domingo, diciembre 31, 2006

Revista Narrativas: El devorador de cuentos


Magda Díaz ha incluido uno de mis relatos en el nuevo número de esta revista. Es inédito y se titula El devorador de cuentos. Os copio aquí el principio:
A finales del siglo XX un anciano esquelético y enloquecido agonizaba en el aposento principal de la mansión de sus antepasados.
El ambiente de la pieza era malsano: proliferaban las basuras apiladas, la cera derretida de las velas, las inscripciones blasfemas en las paredes, el hedor a polvo viejo de los espesos cortinajes que protegían al cuarto de la luz natural; alrededor del hombre había un océano de papel despedazado y cubiertas rotas de libros, y apestaba a celulosa y a vómito. Los cabellos del aspirante a muerto colgaban a ambos lados de sus sienes, grisáceos, resecos y sucios. La nariz se afilaba hacia abajo, en dirección a los labios marchitos y manchados de bilis. Su rostro enfermizo componía una máscara de pliegues y rugosidades. Algunas telas de araña, prendidas en la ropa y en la frente alopécica, le conferían cierto aspecto de larva. Lo peor se cobijaba en los ojos, sin duda: en su interior habitaban horrores y ficciones, y habían tomado el matiz abisal de las criaturas que duermen en las profundidades. (...)
[Nota: si os gusta el principio, descargaros en pdf la revista y leer el cuento completo: aquí (Para descargar la revista directamente en el disco duro, pulsar sobre la imagen de portada con el botón derecho del ratón y seleccionar "Guardar destino como...") Contiene, además, estupendas colaboraciones. Gracias a Magda y Feliz Año a todos]

Cosecha literaria (La Opinión)

Reparemos en algo habitual: la mayoría de los libros que leo cada año han sido publicados, como mínimo, el año anterior. Por eso me resulta tan difícil elaborar las listas que enumeran mis últimos libros favoritos. He preparado dos listas, de diez títulos cada una, ciñéndome a ciertos criterios. El primer criterio lógico consiste en sólo elegir entre los que se publicaron durante este año y yo haya leído; de lo contrario, en mi lista habría un puñado de clásicos, relecturas y novelas más o menos antiguas. El segundo distingue entre autores españoles y autores extranjeros. Y tengan en cuenta que aún no conozco lo nuevo de autores como Paul Auster, Mario Vargas Llosa, Chuck Palahniuk, Arturo Pérez-Reverte, Haruki Murakami o John Banville.
Confieso que leí poca literatura española, pero en mis preferencias entraron los amigos escritores y poetas que en esos meses publicaron nuevas obras (me da igual si, a alguien, esto le parece subjetivo: soy lector y, como tal, tengo caprichos y manías). De la cosecha de colegas recomiendo: "El que desordena", de Tomás Sánchez Santiago, "Reza lo que sepas", de David González, "Palomas eléctricas", de Julio Valdeón Blanco, "Parnaso en llamas", de Vicente Muñoz Alvarez, "Un elefante en Harrods", de Francisco Rodríguez Criado; también incluyo "Orgullo", la antología de Buscarini que elaboraron los hermanos Marín. A Oscar Esquivias debo citarlo: a pesar de no haber empezado aún la lectura de su nueva novela, si ésta es sólo la mitad de buena que la anterior, "Inquietud en el paraíso", me daré por satisfecho. Fuera del ámbito de la amistad, me deleitó descubrir "Paradoja del interventor", de Gonzalo Hidalgo Bayal, novela kafkiana que a su vez me recomendó Tomás. Así como "Esperando a Beckett", de ese escritor maldito y exiliado en Francia que es Jordi Bonells, y cuya obra la editorial Funambulista está rescatando en España. Y, por último, una rareza: el "Paraíso matorral", de Mark Ostrowski, un americano en Asturias.
Respecto a la literatura extranjera: comienzo por la antología poética "Todos nosotros", de Raymond Carver, alegría editorial que nos sirvió Bartleby Editores y que es uno de los libros imprescindibles de los últimos tiempos. Se trata de Carver: ¿qué más se puede decir? Mondadori publicó dos de las mejores novelas del año, sin lugar a dudas, escritas por dos de los grandes autores vivos de USA: "No es país para viejos", vertiginosa historia de un Cormac McCarthy, como siempre, implacable con sus criaturas; y "Elegía", otra muesca en el revólver de éxitos y obras maestras de Philip Roth. No olvido una novela que le agarra a uno por el cuello y no le suelta incluso aunque las pesadillas y crueldades narradas terminen: "La chica de al lado", de Jack Ketchum, no apta para estómagos frágiles y traducida por La Factoría de Ideas. "Los muertos y los vivos", de Sharon Olds, poemario que no debería perderse ningún degustador de poesía; también lo publicó Bartleby. Gran placer me produjo Deborah Eisenberg con sus cuentos reunidos en "El ocaso de los superhéroes" (Leqtor): sólo por el relato que da título al libro vale la pena comprarlo. De Libros del Asteroide destaco dos joyas: "Hogueras en la llanura", del japonés Shohei Ooka, y "Vinieron como golondrinas", de William Maxwell. Elipsis nos trajo la interesante "Mobius Dick", de Andrew Crumey. Dejo para el final el que probablemente sea el mejor libro de cuentos que he leído en esta cosecha: "Descalza sobre el trébol y otros relatos", de David Benioff (lo publicó Umbriel). Feliz año. Y lean cuanto puedan.

El equilibrio (La Opinión)

