lunes, noviembre 26, 2012

El pan a secas, de Mohamed Chukri



Años atrás supe de Mohamed Chukri gracias a David González. Chukri, tras una época de bonanza literaria en España (varios de sus libros fueron publicados o reeditados por Debate), cayó en el olvido, y sólo mediante arduas y fatigosas pesquisas era posible encontrar ejemplares de El pan desnudo o Rostros, amores, maldiciones en las librerías de viejo. Las más de las veces, a un precio poco asequible. Gracias a Cabaret Voltaire, Chukri regresa a las mesas de novedades. No hace mucho recomendamos aquí su libro sobre Paul Bowles y ahora la editorial nos ofrece de nuevo esta novela autobiográfica, la más conocida y reconocida del autor marroquí.
El título ha cambiado: si mal no recuerdo… Juan Goytisolo dijo que la traducción más fiel del árabe era El pan a secas y no El pan desnudo, como hasta ahora la conocíamos. El libro ha sido traducido de nuevo, lo que siempre se agradece (por ajustarse a la época y por disponer de varias traducciones de un mismo texto). Y esta traducción se basa en la última versión de Chukri, e incorpora un prólogo del propio autor.

He vuelto a releerla, en esta versión, y no sabría decir cuál es mejor. Tampoco sé cuánto dista una traducción de otra: tendría que buscar el viejo ejemplar en mi biblioteca y eso es casi una aventura. El pan… es una especie de novela de formación. Uno de esos libros en los que un muchacho nos cuenta sus andanzas y sus desventuras. Piensen en El guardián entre el centeno de Salinger (por el tono confesional y la voz narradora joven) o en La senda del perdedor de Bukowski (por todas las desgracias que le suceden al protagonista), pero a lo bestia. Lo que más me apasiona de Chukri es que, sirviéndose de una prosa sencillísima, sin adornos ni afeites, consigue impactarnos en cada párrafo. No sé cuál es el secreto, pero una vez que se empieza la narración, es difícil abandonarla. Tal vez porque todo está repleto de verdad, no porque la novela sea autobiográfica, sino porque Chukri nos parece un tipo honesto, auténtico y humilde. Alguien que atravesó varios infiernos (hambre, miseria, maltrato paterno, trabajos de mierda…) antes de convertirse en escritor. Aquí os dejo con algunos fragmentos:

Lloro la muerte de mi tío junto con otros niños. Ya no sólo lo hago cuando me pegan, o cuando pierdo algo. Ya había visto llorar a más gente. Es época de hambre en el Rif; de sequía y de guerra.

**

Cada vez me alejaba más del barrio, solo o en compañía de otros chicos. Éramos los niños de las basuras. Un día encontré una gallina muerta; la recogí, la oculté bajo mi camisa y me fui corriendo a casa.

**

Era preferible aquel trabajo a mendigar o robar; preferible a dejarse chupar el sexo por un viejo, a vender harira y pescado frito a los campesinos en el Zoco Grande y en Fendaq Chejra. Desde luego, era mucho mejor que cualquiera de los trabajos que había tenido hasta entonces. Aquella aventura me permitió sentirme todo un hombre a mis diecisiete años. Aquella madrugada comenzó una nueva etapa en mi vida.
Volvimos por el mismo sendero, con los sacos a cuestas. Kandusi encabezaba el grupo y Kabil iba el último, con las manos vacías. Parecía borracho. No lo veía capaz de afrontar una aventura sin haber bebido. Cada uno de nosotros llevaba un saco con dos cajas y Kandusi cargaba la novena y última. Al cabo de unos minutos, empecé a notar el peso. Me dolían el hombro y la nuca. “¿Las habré colocado bien dentro del saco?” No me atreví a cambiar de hombro porque no quería que Kandusi creyese que me había cansado a mitad de camino. Si en la primera operación que participo me ven fatigado, no volverán a llamarme.



[Traducción de Rajae Boumediane]

Cartel de Woody Allen: A Documentary


A Glimpse Inside the Mind of Charles Swan III: nueva foto


De izquierda a derecha: Jason Schwartzman, Bill Murray y Charlie Sheen.

