En ocasiones aisladas parece que, cuando uno piensa en algo que no ha ocurrido, lamentablemente acaba sucediendo. Y digo lamentablemente porque lo que suele cumplirse es lo malo, siguiendo la Ley de Murphy. No sé si les ha ocurrido alguna vez. Seguro que sí. Pondré ejemplos. Va uno caminando por la calle y de repente se fija en el suelo, y en la acera ve sus propios cordones, los cordones desatados de uno de los zapatos. Y piensa: “Uy, igual me tropiezo. Pero voy a aguantar hasta que llegue a casa y allí me los ato”. Suele suceder que, dos metros después de pensarlo, uno se pise los cordones y casi se rompa los morros contra la acera. Tenemos la impresión de que, si no lo hubiéramos advertido ni pensado, no hubiese habido tropezón. Sigamos: un grupo de amigos míos ha estado en Hungría. Pensando que nadie iba a entender su idioma ibérico iban, pues, regalando por la calle piropos a las chicas, que los miraban sin saber qué decían. Uno de ellos pensó: “Seguro que terminamos cruzándonos con alguna española, y nos entiende y quedamos en ridículo”. Y eso dijo a los demás, que siguieron lanzando requiebros al aire. Apenas cinco segundos después de pronunciado en voz alta ese temor unas chicas sentadas en un banco se rieron y los llamaron. Eran españolas. Y sabemos que pocas cosas son más ridículas que ir por un país extranjero hablándole a la gente en tu idioma y que te cace alguien que te entiende. Provoca sonrojo. Ellos, claro, ni siquiera se detuvieron a hablar con ellas. Cohibidos, por supuesto. También tenemos el caso de esas veces en que salimos a la calle y tememos encontrarnos con algún enemigo o con una de esas personas que te paran en la calle y te endosan un sermón de cuatro horas. En verdad creo que, justo cuando lo pensamos, es cuando inevitablemente acaba sucediendo. “Como me encuentre con Fulano...”, piensa uno. Y, oye, no falla: Fulano aparece y no hay modo de esquivarlo.
No sé, pues, si el hombre tiene madera de gafe o de adivino. Más bien de gafe. Hace unos diez días estaba por ahí, no sé dónde: supongo que en el cine o en el metro. Y pensé, quizá por algo que había leído: “Mira tú, qué suerte: hace siglos que no estoy enfermo de fiebre, como esas mañanas odiosas en las que despierta uno con el estómago y la cabeza arrasados, y debe guardar reposo mientras le asaltan los delirios y el sopor y cree que aquello es el fin del mundo”. Eso pensé, lo juro. Pues bien: creo que fue al día siguiente cuando, al filo del alba, desperté hecho fosfatina. Debí pillar algún virus por ahí, seguramente donde pensé aquello sobre mi suerte (en el cine o en el metro). Me odié un poco a mí mismo, por gafe o por adivino. Háganse cargo de los síntomas: vómitos, diarrea, dolor abdominal, malestar físico, fiebre, dolor de cabeza. Estaba para regalar, como los Reyes Magos. Lo curioso es que me recomendaron, aparte del suero de marras, que bebiera Aquarius. Como lo oyen: la bebida de los deportistas. Este verano lo han aconsejado mucho a los pacientes de los ataques de virus. La verdad es que me fue mejor que con el suero. Por otra parte es lógico: bebiéndolo repostas todas las sales minerales que has perdido yéndote por todas partes. Por cierto, también utilicé otro remedio que ya conocía: beber una Coca-Cola del tiempo para cortar la diarrea. Infalible, oiga. Recordemos que Aquarius pertenece a Coca-Cola.
Son cosas que pasan. Es lo que suele decirse: que te ha tocado. Pero me tocó por pensar en ello. Una vez restablecido me dije: “A ver si me va a caer alguna herencia de algún familiar millonario que viva en un país remoto y al que yo no conozca ni de oídas”. Pero ni por esas, oye.