Parece que, en España, hay dos corrientes respecto a la Navidad. De un lado, la representada por los más tradicionales o conservadores, quienes tratan de convencernos de la necesidad de ajustarnos a dos o tres valores: la familia, el recogimiento religioso, la sobriedad; probablemente, esos mismos que predican lo de cenar poco y sentar un pobre a la mesa, a la hora de la verdad se den un atracón navideño de pavos rellenos, turrones varios y botellas de champán. Del otro lado, la corriente que representan los simpatizantes de la Navidad laica, obsesionados por acabar con las dulces tradiciones de los belenes, las cenas de rigor y todo el tinglado familiar y un poco ñoño de estas fechas; probablemente, esos mismos que fomentan ese pasotismo acaben abrazando a sus familiares en el banquete de Nochebuena o besando con ternura al hijo pequeño que coloca una figura en el nacimiento. Las dos Españas. La historia de siempre. Y me huelo que, al final, todo es de boquilla. En el fondo, juraría que ni los primeros resultan tan espirituales y conservadores y serios ni los segundos tan desprendidos, modernos y parranderos. Debemos hallar el equilibrio, como en "Star Wars".
Dicen que la virtud está en el medio. Y eso es lo que debería estilarse por estos lares. Al menos si lo que queremos es no estar a tiros el día entero. No veo mal recoger una pincelada de cada postura para hacerse uno mismo la Navidad perfecta, aunque ésta no exista. Conviene seguir metido en ciertas tradiciones. No me veo capaz de renunciar a las reuniones familiares, ni a las celebraciones correspondientes siempre que no me toque ir a misa, ni a la iluminación navideña aunque sea tan pobre y cutre como la que alumbra mi ciudad, ni a observar de reojo cómo se emocionan los críos con los Reyes Magos, la instalación del belén y la conciencia familiar (pese a que, lo reconozco, el espíritu navideño me estomaga un poco: esos valores de paz y amor que nos duran hasta principios de enero y no regresan, en la mayoría de los casos, hasta la víspera de Nochebuena, y todas esas películas soporíferas y con argumentos de buenas intenciones que programan cada año en televisión). Pero, del mismo modo, no me veo capaz de renunciar a las juergas de estos días, a salir de noche y no regresar a casa hasta la madrugada o hasta que el sol aclare mis ojeras, a recorrer los bares y pubs y tabernas de la ciudad en cuanto terminan las cenas de Nochebuena y Nochevieja, ni puedo renunciar a gruñir cuando el sentimentalismo me agobia o cuando veo a esa gente que, con una mano, se toca el crucifijo y piensa en los desamparados y, con la otra, abre la cartera y se gasta demasiados cuartos, contradiciendo así lo que pregona. Unas navidades sin festejo, parranda y alegría para mí no serían las mismas. Unas navidades sin las reuniones familiares, la ornamentación navideña, las tradiciones con las que crecí y las abuelas llorando de emoción por ver a los suyos reunidos después de haber rezado durante el año por su salud, para mí tampoco serían las mismas.
Por otra parte, de momento no conozco a nadie que esté metido sólo en uno de los dos bandos que decía al principio. Las personas con las que hablo procuran ajustarse a cada postura. Ponen el nacimiento, creen en los Reyes Magos, se alegran de reunirse con los suyos, cada cual a su manera recuerda lo que le contaron en la infancia sobre la Navidad, sienten cierto espíritu de paz y solidaridad, etcétera, y al mismo tiempo no renuncian al festejo, al banquete y a la borrachera. En mi generación, al menos, siempre ha sido así: un poco de tradición y un poco de despiporre. El resultado no es malo. Se puede combinar. Desde mi punto de vista.

viernes, diciembre 29, 2006

Libros del Asteroide: Primeras novedades 2007


Libros del Asteroide me ha enviado un correo con sus novedades editoriales para los primeros meses de 2007. Ojalá todas las editoriales hicieran lo mismo y pudiese informar puntualmente de lo que llegará a las librerías. Copio y pego (en la foto, el aclamado Robertson Davies, a quien comenzaré a leer cuando esté publicada su trilogía al completo):
ENERO
Título: El mercader de alfombras
Autor: Phillip Lopate
Prologuista: Santiago Roncagliolo
El mercader de alfombras Cyrus Irani es un soltero de mediana edad que vive en Nueva York y es hijo de inmigrantes iranís. Intelectual literario y esteta, es melancólico por naturaleza, introvertido, dolorosamente tímido, un "devoto del silencio", tal y como él mismo se define.
Ambientada en Manhattan a mediados de los ochenta, los problemas acechan a su protagonista: los alquileres se triplican haciendo apenas rentable la tienda de alfombras; su relación con las mujeres tiende siempre a desvanecerse dejando tan solo pérdida y patetismo; su madre le presiona para que se case con una buena chica, siente la cabeza y forme una familia... Pero Cyrus no se decide a tomar las riendas de su vida.
El neoyorquino Phillip Lopate (1943) es escritor, colabora actualmente con prestigiosas publicaciones norteamericanas y ha sido profesor de escritura creativa en numerosas universidades. Ha publicado varias novelas, libros de poesía y diversos ensayos.
FEBRERO
Título: La mesilla de noche
Autor: Edgard Telles Ribeiro
Prologuista: Luisa Castro
Un cineasta brasileño se obsesiona con la vida de la tía de una íntima amiga suya y decide saberlo todo acerca de ella. A través de los recuerdos de su amiga, revisando vieja correspondencia y entrevistando a personas que la conocieron, va reconstruyendo la personalidad de Guillermina y aclarando su apasionante historia: el matrimonio de conveniencia cuando apenas era niña, la terrorífica noche de bodas, el asesinato del marido, y su vida como una mujer muy adelantada a las costumbres de su tiempo.
El libro, publicado originalmente en 1992 está considerado como una de las mejores novelas brasileñas de los últimos veinte años y ha sido publicado en los principales
países europeos. Una trepidante historia que retrata de manera certera el mundo de los grandes hacendados brasileños a principios del siglo XX y el de la Europa de los felices años veinte con sus fiestas y su bohemia artística.
La mesilla de noche es la mejor novela de Edgar Telles Ribeiro. El autor brasileño nació en 1944 y es diplomático de profesión (actualmente es el embajador de Brasil en Tailandia). Ha publicado tres novelas: La mesilla de noche, O manuscrito y Olho de rei, y dos libros de cuentos y está considerado como uno de los mejores novelistas brasileños de los últimos tiempos.
MARZO
Título: El maestro Juan Martínez que estaba allí
Autor: Manuel Chaves Nogales
Prologuista: Andrés Trapiello
Un bailarín flamenco oriundo de Burgos, Juan Martínez, y su inseparable compañera, Sole, son sorprendidos por la Revolución de octubre estando en San Petersburgo.
En El maestro Juan Martínez, que estaba allí, Manuel Chaves Nogales se adentra en los famosos acontecimientos ocurridos en Rusia hacia 1917 de la mano de estos dos peculiares personajes. Se trata de una mezcla de novela de aventuras y documento histórico de primera mano sobre la Revolución y la Guerra Civil rusas, por la que desfilan personajes inevitablemente ligados a aquellos acontecimientos, desde espías alemanes a derrochadores duques rusos, chequistas asesinos o especuladores.
El sevillano Manuel Chaves Nogales es uno de los periodistas españoles más importantes de todos los tiempos. De la misma generación que Camba, Ruano o Pla, perteneció a la brillante estirpe de periodistas de los años 30, viajando a la Rusia soviética y a la Alemania nazi, donde llegó a entrevistar a Goebbels. Republicano convencido, la guerra civil le obliga a abandonar España. Muere en Londres en el año 45. Es autor de múltiples libros entre los que destacan: A sangre y fuego, una iluminadora versión sobre la guerra civil, y Juan Belmonte, matador de toros, una de las mejores biografías españolas del siglo XX.
Título: Mundo prodigioso
(Trilogía de Deptford, tercera parte)
Autor: Robertson Davies
Título: El cinquè en discòrdia
(traducción catalana de El quinto en discordia)
Autor: Robertson Davies
Última entrega de la Trilogía de Deptford. La historia se teje nuevamente en torno al misterio sobre la muerte del magnate Boy Staunton, pero esta vez es el mago Magnus Eisengrim, oriundo del mismo pueblo que Staunton, en el que va narrando su vida a la vez que ofrece su particular visión acerca de la muerte del magnate. El mundo del teatro y los trucos de magia cobran más fuerza que en anteriores entregas de la trilogía. La vida del tercer niño de Deptford es por fin desvelada, una vida, oscura, sorprendente y extraordinaria. Esta novela, la tercera entrega de la Trilogía de Deptford, es sin duda la mejor novela de las tres y supone el colofón de la misma al desvelar, por fin, quién mató a Boy Staunton.
Robertson Davies (1913-1995) es el escritor canadiense más importante del siglo XX. Es autor de once novelas organizadas por trilogías de entre las cuales la Trilogía de Deptford es quizás la más destacada. El quinto en discordia (Premio Llibreter 2006) y Mantícora son las dos primeras entregas de la misma.
El cinquè en discòrdia (Premio Llibreter 2006), de Robertson Davies, es la novela con la que el autor canadiense arranca su famosa Trilogía de Deptford. El misterio en torno a la muerte del magnate Boy Staunton es el eje a partir del cual se desarrolla la acción de esta sorprendente novela, que contiene muchos de los elementos que son claves en la obra del autor: culpa y condena en pugna con el libre albedrío del ser humano, fascinación con la magia, el psicoanálisis y la hagiografía, y una manera de entender la novela que, aunque controvertida en su día, ha terminado por hacerlo famoso.
Robertson Davies (1913-1995), novelista y dramaturgo de éxito, afamado columnista, profesor universitario y uno de los últimos men of letters, era prácticamente un desconocido en nuestro país hasta ahora.