Tony Leblanc (1922 - 2012)


sábado, noviembre 24, 2012

Los trescientos escalones, de Francisca Aguirre



HOMENAJE I

Me moriré en Madrid
un día cualquiera
me moriré sin aguacero
me moriré
sin que suceda nada
sin que nadie me pegue
sin causa sin motivo
me moriré
de un silencio mayor que yo
mayor que el mundo.
Y se me irán quedando
marchitas las palabras
y se me irán cayendo
como las hojas de los árboles
y el silencio
como un musgo veloz
me irá invadiendo
hasta dejarme muerta
y silenciosamente.

**

TESTIGO DE EXCEPCIÓN

Un mar, un mar es lo que necesito.
Un mar y no otra cosa, no otra cosa.
Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre.
Un mar, un mar es lo que necesito.
No una montaña, un río, un cielo.
No. Nada, nada,
únicamente un mar.
Tampoco quiero flores, manos,
ni un corazón que me consuele.
No quiero un corazón
a cambio de otro corazón.
No quiero que me hablen de amor
a cambio del amor.
Yo sólo quiero un mar:
yo sólo necesito un mar.
Un agua de distancia,
un agua que no escape,
un agua misericordiosa
en que lavar mi corazón
y dejarlo a su orilla
para que sea empujado por sus olas,
lamido por su lengua de sal
que cicatriza heridas.
Un mar, un mar del que ser cómplice.
Un mar al que contarle todo.
Un mar, creedme, necesito un mar,
un mar donde llorar a mares
y que nadie lo note.

Larry Hagman (1931 - 2012)


Próximamente: Labios ardientes


De Charles Williams. En Ediciones Glénat.

José Luis Borau (1929 - 2012)


jueves, noviembre 22, 2012

Holy Motors



Una advertencia: conviene que se abstengan de leer las siguientes líneas quienes no hayan visto la película.

Estamos ante una de las obras más insólitas, originales, perturbadoras y extraterrestres de la temporada (en conexión con Cosmópolis, partiendo del elemento común de la limusina blanca como vehículo en el que los protagonistas recorren las ciudades: París o Nueva York). A ratos parece una tomadura de pelo, y sólo cuando llega al final y el espectador le da vueltas en su cabeza, la analiza con calma y advierte sus diversas lecturas, sólo entonces advierte la esencia de lo que ha visto; la otra opción es ir a ver Lo imposible, que no requiere reflexiones, y salir de la sala igual que uno entró.

Sigamos. Al principio de Holy Motors vemos a un hombre que se levanta de la cama, recorre su cuarto y abre una puerta oculta. Al otro lado hay un pasillo y, tras el pasillo, la tribuna de un cine. Abajo, en el patio de butacas, el público llena la sala, permanece atónito, inmóvil, ante lo que ve en pantalla. El hombre es el propio director, Leos Carax, con toda una declaración de intenciones: su vida es el cine, como él mismo ha afirmado en algunas entrevistas. Por eso ya ve la vida como si fuera una película, y el mundo como si fuera un inmenso plató de rodaje en la que los actores van interpretando personajes de historias episódicas. Este inicio ya me atrapó, y os explico la principal razón: de niño viví en el piso construido dentro del cine de mis abuelos; la casa estaba situada detrás de la fachada principal, encima del vestíbulo y la taquilla, debajo de la cabina de proyección y detrás de la tribuna. Por ese motivo yo podía hacer lo que Leos Carax hace al principio: levantarme en pijama, abrir la puerta, dar unos pasos, subir una escalera y aparecer en tribuna. Desde mi cama se escuchaban dos ruidos, uno cercano (el ruido de las máquinas de la cabina) y otro lejano (la banda sonora de la película). De hecho, dicen que a veces recorrí ese tramo en pijama, sonámbulo. El cine marca. Y a mí esa convivencia diaria con el cine me marcó para siempre. Es como si Carax me hubiera retratado.




