de los tipos más raros que se ven en una ciudad. Ahora Mortadelo y Filemón tienen su propio estudio, un ensayo sobre su vida ficticia. Pero continuemos. Me fijo en el hombre, un señor recién salido de una viñeta de las desventuras de esos dos agentes, o del número trece de la Rúe del Percebe. Lleva gorra con orejeras, y gafas de sol a lo Torrente, y abalorios al cuello, y una bufanda horrorosa en la que ha ensartado pins e insignias folclóricas y de dudoso gusto, y unos pantalones, cortos de talla, que dejan ver los calcetines blancos y el principio de unas espinillas blandas, y los pies calzados con unas pantuflas a cuadros, como las que me compré el otro día en un bazar chino (pero para usar en casa). Quizá sea uno de esos chalados que salen en los programas de medianoche diciendo que los marcianos los tuvieron secuestrados en su nave, o que cuentan ante toda España que poseen habilidades insólitas. A veces pasa uno por calles de ese pelo, llenas de personajes con su propio disfraz. Son verdaderos filones para quienes hacen caricaturas. Porque, mirando el escaparate de los cómics y, luego, la realidad, se hace difícil distinguir.