Cumplir con un ritual (La Opinión)

A pesar del frío intolerable que azota mi tierra estos días, cumplí con mi ritual de darme un paseo por el casco antiguo, una zona poco transitada cuando la escarcha tapa la hierba de los jardines y cuando las manos terminan ateridas incluso si las lleva uno arropadas con guantes o metidas hasta el fondo de los bolsillos del gabán. Recorrí primero Víctor Gallego, la Plaza de Alemania y San Torcuato. Al llegar a la Plaza Mayor, decorada con un raquítico árbol de Navidad con adornos sólo en su mitad superior (lo cual, créanme, provoca la mofa del personal al atravesar aquella zona), enfilé rumbo a La Catedral. A partir de entonces las calles se vaciaron de gente a medida que fui avanzando. Me dolían un poco las orejas y las manos, pero no me importó. Uno debe volver siempre a los paisajes junto a los que ha crecido. En esos rincones del casco antiguo, bañados por la iluminación navideña, apenas vi transeúntes, situación que, es de suponer, no agrada a los comerciantes del barrio. Estuve luego en un mirador, calentándome la mirada con el río en la noche, las luces del Puente de Piedra y el resto de los puntos luminosos de las casas bajas de la otra orilla del Duero. Dirigí mis pasos por el entorno del Castillo, en dirección a San Martín de Abajo. La hierba de los jardines estaba congelada por la escarcha y el hielo. Algunos corredores se dirigían hacia la orilla del río. Los caminos de tierra resbalaban un poco al pisarlos, por culpa de las delgadas capas de escarcha. Los faros de los coches me iluminaban de vez en cuando. No me importaba el ambiente helado, sino empaparme de ese paisaje propio de una postal de una ciudad medio olvidada, como si caminara por un lugar prácticamente deshabitado.
Luego tomé rumbo por la Avenida de la Feria. En varios tramos se puede disfrutar de la vista de los lienzos de la muralla, si es que hay alguien que aún no lo sepa. Pasé por el Arco de Doña Urraca y la Calle de la Reina. En una tienda de antigüedades me llamaron la atención las figuras de demonios y santos que podían verse a través del escaparate. Mi ruta continuó por la Calle de los Herreros, vacía a las nueve de la noche, por la Plaza de Santa Lucía y por Manteca. Allí detuve mis pasos durante unos segundos. Lo hice para contemplar la fachada de la casa donde vivieron mis abuelos, y luego la puerta de la carpintería, que da a la Avenida del Mengue y, por consiguiente, al río. Me vino a la memoria, aparte de los rostros de mis abuelos ya fallecidos, la imagen de un gato al que me mataron en aquellas calles, y recordé el año en que viví en la primera planta de dicha casa, que no disponía de calefacción y cuyas paredes mordía con furia el aire helado proveniente del Duero en el otoño y en el invierno. Recordé cómo solía dormir: tapado hasta las orejas por una tonelada de mantas, sábanas y colchas, con la nariz helada y echando de menos, durante los fines de semana y las vacaciones, mi piso de alquiler en Salamanca. Al levantarme, la ropa siempre estaba tiesa del frío. Una situación similar a cuando uno duerme en las casas viejas de los pueblos en las que todavía no han instalado la calefacción.
Cerca de allí, subido a un tejado, vi a un felino callejero. Blanco, con manchas negras y un antifaz del mismo color. Estuvo posando unos minutos, allí arriba, mientras le sacaba fotos. Continué mi ruta por calles en silencio, sólo roto por el motor de los coches. Aspiré el aroma crudo que llegaba del río en cortas vaharadas, y luego regresé por el entorno de La Catedral, por la Rúa de los Francos, por la Plaza Mayor. A pesar del frío intolerable que azota mi tierra, una vez más mereció la pena.

jueves, diciembre 28, 2006

Libro: Los nuevos puritanos, de Varios Autores


Hace unos días colgué las normas que se había impuesto un grupo de autores antes de escribir sus relatos para este libro. El nombre no guarda ninguna relación con el puritanismo, sino que proviene de una canción del grupo The Fall, según apuntan en la introducción. Lo que estos autores querían, en resumen, era despojar de todo artificio a los relatos, de tal modo que sólo quedara el argumento, el estilo narrativo, y todo ello mediante el recurso de una prosa sutil y desnuda. El experimento me ha gustado.
Son quince escritores británicos: Nicholas Blincoe, Matt Thorne, Scarlett Thomas, Alex Garland, Ben Richards, Candida Clark, Darren King, Geoff Dyer, Anna Davies, Bo Fowler, Matthew Branton, Simon Lewis, Tony White, Toby Litt y Rebecca Ray. Uno de los mejores es el de Richards, titulado Una historia de fantasmas (el montaje del director), que cuenta la historia de un director de cine al que acaba de abandonar su pareja; intentando recuperarse, busca refugio en casa de un matrimonio amigo suyo y allí conoce a la joven contratada para limpiar la casa, lo cual supone un consuelo porque ambos congenian en seguida. Se trata de uno de esos cuentos en los que uno se siente "cómodo" y no desea que acaben. En Hierba, Dyer narra el episodio de un inglés en París, que conoce a una muchacha y juntos fuman hierba, algo que a ella le afecta de manera distinta, volviéndola casi paranoica mientras recorren los cafés y las calles. Todo por la música, de Davies, cuenta la pasión enfermiza de una adolescente por un grupo de rock: es un gran retrato de una groupie. Quizá el más perfecto sea Los puritanos, de Litt, de quien Tusquets ha traducido algunas obras; en este cuento, tres personas trabajan en el sótano de una casa de la playa, grabando películas porno de manera clandestina; cuando en sus vidas irrumpe una pareja que se instala en la casa contigua, las cosas empezarán a cambiar. Salvo unos tres relatos flojos, el resto del libro merece la pena.