Lo siguiente que vemos es una especie de mansión en las afueras. Un tipo de pelo blanco, traje y maletín (Denis Lavant, excepcional en todos los papeles), sale del edificio y entra en una limusina con chófer. En la primera parada, a orillas del Sena, el hombre sale disfrazado de mendiga y se pone a pedir en la calle. Carax nos ha vuelto a despistar: ahora creemos que, como en El adversario, el protagonista tiene una doble vida y se gana el jornal pidiendo limosna. En la siguiente parada sale embutido en uno de esos trajes que se utilizan para rodar películas como Tron, Avatar o La amenaza fantasma: esos rodajes en los que hay actores en salas desnudas, actuando para las cámaras para obtener planos a los que luego los informáticos se encargarán de añadir los efectos, los decorados digitales y demás. Entonces comprendemos que no es una doble vida, sino que el hombre es actor. Sin embargo, en las siguientes paradas el actor va retorciendo aún más el juego. El primer punto de quiebra es cuando se disfraza de Merde, un vagabundo loco que aterra a la gente del cementerio mientras devora flores y rapta a una modelo. Holy Motors es un filme pleno de detalles mínimos, y en el cementerio encontramos uno de los más celebrados: en las lápidas ya no hay nombres ni fechas, sólo la leyenda “Visitez mon site” (Visite mi web) y la dirección de la web del muerto.

El siguiente punto de quiebra, con el que nos despistamos aún más, es la muerte de un hombre. Una vez pasada esa secuencia, un personaje secundario (aparición especial de Michel Piccoli) nos aclara lo que sucede: ahora las cámaras son tan diminutas que no se ven, y los actores las extrañan, y ruedan así las películas, acudiendo solos en limusinas que hacen las veces de vehículo y de camerino. Esas vidas, un poco tristes y solitarias, son la metáfora de la rutina de los actores: seres metidos en diversos personajes, viviendo vidas pasajeras, cambiando una y otra vez de cara y de identidad, hasta casi perder la cordura.

Pero Holy Motors, plagada de poesía visual y con homenajes a Franju y Los ojos sin rostro, no se queda ahí: sus lecturas son múltiples. Holy Motors es la mirada de Leos Carax, que ve el mundo como una plató de cine. Holy Motors es la metáfora de la rutina de los actores. Holy Motors se inventa una especie de futuro falso en el que todo es mentira, como en El show de Truman, y en el que casi todos son cómplices del engaño. Holy Motors es una película dentro de otra película dentro de otra película. Holy Motors juega al despiste y a la provocación, a que uno no sepa (dentro del filme que ve Carax en el cine) qué es real y que es rodaje… Como en aquella célebre máxima utilizada por Burroughs: Nada es cierto. Todo está permitido


Cerveza en el club de snooker, de Waguih Ghali




Otro gran descubrimiento de Sajalín: Waguih Ghali no estaba editado en España, sólo escribió una novela (ésta que hoy nos ocupa) y su biografía es tan interesante como una película. En Cerveza en el club de snooker retrata la vida de dos hombres (uno de ellos es el narrador de la historia) en Egipto, tras pasar ambos un tiempo en Inglaterra y cambiar de vida. La narración establece los paralelismos entre la vida inglesa y la vida egipcia, los problemas que en ambas ciudades tuvieron los personajes (tanto en El Cairo como en Londres), el estigma que significa ser un exiliado (pero también ser un exiliado que vuelve a su lugar de origen)… Me gusta mucho del libro que, pese a la situación que viven los protagonistas, en determinados momentos no les abandona el humor. Se agradece ese toque humorístico. Dos extractos:

En Egipto tenemos una enorme cantidad de ingenieros, de abogados, arquitectos, químicos, o físicos que están sin empleo o ganando veinte libras en la administración pública, sentados tras escritorios sin hacer nada en todo el día. Les llegan excelentes ofertas de empleo de América del Sur, de Sudán, Ghana, Turquía e incluso de Alemania; pero no les dan pasaporte y no pueden salir. No logro entender por qué. Están desempleados.

**

Es curioso que la gente –millones y millones de personas– se dedique a ver la tele y a cantar y a tararear a pesar de haber perdido a un hermano, un padre o un amante en una guerra; y lo que es más curioso, la gente ve con ecuanimidad cómo otros hermanos o amantes van todavía a una guerra. No ven la tragedia que es eso. Hoy, como ayer, uno entre millones lee un libro, o empieza a pensar, o es sacudido por algo, y entonces ese alguien ve tragedia por todas partes. Adonde quiera que mire encuentra tragedia. 


[Traducción de Güido Sender Montes]