A estas alturas, todo el mundo lo llamaba don Cebón. Era el comisario Francesco Ingravallo, destinado a la brigada móvil: uno de los más jóvenes y, quién sabe por qué, envidiados funcionarios de la sección investigativa: ubicuo en cualquier caso, omnipresente en todo asunto tenebroso. De estatura mediana, bastante rechoncho de figura, o tal vez algo achaparrado, de cabello negro y tupido y encrespado, que le salía del medio de la frente casi como para resguardar las dos protuberancias metafísicas del hermoso sol de Italia, tenía cierto aire somnoliento, andares pesados y descoyuntados, maneras algo aleladas, como alguien que lucha con una digestión laboriosa: vestido como los enjutos honorarios estatales le permitían vestirse, y con una o dos manchitas de aceite en la solapa, casi imperceptibles sin embargo, algo así como un recuerdo de la colina de Molise.
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A la mañana siguiente los periódicos dieron la noticia de lo ocurrido. Era viernes. Los cronistas y el teléfono habían estado dando la tabarra toda la noche: tanto en via Merulana como más abajo, en Sante Stefane. De este modo, por la mañana, el gran chaparrón. "Horrendo crimen en via Merulana", gritaban los voceadores, con sus paquetes de periódicos entre las rodillas de la gente: hasta las doce menos cuarto. En las páginas de crónica, dentro, un titular en negrita a dos columnas; pero, a continuación, sobrio y bastante despegado, venía el parte: una columnita apenas, esmirriada, diez líneas hasta el remate, "la investigación prosigue sin pausa": y arguna otra palabreja, pa contentá: de estricta marca neoitálica. Ay, los buenos tiempos ya pasaos… en los que por un rasgao de mandolina de una maritornes en plaza Vittorio, se soltaba un rollo de media página de largo. La moralización de la Urbe y de toda Italia a la vez, er concepto de una mayor austeridad civil, se abría camino por aquel entonces.
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Quien está convencido de tener razón a la fuerza, ni se le pasa por la cabeza carecer de ella en derecho. Quien se reconoce genio, y faro de las gentes, incapaz es de sospechar que no pasa de cabo de vela moribunda, o asno cuadrúpedo.
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La Zamira, dado que de ella se trataba, tan desgreñada y harapienta, una escoba en la mano, a la que precedía pertinente amasijo de hogareñas lanas y rastrojos y de porquería indefinible, acogió a los dos tipos con la salivosa lubricidad de la sonrisa profesional y la falsedad pueblerina de la mirada. La resultante mueca, lívida por la ventana con la blancura incierta del tiempo y luego iluminada por un repentino dardo del sol, pretendió despachar como muy agradable tan desagradabilísima visita.
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Allí no le resultó nada difícil, dado el optimismo en popa que lo iba empujando entre el arremolinarse de las mujeres, cargadas de colmas redes o de capachos, frondosas de brócolis, no le fue difícil reconocer por la descripción de la Ines, y ya desde unos pasos de lejos al tipejo, al gentil cornetín que le hacía al caso. Estaba erguido, detrás del mostrador, ¡con dos ojos!, lo más opuesto, en ese momento, al miedo y la timidez que había decantado la Ines, y con la melena bien espesa y cargada de unto toda de un lado: en compañía de la abuela, se encontraba. En la cima, cayendo un poco sobre la frente, las hebras del cabello se habían rizado como escarola tras el caprichoso retoque del peine, o como el tumbo de una ola de mareta cuando un instante la rebulle antes de disponerse a desistir, y abandona el ruedo finalmente.
[Sexto Piso. Traducción de Carlos Gumpert]