En la peluquería (La Opinión)

Dos o tres célebres cuentos de la literatura norteamericana comienzan con un hombre, el narrador, sentado en el sillón del barbero. En la primera frase, el protagonista desvela su situación: “Me estaban cortando el pelo”. Creo que ese es el inicio del magnífico relato de Ring Lardner titulado “Corte de pelo” e incluido en su libro “A algunos les gustan frías”. Recuerdo otro arranque parecido en un cuento de Raymond Carver, pero no tengo mi biblioteca a mano y no logro hallar en la memoria el título del relato. Ambos autores, y algún otro más, narran historias en la peluquería. Los clientes hablan y discuten entre ellos o escuchan una anécdota relatada por el barbero. Tal vez ese gusto por ambientar historias allí provenga de la reflexión que propicia el hecho de sentarse para que a uno le laven la cabeza, le corten el pelo y le peinen mientras todo el mundo a su alrededor conversa o escucha. El agua caliente, el chasquido de las tijeras y la caricia de las púas del peine conducen a un cliente a relajarse. De la relajación pueden venir las reflexiones o las siestas. Ciertamente, es un lugar muy literario (y cinematográfico: pensemos en “El marido de la peluquera”).
Recién llegado a Zamora, fui a la peluquería. En los últimos años acudo a un establecimiento sito en la Calle de Santa Teresa. Un local de mujeres, pero donde admiten hombres. Me siento mejor en el reino de las mujeres porque, mientras aguardo a que me toque el turno, el ambiente no se llena de conversaciones sobre fútbol y política. Ellas suelen hablar de otras cosas, al menos desde mi experiencia: de viajes, de los hijos, de las bodas, de cosméticos y trucos de belleza, etcétera. Repito que esa es mi experiencia, lo que yo he visto y escuchado en los últimos años. El caso es que la peluquería estaba hasta los topes y tuve que aguardar en un rincón, sentado en una silla y con un periódico bajo el brazo. Había retraso y la espera se alargó. De modo que, cuando me hube leído el diario del derecho y del revés, concluí que lo mejor era intentar que la imaginación volara. Olvidé las noticias que acababa de leer y los titulares navideños con los que me acababa de empapar y me puse a pensar en mis historias. Es curioso: a veces reflexiono mejor en mitad del ruido. El sonido de los secadores, el rumor de las conversaciones y el tráfico de la calle no lograron que me distrajese de mis pensamientos, sino todo lo contrario. Me olvidé del mundo para fantasear.
No obtuve de aquella situación un relato ambientado en la peluquería, pero sí recibí otro premio. La espera se compensó porque llevaba un par de semanas dándole vueltas a una historia. Había elegido ya la ciudad donde se iba a ambientar y la estación del año e incluso algunos datos aislados. La narrativa, bajo mi punto de vista, funciona de dos modos distintos: o surge la historia y luego se elige el marco apropiado, o, al revés, surge el escenario y la ciudad y luego se le acomoda una historia. Que yo sepa, la situación más frecuente suele ser la primera. Pero en esta ocasión obtuve la segunda. No fue nada rebuscado. Tenía la ciudad y, pensando en su entorno, sentado en la silla de la peluquería, la historia surgió. Fue como si estuviese ahí, a la espera de ser rescatada. Sólo me faltaba reflexión. Que surgiera en la peluquería me maravilla. Cuando me tocó el turno, la chica que se encarga de cortarme el pelo me dijo que sentía haberme hecho esperar, pero era una mañana de jaleo. Para que la gente no me oyera, pues me daba vergüenza que se enterasen del resultado de mis reflexiones, no quise confesar el premio creativo. Tal vez esbocé una sonrisa enigmática. No importa, dije. Y me dispuse a concretar los detalles, en silencio, mientras ella cogía las tijeras.

miércoles, diciembre 27, 2006

Otro libro de Maxwell para el próximo año


Me gustó tanto el libro Vinieron como golondrinas, del norteamericano William Maxwell, que he preguntado a los editores de Libros del Asteroide si van a continuar la labor de rescate de las obras de este autor. Me han dicho que en el segundo semestre de 2007 publicarán su novela The Folded Leaf. He echado un vistazo a la portada y las críticas, en Amazon (aquí y aquí), y ya se me hace la boca agua.
Ojalá traduzcan, también, sus cuentos. Seguro que son una maravilla.
[Os recomiendo este texto de Página 12 sobre la figura de Maxwell]

Escaleras mecánicas (La Opinión)

