Un enviado especial de Naciones Unidas en África ha advertido del daño que la política de ayudas de Estados Unidos está haciendo en el continente. Según parece, EE.UU. es el país que más fondos aporta en la lucha contra el SIDA en África. Según revela el diario “El País”, el año pasado aprobaron la concesión de quince mil millones de dólares, pero de ellos sólo una pequeña parte va destinada a combatir ésta y otras enfermedades. El resto se destina a promover e inculcar la abstinencia sexual y la fidelidad, reservando un último puesto para el preservativo. En estas ayudas no se escatima la alianza con los líderes religiosos, de tal forma que la inversión les sale redonda, pues mientras la política estadounidense “queda bien” con su conciencia y a los ojos del mundo, la religión mete cuchara. Todo se mueve en este mundo por intereses, y, pensarán, si tenemos que echar una mano a esos negros, ¿por qué no imponerles nuestros credos y costumbres? El presidente de Estados Unidos es así, así las gasta: prepara guerras en el exterior mientras pregona la abstinencia sexual. Ya sabemos, entonces, qué demonios es lo que le pica a este individuo.
En el documental sobre África que comenté la semana anterior, titulado “La pesadilla de Darwin”, aparecía este problema del SIDA, y de las prostitutas que se alquilan a los pescadores, los preservativos y el contagio. En concreto, el director entrevista a un sacerdote africano, un hombre con cara de bueno, de ingenuo, de no haber roto un plato en su vida. El tipo cuenta la situación: los pescadores acostumbran a acostarse con mujeres obligadas a hacer la calle para sobrevivir, ellas les contagian el virus, ellos se lo pegan a sus esposas, muchos de estos hombres mueren y dejan viudas a sus parejas, que se lanzan a hacer esquina y continúa el círculo vicioso. Hacia el final de la entrevista, el director del documental le pregunta al sacerdote qué hace para remediar este problema. Y le interroga, además, sobre el preservativo. ¿Les da preservativos?, pregunta el entrevistador. El sacerdote se incomoda, y si tuviera la piel blanca veríamos que se sonroja. Responde que no, que eso es pecado, que la iglesia lo prohíbe. Entonces, el otro contraataca: ¿y qué es lo que hace?, ¿cómo les ayuda? El cura responde, ya lo habrán adivinado, que trata de fomentar la abstinencia.
Imagínense el cotarro: pescadores y obreros que trabajan a destajo durante largas y agotadoras jornadas, tras las que han corrido diversos riesgos, como el ataque de los cocodrilos en el lago, la pérdida de vista por el amoníaco de algunos lugares de trabajo o el hundimiento en las aguas, jornadas de las que salen reventados para luego cobrar unos dólares miserables que apenas les alcanzan para mantenerse a sí mismos y a sus familias. Y lo único que quieren, para aliviarse un poco, acaso para olvidar el hambre, las penurias, la fatiga, la miseria, la esclavitud de sus oficios brutales, es echar un polvo de vez en cuando con las nativas (algunas, por cierto, muy bellas). Dado que muchos son analfabetos y pobres no utilizan preservativo, y la mayoría regresa a casa contagiada. Pero, ¿saben qué es lo más triste de todo esto? Que los peones y pescadores no le echan la culpa a los gobiernos que apenas les ayudan (por ejemplo, hay escasez de gomas en Uganda), ni a los curas que les prohíben el preservativo, sino a las propias prostitutas. De hecho, en “La pesadilla de Darwin”, en una colonia de pescadores, la cámara enfoca la siguiente pintada: “Si te acuestas con una puta, pégala”. Pero el presidente de los EE.UU. sigue a lo suyo, empeñado en el error.