martes, julio 17, 2007

Canguros

Nos contaba una amiga, la otra noche, que tuvo que despedir a la canguro que cuidaba a sus hijos en casa durante las horas de trabajo de ella y del padre. Esta canguro arrastraba ya una vida difícil, con un marido que, al parecer y según le había confesado la chica, se pasaba el día metido en la cama, esperando a que ella llegara del curro y le hiciera la cena. El tipo debía ser una joya: vago, jeta, insoportable y, me parece, maltratador. Una tarde en que la canguro se iba y nuestra amiga iba a pagarle, a la chica se le fue la olla. Probablemente a causa de la presión de ese marido, tuvo un arrebato de enajenación con nuestra amiga y empezó a insultarla sin venir a cuento. La línea que separa la cordura y la locura es muy frágil y es más fácil de cruzar de lo que solemos creer. Así que tuvo que despedirla en el acto, después de pagarle el monto, pero la canguro se negaba a salir de casa. Fue necesario amenazarla con llamar a la policía para que se marchase. El problema no era que la chica hubiese explotado delante de la madre. El problema es que ese arrebato de furia y crispación, de ataque sin causa, de locura pasajera, podría haberle dado mientras cuidaba de los bebés. Los muchachos podrían haber peligrado, nunca se sabe. Por eso nuestra amiga no quiso contratar a nadie más hasta que otro matrimonio, amigo suyo, le recomendó a la señora que cuidaba a sus propios hijos. Llevaba haciéndolo unos años y tenía experiencia como madre, como canguro y, supongo (a juzgar por la edad de la señora), como abuela.
He querido contar esta historia tras la lectura, ayer, de una noticia que atañe al peligro de contratar a alguien para que cuide hijos pequeños: en Madrid, un tipo ha sido condenado a ochenta y cinco años de prisión porque, en su faceta de canguro de un niño y, en ocasiones, de su primo, abusó sexualmente del primero y metió mano al segundo. Los abusos sexuales incluían felaciones y violaciones. Los padres dijeron que era un hombre que les había inspirado confianza, que parecía buena persona, y por ambas razones le habían encargado cuidar de los chavales. El hijo, por cierto, tenía cinco años. Tal y como leo en otro periódico, los abuelos constituyen el primer recurso de los padres para cuidar a sus críos. Lo malo es cuando los abuelos viven en otras ciudades y el único modo de cumplir con las obligaciones laborales es llevarlos a una guardería o contratar a alguien. Alguien de confianza. De mucha confianza. Me crispan los nervios esas personas que salen en la prensa abroncando a los jóvenes por no contribuir a la natalidad. Sí, la natalidad está muy bien, pero los tiempos son otros y ahora ambos padres trabajan fuera de casa, los sueldos no suelen ser para tirar cohetes, el mantenimiento de un niño es carísimo y, encima, está el asunto de las canguros y las guarderías. Incluso aunque se encuentre a alguien de plena confianza, hay que desembolsar un dinero, y no todo el mundo dispone de ese gasto extra.
Es difícil ser niño en estos tiempos, aunque digamos que viven mejor que sus abuelos: están los abusos, los casos de maltrato, los secuestros, la pedofilia, los niños de la guerra, los chavales condenados a la fabricación de zapatillas y demás casos de explotación infantil. No es un panorama halagador y no me extraña que muchos padres vivan aterrorizados cada vez que se separan de sus hijos. En la última operación contra la pornografía infantil confiscaron cuarenta y ocho millones de imágenes relacionadas con la pederastia. Y la archidiócesis de Los Ángeles ha pagado seiscientos sesenta millones de dólares para no declarar en el juicio a varios sacerdotes por supuestos abusos sexuales. Madre mía, qué planeta…