Parece una tontería, pero las pequeñas desgracias nos pueden mandar al otro barrio. Por alguna razón (es posible que sea una mezcla de mala suerte y torpeza) a mí me suceden cada poco. Si sigo así acabaré volviéndome paranoico, viendo amenazas domésticas donde no las hay. El miedo a las alturas, que me saca sudores fríos cuando subo a un avión y este despega y que me obliga a temblar si me asomo a la azotea de un edificio alto, se agravó hace años. Iba andando por territorio familiar y en obras. Unos obreros se habían dejado una trampilla abierta en el suelo y yo pasé por allí. Mi caída al vacío fue de unos dos metros. Me estampé de espaldas contra el piso inferior y me salvó el pellejo el rebotar a medio camino con la escalera vertical por la que acababa de escalar para salir a la trampilla de al lado. A medio vuelo me dio tiempo a pensar un par de cosas. Una de ellas fue: “Menuda manera más estúpida de morir”. Gané cicatrices en la espalda y la prevención de mirar siempre hacia el suelo. Incluso en el fondo de la tierra, si me tocara estar junto al Diablo, recelaría de la tierra bajo mis pies.
Odio esta clase de accidentes: casi electrocutarse uno con un aparato de casa que se estropea, tropezar en la acera con un adoquín suelto y estar al borde de romperse la crisma, resbalar en la ducha. Le ocurren a cualquiera. Un descuido y no lo cuentas. En “Agárralo como puedas” y sus secuelas estos infortunios resultan divertidos, pero en la vida real pueden dejarte secuelas. Un tipo que se queda encerrado en un ascensor. Tiene pánico y cree que se está quedando sin oxígeno. Si padece claustrofobia es posible que, cuando lo rescaten, no vuelva a meterse jamás en un ascensor. Ahí fuera se topa uno con personas que albergan pequeños miedos que son consecuencia de pequeñas tragedias. “Una vez casi me ahogo con un huesecillo de pollo, así que odio el pollo y no he vuelto a probarlo”, te dicen. Es lógico.
Lo último que me ha sucedido (fue la semana pasada) no me disuadirá de utilizar las escaleras mecánicas. No. Pero me lo pensaré dos veces antes se subir o bajar en ellas con una bolsa o un macuto. Al principio, cuando me recuperé del susto y la sorpresa, me pareció una tontería. Por la noche, al meterme en la cama, reviví sin quererlo la sensación. No me la quitaba de la cabeza. El caso es que fui a buscar a mi familia a la estación de autobuses de Conde de Casal, donde desembarcan los zamoranos que no utilizan coche en sus desplazamientos. Me encargué de dos o tres bultos. Entre ellos, una de esas bolsas para guardar los sacos de dormir; contenía ropa. La cogí por las cuerdas, con la mano, y las tensé para acercarlas cuanto fuese posible al cuerpo. Como cuando uno ata en corto a su perro y mantiene su cabeza junto a la pierna. Subíamos por un tramo largo de escaleras mecánicas y algo dio un tirón brutal de mi brazo derecho. Advertí que la cuerda debió romperse o desatarse y estaba enganchada en un escalón. El macuto, sujeto a las escaleras, tiró de mí hasta casi hacerme perder el equilibrio. Imaginé que el mecanismo trituraba la cuerda, luego la bolsa y finalmente mis dedos. De milagro, logré desembarazarme de la cuerda y la bolsa estuvo a punto de destrozarse. Luego, por los golpes, se soltó. Me quedaron marcas y heridas en la mano. Y, un rato después, por culpa del fuerte tirón me dolían la mano, el brazo, el hombro y la clavícula. Como si me hubiera arrollado un tren. Lo olvidé, pero al acostarme no podía quitarme de encima esa sensación de malestar repentino: el tirón, el daño, el susto de ver cómo la máquina engullía la cuerda y el temor a que mi mano pudiese seguir el mismo camino. Por chorradas así, hay gente que ha perdido los dedos.

martes, diciembre 26, 2006

Sobre una carta al periódico

Escribe un amable lector una carta al periódico, refiriéndose a mi artículo Estampas en el vagón. No suelo hacer demasiado caso de estas cartas. Sin embargo, esta vez me ha llamado la atención que entrecomille frases que no ha copiado con exactitud. Y entonces corremos el peligro de confundir las cosas. Se puede leer en la edición de hoy de La Opinión de Zamora. Y se puede comparar dicha carta con mi artículo, que está colgado en este blog. Él dice: No sé lo que le pudo pasar el otro día a este zamorano que, desde la villa de Madrid, llevaba a las líneas de su columna, en "La Opinión-El Correo de Zamora", una imagen algo catastrofista del Metro, en el que según J.A.B. "las líneas no funcionan, los trenes tardan mucho en aparecer y el Metro es una pesadez". Lo que yo escribí fue: También porque el metro, en el fondo, es una pesadez: líneas que no funcionan, trenes que tardan mucho en aparecer o que se averían, apretujones como en una lata de sardinas. Más adelante anota: Menos mal que, J.A.B. según decía, apenas coge el Metro para "evitar gastos y hacer ejercicio". Pero yo puse: Procuro no utilizar demasiado el metro, para evitar gastos y permitir que las piernas trabajen un poco. Y, hacia el final de su carta, escribe: Cuando J.A.B. habla de los usuarios del Metro -mayormente personas de clase baja y media, además de estudiantes- los asocia a "un tarro de esencias con aroma de caspa y violencia", calificativos éstos que conociendo la trayectoria periodística de J.A.B. llegan a sorprender un poco. De entrada, no he hablado de clases sociales. Pero tampoco he asociado a los estudiantes y trabajadores que toman el metro (entre los que se encuentran mi novia y casi todos mis amigos) a la caspa y la violencia. Lo que escribí fue (y se puede comprobar más abajo): Aquello es un tarro de esencias, muchas de ellas con aroma a caspa y a violencia, como esa pelea que mostraron en el YouTube, pero otras son incluso alentadoras. Suena distinto, ¿verdad? Me parece que las expresiones muchas de ellas y otras son incluso alentadoras son vitales para entender lo que yo contaba.
No quisiera que se entendieran estas correcciones mías con un rasgo de acritud. No va por ahí. Lo que me revienta es que, en estos tiempos, parece que algunas personas interpretan los textos a su conveniencia. Pero lo más grave es que llegan a copiar frases nuestras que ni siquiera hemos escrito así. Y eso se me antoja intolerable. Porque el sentido se pierde en algunas de ellas. Quien no conozca mi artículo Estampas en el vagón pensará, al leer la carta de este lector, que me meto con todo el personal que utiliza el metro en Madrid, tachándolos a todos de casposos y violentos. Insisto: mis colegas y mi novia viajan a diario en el metro; y yo también lo hago cuando no me queda otro remedio. Le agradezco al lector su carta, pero le recomiendo que lea mejor los artículos.

Calidad de vida (La Opinión)

