Ocurrió en los días posteriores a la muerte de Jaime Campmany, y está ocurriendo ahora con la muerte de Eduardo Haro Tecglen. Ambas desapariciones parecen ser la excusa de casi todos los españoles para sacar a relucir la división entre las dos Españas. Muchos lectores radicales de izquierdas se alegraron de la muerte de Campmany, igual que ahora muchos lectores radicales de derechas celebran la muerte de Haro. Esto puede comprobarse acudiendo a bitácoras, foros y chats. Lo peor que esconde el ser humano, lleno de vilezas, mala baba y contradicciones, aparece por ahí. Primero, porque en internet el usuario tiene la ventaja de la máscara, o sea, el nombre falso y la ocultación de la identidad. Segundo, porque el anonimato propicia que algunos personajes vuelquen sus frustraciones en alguna parte; de lo contrario, tenderían a reventar por algún sitio. Son pocos quienes le echan huevos al asunto: no se ocultan bajo máscaras, no se acobardan, no disimulan su identidad.
Reconozcamos que, como escritores de periódicos, Campmany y Haro eran precisos en lo suyo y nos abordaban en la prensa con una prosa llena de flechas que dejaban herida a sus enemigos: en el caso de Haro, más sutil; en el caso de Campmany, más exacerbado. Reconozco que los leía a ambos cuando me era oportuno o cuando el tema llamaba mi atención. Otra cosa es que estuviese de acuerdo. Ambos eran drásticos en sus ideales y posturas: uno muy de derechas, el otro muy de izquierdas. No debería compararlos, pero son, de nuevo, dos caras de una moneda. Hubo un momento en que abandoné la lectura de Campmany, harto de juegos de palabras e insultos; traté de volver a Haro, que solía aburrirme un poco. Recuperé sus artículos cuando su familia le puso una página web. El problema, me daba cuenta, no estaba en el fondo, sino en la forma: El País le dio a Haro un espacio tan escondido en el periódico, una columna tan delgada y larga que se hacía dificultosa la lectura. Para mí, leerlo en aquella sección era igual que leer una novela con caracteres pequeños con sólo la ayuda de una vela que se apaga; o, también, como estar relegado en una fiesta multitudinaria a la cocina (lo cual, por otra parte, contiene algunas ventajas: proximidad con las bebidas, una nevera a mano y alacenas con la comida de repuesto). De los dos, me quedo con Haro.
Lo que me ha reventado de ambos casos ha sido la mala baba vertida por sus respectivos enemigos. Es de mal gusto reírse de los muertos, básicamente sabiendo que somos mortales y que todos iremos a dar con nuestros huesos al hoyo, al mar o al fuego (o a los laboratorios de los científicos, pues Tecglen ha donado a la ciencia sus restos). También es de mal gusto reírse de los muertos, o insultarlos, porque casi todos dejan familia. Lo más duro en los entierros, para uno, es mirar a los ojos a los familiares y amigos que se deshidratan tras soltar tanta lágrima. En España debería existir un respeto por los muertos. Otra cosa es deshacerse del verdugo, del fulano que estaba a punto de darte pasaporte. “Mejor tú que yo”, decía el soldado vivo de “Full Metal Jacket” al soldado muerto. Pero en nuestro país los fallecimientos se aprovechan para sacar el escalpelo y recordar quién es de izquierdas y quién de derechas. Observen, si no, los informativos: en cuanto ocurre una tragedia los partidos políticos no se juntan para buscar soluciones, sino para atacarse unos a otros. Se arrojan los cadáveres y escupen mala sangre, que es lo típico en España, cuna de caínes y de odiadores. Campmany y Haro eran extremos, pero grandes escritores, y hay que respetar su muerte y no aplaudirla. No debes aplaudir porque tú serás el siguiente, amigo.