Hay un hombre sentado en un banco. Lo veo de espaldas. Permanece quieto, sin hacer nada, a pesar de ser las once y media de la mañana y de no ser un jubilado ni un tullido. Encima de la cabeza se ha colocado un trapo blanco, o tal vez una camiseta blanca, para protegerse del sol, como esas señoras que se ponen una bolsa de plástico en la cabeza cuando la lluvia las coge desprevenidas y sin paraguas en la calle. Veo el cogote del individuo y esa especie de trapo o lo que sea que, en los lados, no se le ajusta a las sienes, sino que tiene vuelo. De lejos, en realidad, parece una pamela. Ya esa estampa es curiosa, pero hay más. A su derecha, de rodillas en el suelo, hay otro tipo. Uno de esos habituales borrachos con canas y el rostro destruido por el alcohol. La razón para estar de rodillas es que, ante él, tiene una vieja máquina de escribir. Pegada a la máquina hay algunos folios, y dentro del carro se divisa también una hoja de papel. El señor escribe, pulsa las teclas. Pero utiliza sólo un dedo, un dedo índice, y va a paso de tortuga cada vez que aprieta uno de los botones (debo apuntar que escribir a máquina con un dedo no es nada sorprendente: yo lo hago con dos; el problema es la lentitud del hombre, hay una pausa demasiado larga entre cada pulsación).
Detrás del individuo arrodillado hay un árbol y una farola antigua, lo cual dota al conjunto de una apariencia de postal; sólo que es una postal que jamás te venderían en una tienda de souvenirs. Lamento, una vez más, no haberme comprado aún una cámara de fotos para retratar estas escenas. Me pregunto por qué el hombre la ha puesto en el suelo; podría apoyarla en el banco, y escribir un poco derecho, lo cual le aliviaría de los dolores de espalda. También me pregunto qué demonios escribe: ¿es un escritor vagabundo y alcohólico, a la manera bukowskiana?, ¿o es alguien que necesita entregar algún tipo de papel oficial, y por ello redactado a máquina o a ordenador? O, por el contrario, ¿será alguien que ha recogido de algún contenedor de basuras una máquina que ya nadie quiere y ha intentado darle uso? Unos minutos después se acerca otro tipo. Este lleva una gorra en la cabeza, me recuerda a los empleados de las gasolineras de las películas americanas. Se asoma por encima de la cabeza del que escribe y parece darle consejos. Pero no se arrodilla. Unos segundos después se dirige al banco y se sienta al lado del hombre con esa especie de pamela de trapo en la cabeza. Durante un momento no hablan. Desde mi perspectiva veo la postal callejera: a la izquierda, la espalda, el cogote y la gorra del recién llegado; a su derecha, la espalda, el cogote y la pamela del primero; más allá del banco, la máquina de escribir y el hombre de rodillas (de frente a donde yo estoy), pulsando las teclas con una lentitud pasmosa; detrás, la farola y el arbolillo.
Poco tiempo después se van. Es habitual encontrarse a mucha gente, supongo que gente desarraigada, en paro, gente proscrita, marginada, rota o aburrida o sin ganas de hacer cosa alguna (también la hay: la calle no sólo la pueblan los marginados, también quienes eligen no trabajar o simplemente ver cómo pasa la vida), es habitual, digo, encontrarse gente que junto a ese banco llega a hacer casi de todo: emborracharse, pelear, escribir a máquina, conversar, dormir, hacer flexiones o ejercicios parecidos, darle el pecho a un bebé, trapichear, vender droga, dedicarse a fumar y a observar el cielo, acarrear hasta allí un sofá de vientre destripado. Es la calle como gimnasio, como tasca, como ateneo de holgazanes y juerguistas, como lugar de encuentro, como dormitorio. La calle como fracaso y forma de vida.