Todos, en algún momento, terminamos hablando de la calidad de vida. Yo mismo, sin ir más lejos. Pero ni siquiera recuerdo lo que consideraba calidad de vida porque me parece un término subjetivo, que puede variar con los años. A mi juicio, en estos momentos la calidad de vida significa no perder el tiempo. Tal vez mañana signifique otra cosa. Conocí a un profesor en la universidad que estaba obsesionado con ese tema: no acababa los libros cuyo principio le desagradaba, se salía del cine a media proyección si la película le disgustaba, cambiaba de canal si lo que veía en televisión empezaba a aburrirle. Nos dijo que el tiempo era muy valioso y sólo deberíamos emplearlo para aquello que nos satisficiese. Tenía razón. Aunque, desde mi humilde punto de vista, de lo malo también se aprende. Y nos procura regocijo: de vez en cuando me gusta ver bodrios, de esos en los que al monstruo se le ve la etiqueta del precio en la espalda o se le nota la cremallera al dorso, o de esos subproductos en los que los chinos vuelan por los aires dándose de leches.
En cuanto a calidad de vida no me refiero a lo que argumentaba aquel profesor, sino a la calidad que supone no perder el tiempo de brazos cruzados. No hay calidad cuando nos toca esperar: en las colas de los comercios y espectáculos, en los atascos, en esas actividades que requieren que uno se resigne, suspire y aprenda a ser paciente. Madrid, en ese sentido, y aunque su catálogo de variedades y ofertas es amplísimo, lo bastante para no aburrirnos nunca, ha sido convertida en un lastre en lo que al tiempo se refiere. Dicen que ya era una ciudad repleta de obstáculos y con un tráfico imposible. Pero sospecho que ahora es mucho peor: hay más habitantes, hay demasiadas obras, demasiada suciedad, demasiados coches, y los servicios públicos funcionan como un ano cosido, o sea, de pena. Algún anónimo me acusó hace unas semanas de ser un exagerado en este tema; seguramente no vive en Madrid. Porque basta con pasar una hora fuera, de compras o de papeleo burocrático, para regresar a casa con los nervios desechos: las largas colas para todo, los atascos humanos y los atascos de vehículos, las obras interminables que obligan a dar rodeos y perder la paciencia, los taxis que uno no encuentra cuando necesita, el mal funcionamiento de los autobuses en las paradas, el tren del metro que tarda en llegar, las misteriosas paradas de ese tren en mitad de los túneles (dejando inquietos a los pasajeros y sin saber qué sucede, circunstancia que nunca conocerán Gallardón y Aguirre porque ellos sólo entran en el metro para hacerse la foto y dejarse llevar en una ruta turística y sin sobresaltos por el subterráneo). Les dije que estuve hace poco en Inglaterra; pues bien, a pesar de ser una ciudad gigantesca siempre había taxis circulando, en las paradas de bus siempre vimos varios autobuses listos para recoger pasajeros, la ciudad no se veía atosigada por las obras, en las calles no había suciedad a pesar de escasear las papeleras, los trenes corrían como una bala y apenas te tocaba esperarlos. Es, al menos, lo que yo vi durante casi tres días. Rapidez. Eficiencia. Puntualidad. Tiempo ganado.
Para mí, la auténtica calidad de vida consiste en varias cosas. Una de ellas es vivir en una ciudad con cientos de ofertas, pero sólo por el placer de tenerlas a mano: estoy mejor en casa, leyendo, mientras el ruido crece fuera. Y consiste en no perder el tiempo en colas, atascos y servicios públicos con averías. Por eso una semana en Zamora nos viene de maravilla a algunos. Aquí no se pierde tiempo. Se gana. Quizá esa sea la verdadera calidad. Y, si uno vive en el campo, ni les cuento.

domingo, diciembre 24, 2006

Manifiesto de los nuevos puritanos


Estoy leyendo un libro titulado Los nuevos puritanos. Se trata de un volumen de relatos de autores ingleses. De momento, cuelgo la portada original. En España lo publicó Debolsillo. Los cuentos me están encantado, salvo un par de excepciones. Los autores seleccionados hicieron una especie de manifiesto a lo Dogma. Su cometido era ajustarse a esas reglas, a ver qué salía. Pongo aquí las normas y cuando acabe el libro hablaré de sus relatos.
El Manifiesto:
1º- Ante todo narradores, nuestro estilo es el narrativo.
2º- Somos escritores de prosa y reconocemos que ésta es la forma predominante de expresión. Por ello evitamos la poesía y la libertad poética en todas sus formas.
3º- Pese a que reconocemos el valor del género de ficción, sea clásico o moderno, siempre nos dirigiremos hacia horizontes nuevos, destruyendo las expectativas del género existente.
4º- Creemos en la simplicidad del texto y prometemos evitar los recursos estilísticos: retórica, incisos del autor.
5º- En nombre de la claridad, reconocemos la importancia de la linealidad temporal y evitamos las escenas retrospectivas, las narrativas temporales duales y los presagios.
6º- Creemos en la pureza gramatical y evitamos toda puntuación elaborada.
7º- Reconocemos que los trabajos publicados son también documentos históricos. Como fragmentos de la época, todos nuestros textos están fechados y transcurren en la actualidad. Todos los productos, lugares, artistas y objetos que aparecen son reales.
8º- En nuestra calidad de representantes fieles del presente, nuestros textos evitarán toda especulación improbable o incognoscible sobre el pasado o el futuro.
9º- Somos moralistas, por consiguiente todos los textos presentan una realidad ética reconocible.
10º- Sin embargo, nuestro objetivo es la integridad de expresión, por encima y más allá de cualquier compromiso con la forma.
[FELICES FIESTAS Y FELICES LECTURAS NAVIDEÑAS]

Apocalypto (La Opinión)

Este miércoles hubo un pase especial para la prensa de "Apocalypto", dirigida por Mel Gibson y nominada a Mejor Película de Habla Extranjera en la última edición de los Globos de Oro: recordemos que los protagonistas hablan en maya. No suelo asistir a estas proyecciones para la prensa, pero la película no se estrenará hasta enero y, como tengo una predilección especial por las obras de Gibson tras la cámara, no quise perdérmela. Fue en unos cines madrileños.
"Apocalypto" es una gran superproducción, técnica y artísticamente hablando, y su equipo lo forman varios ganadores del Oscar. Gibson nos acerca a los prolegómenos del derrumbe de la civilización maya, pero no estamos ante un documental ni un tratado de historia, sino ante una película hinchada de adrenalina, cien por cien vértigo y acción. Por eso, lo que se nos cuenta es la historia de un cazador, Garra de Jaguar, que deberá afrontar su miedo y superarlo durante las circunstancias más peligrosas y siguiendo los consejos de su padre, quien afirma que el miedo es una enfermedad que nos devora por dentro. El argumento es sencillo: la aldea de los protagonistas es arrasada por una tribu enemiga que captura a hombres y mujeres y abandona a su suerte a los niños. Es sencillo porque lo que le interesa a Gibson, una vez más, es arrebatarnos con las imágenes y las emociones. Aunque estén subtitulados, hay pocos diálogos, apostándolo todo, como en "La Pasión de Cristo", al hechizo de los planos, al poder de la música y de las resoluciones de los personajes, a la riquísima puesta en escena, a la evocación de la violencia y al trabajo de los actores, la mayoría sin experiencia cinematográfica. El reparto, en este sentido, constituye un acierto. Especialmente en el caso del cazador que centra el relato, Garra de Jaguar (Rudy Youngblood), y en su antagonista, un hombretón (Raoul Trujillo) que recuerda ligeramente al mítico Magua de Michael Mann, pero aún más fornido y temible. Leí que, a este actor, Gibson le dijo: «No tienes que intentar dar miedo. Tú das miedo».
"Apocalypto" compendia las grandes virtudes y pequeños defectos de la obra de Mel Gibson. Entre las virtudes: su capacidad de emocionar al espectador, ponerlo al borde de la butaca y obligarlo a comerse las uñas; de provocarlo con situaciones tensas y ríos de sangre; su impecable factura artística (música, montaje, fotografía, dirección) y el trasfondo que late bajo la acción y el ruido; su cine suele entretener, pero siempre esconde un mensaje o una alegoría. En este caso, las señales van surgiendo a medida que Garra de Jaguar acomete su viaje a la fuerza: las citas al principio de la película, las profecías, los mismos errores cometidos por el hombre, hasta demostrarnos que somos iguales en todas las épocas, no importa que usemos lanzas o metralletas. En cuanto a los defectos, ya los conocen: las licencias narrativas e históricas (pero, ¿quién no maneja esas licencias en el cine?), cierto maniqueísmo en un par de personajes (por fortuna, no en ese Magua gigantón) y su gusto por manipularnos. Con esos defectos y virtudes "Apocalypto" se erige en un espectáculo visual que deja huella. Los primeros minutos son los únicos que propician cierta calma. Luego, nos mete en una montaña rusa. Para el cinéfilo incluye ecos de "La presa desnuda", "El último mohicano", "La selva esmeralda": en las luchas, en los planos, en ciertas situaciones. Me interesa reseñar, también, sus obsesiones por la simbología, latente en objetos (la muerte ronda cuando a un hombre le arrancan su collar), en trances corporales (el humano renacido) y en personas (la niña visionaria), y por los calvarios físicos y morales.

Habitante incierto (La Opinión)

Venía de hacer un recado y me encontré a una vecina merodeando por el portal. Comprobaba las puertas de acceso a las escaleras que conducen al garaje y las que dan al cuarto de la limpieza y otras habitaciones de servicio. Me preguntó si tenía llave de esa primera puerta. Estaba abierta y quería que alguien la cerrase. Comprobé que, en efecto, estaba sin tranco y en las escaleras se habían averiado las luces. La mujer, entonces, procedió a explicarme sus razones para andar revisando las puertas del inmueble y asegurarse de que estuvieran accesibles sólo para los vecinos.
Esa vecina vive en el último piso del edificio. Por encima de ella se encuentran las buhardillas y los trasteros. Antes de entrar en ese espacio hay una pequeña antesala en la que se oye rugir el mecanismo del ascensor y en la que, a veces, los vecinos dejan las cajas que no sirven o apilan algunos cachivaches temporalmente. La tarde anterior ella había subido a buscar algo y todo estaba en orden. A la mañana siguiente, sin embargo, al salir de su piso olió a orines en el ambiente. Me dijo que, al principio y nada más sentir la vaharada fétida del pis, creyó que eran imaginaciones suyas, fruto de su obsesión con las meadas de la calle (no es para menos: cerca del portal apesta a las evacuaciones con las que los alcohólicos españoles, los camellos marroquíes y los africanos juerguistas riegan a diario los coches, las esquinas, los contenedores y las aceras). Es un hedor profundo, que se le mete a uno en las entrañas, y que se advierte de manera notable cada día, pero especialmente en las noches de sábado y durante las mañanas de domingo. La vecina subió al descansillo y se encontró un plato de dudoso gusto y aroma: excrementos y orines humanos. Una plasta y un charco. La mujer aún parecía mareada del olor y de la impresión. Se sabe que son evacuaciones humanas por dos motivos. Primero, porque ningún vecino tiene animales. Segundo, y esto lo sabrán quienes hayan tenido mascotas, porque los perros y los gatos no hacen en el mismo sitio sus necesidades. Al contrario que los humanos. Un perro o un gato mean y luego defecan, pero lo hacen en zonas distintas.
La mujer estaba aterrada porque eso significa una cosa: alguien se había colado en el edificio durante la noche, había subido a dormir y a hacer sus necesidades fisiológicas y matutinas. Pensé de inmediato en algún vagabundo, o en uno de los alcohólicos de la plaza, que no habría resistido el frío a pesar de dormir encima de la rejilla de calefacción del metro. Pero también es posible que no fuera un pobre hombre sin casa. ¿Quién sabe con lo que se puede topar uno en estos tiempos? Podría ser un criminal, un fugitivo, un chiflado, un desvalijador de apartamentos con poco oficio a cuestas, un borracho extraviado en la noche. No conviene fiarse. Y a nadie le gusta que en su edificio duerma un extraño que deja, al despertarse, un pastel hediondo salido de sus intestinos. La vecina quería poner uno de esos avisos que ruegan a los vecinos que se aseguren de cerrar bien todas las puertas. Yo mismo le puse el tranco a la puerta de acceso al garaje. Estuve dándole vueltas al asunto. Lo más fácil es que el intruso se colara por la puerta principal. Tarda en cerrarse y algunas noches hay juerguistas o camellos sentados en el escalón del portal. Una noche saludé a unos españoles jóvenes, bastante animados, que estaban en ese escalón. Cuando subimos, los tipos aprovecharon para entrar a hacer un poco el tonto y reírse. Antes de meternos en casa tuvimos que bajar a pedirles que se fueran. Me han contado que en el edificio no es la primera vez que se mete un habitante incierto. Nadie lo ve, pero deja huellas.

viernes, diciembre 22, 2006

Two for the Road



Esta mañana salí a comprarme esta maravilla. La edición del coleccionista de Dos en la carretera. Tenía la anterior edición que sacaron a la venta, pero era pobretona. Hay películas que enamoran. Esta es una de ellas. No me canso de verla. Es el retrato más certero y devastador de las relaciones de pareja. Y menudo cartel que se juntó para hacerla: Audrey Hepburn, Albert Finney, Jacqueline Bisset, Stanley Donen, Henry Mancini, Frederic Raphael. Si alguien no la ha visto, ¿a qué espera?

Visiones 2006. Antología Española de Fantasía y Ciencia Ficción


La Antología Visiones 2006, al parecer, ya está en librerías. Aún no dispongo de ejemplares y supongo que no los tendré hasta el año que viene porque hoy mismo me voy a Zamora. Así que os dejo la portada con una mejor resolución y el índice de cuentos y los autores que colaboramos:
Selección de Mariano Villarreal
Nacidos en el Estrecho por Fran Ontanaya / Tiempo por Albino Hernández Pentón / Diagnóstico preventivo por Sergio Mars / Entre las sábanas por Germán Amatto / Duro como una roca por Sergio Gaut vel Hartman / Destellos de oscuridad por Sergio Mars / Invasión por Ismael Martínez Biurrun / Después del último aliento por Tomás Donaire Mendoza / El dios reflejado en el espejo por Jose Miguel Vilar Bou / Hijos del pantano por David Prieto Ruiz / El coche rojo por Luisa María García Velasco / Su carne en mi carne por Alicia Sánchez Martínez / Violines en el cementerio por José Angel Barrueco / Esperando que mi vida comience por Carlos Mateos López / El hombre del saco por Carlos Martí Mezquita
[Nota: Algunas personas me han preguntado dónde conseguir Mundolavapiés. Me dijeron ayer que, de momento, está en La Casa Encendida, pero que en breve lo tendrán en La Casa del Libro, Fnac, etc. Cuando vuelva de Zamora tengo que comprarle un ejemplar a un colega; así os podré decir lo que cuesta, porque sigo sin saberlo]

Apagones (La Opinión)

A las once de la noche, y durante dos días consecutivos, se fue la luz en mi barrio madrileño. Siempre mantengo el pc encendido y con estos cortes de electricidad el ordenador corre el peligro de averiarse. Cortaron la energía justo cuando andaba buscando algo en internet. Duró un rato. Luego se restableció durante unos cinco minutos, o menos, y la luz volvió a irse. En ambas ocasiones me asomé a la calle para comprobar si es cierto que, en las grandes ciudades, cuando hay un apagón salen de debajo de las piedras los criminales, los cacos de poca monta y los violadores. Sin embargo, todo estaba demasiado tranquilo. Como si, con la desaparición de la luz, la gente no saliera de debajo de las piedras, sino que corriera a refugiarse en ellas. Se respiraba una atmósfera pacífica, lo cual me extrañó. Entonces pensé en los comerciantes a los que estos cortes afectarían: los propietarios de restaurantes con comensales en sus mesas, los tenderos que tendrían compradores dentro de su tienda y que podrían robarles algunos productos (a esas horas aún hay fruterías, kioscos y locales de alimentación abiertos, dado que los chinos y los hindúes trabajan el doble que los españoles). Pensé en personas atrapadas en ascensores o quedándose desvalidas en plena ascensión por una escalera. La única iluminación provenía de los faros de los escasos coches y motocicletas que surcaban la negrura de vez en cuando. Esa serenidad en el ambiente me inquietó.
Observando a algunos ciudadanos andar por la calle a oscuras, con riesgo de tropiezo, me vino a la memoria el apagón de hace años en mi tierra, Zamora. Sólo recuerdo que fue en los noventa. Duró lo suficiente para pasear por el casco antiguo, sumidos en la tiniebla, para meterse por callejuelas estrechas y practicar actos impúdicos e inconfesables, para patear la ciudad desde el entorno de La Catedral hasta La Marina, donde vivía por aquel entonces. Admito que Zamora, totalmente disfrazada de luto, adquirió un encanto siniestro y enigmático. Ya tiene encanto, pero es de otro tipo, no es siniestro y mucho menos enigmático. En Madrid no me pareció oportuno salir a la calle y recorrer el barrio. Ya he dicho que en la capital conviene desconfiar hasta de la propia sombra, no siendo que te aseste una puñalada trapera.
Hubo tres cortes de luz en menos de una hora, en Madrid. Era impresionante verlo todo a oscuras. Un barrio tan proclive a la sangre y al latrocinio. Al día siguiente, y en torno a la misma hora, se fue la luz un par de veces. También cortaron el suministro de agua. En esta ocasión el apagón duró una hora, más o menos; quizá fueran cincuenta minutos. Durante estos cortes de luz el hombre contemporáneo no sabe qué hacer. Nuestra existencia depende de los aparatos. Sin televisión, sin ordenador ni internet, sin bombillas que nos alumbren, no sabemos qué hacer. Sólo rogamos al cielo que la electricidad se restablezca pronto. Pero, como me niego al aburrimiento y a cruzarme de brazos, tomé una resolución: me puse a leer a la luz de las velas. Debería haber leído un cuento de terror, pues un escritor clásico aconsejaba afrontar las historias de miedo bajo el resplandor de las velas, para que el terror repte a nuestro alrededor de forma más efectiva y penetrante. Debería haberlo hecho, pero no lo hice. Aunque consumo muchas historias de terror (novelas, cuentos, películas, series, documentales), soy aprensivo respecto a los juegos de sombras y luces. Al final dieron la luz y el ordenador superó la prueba. No he encontrado en la prensa rastro alguno de los motivos del apagón durante dos días y a la misma hora.

jueves, diciembre 21, 2006

Speaker's Corner




Hasta aquí, de momento, mi aportación. La miga la dejaré, como ya dije, para algún cuento o quizá una novela. Si alguien quiere saber detalles más puntuales le remito al blog viajero de Doc, uno de los amigos con quienes fui a Inglaterra. Tarde o temprano, colgará fotos y datos jugosos en su espacio.

Londres (y 2) (La Opinión)

Resulta muy extraño ver cómo el sol, a las dos de la tarde, empieza a descender. A las cuatro ya era noche cerrada. Antes de las cuatro recorrimos la orilla sur, cerca de los numerosos puentes que cruzan el Támesis: Millenium, Waterloo, Southwark, Golden Jubilee, Blackfriars. Al fondo se recortaba la silueta del Big Ben. Comimos en la calle, en Charing Cross Road. Me hubiera gustado ver la librería del número 84, pero no hubo suerte. En Embankment nos topamos con una especie de botellón de protesta: cientos de jóvenes disfrazados de Papá Noel, con latas de cerveza y monedas de chocolate. Nos subimos a un autobús de doble piso y pasamos por Trafalgar Square, la National Gallery, el Monumento a la Guerra de Crimea, Picadilly Circus (con sus luminosos y su decoración navideña), hasta llegar a Carnaby Street, en el barrio del Soho. Los ingleses ya estaban dentro de esas tabernas con nombres de animales, tomando pintas de cerveza. Las calles de esa zona constituyen una delicia para la vista. Casas y fachadas antiguas, centros comerciales, puestos de fruta y verdura, librerías, sex shops, tiendas de moda, de lencería, de bizarre y de coleccionismo, restaurantes, pubs, cafés. Tomamos unas pintas y, a las seis de la tarde, tuvimos la impresión de que eran las diez de la noche. El ambiente era embriagador. Tras la pausa deambulamos por el St. James’s Park, vimos el exterior de la imponente Abadía de Westminster, fotografiamos el Big Ben y el Parlamento, sentimos en la piel el fabuloso aire helado londinense y volvimos al Soho, siempre muertos de frío. El barrio es una maravilla y por sus arterias cruzan de continuo los peatones, esos taxis con bicicleta y otros vehículos. Regresamos al hotel y me metí en la cama a las dos y media de la madrugada, molido.
Nuestro vuelo de regreso a España salía el domingo por la tarde, de modo que aprovechamos la mañana, aunque llevábamos las maletas a cuestas tras pagar el hotel. Fuimos al mercado de Camden Town y su entramado de callejuelas, canales, barcas, viviendas como las que habrán visto en “Billy Elliot” o en el cine de Ken Loach, y sus tenderetes de regalos, bisutería, ropa, gominolas, dulces, crepes y sus barracas de comida especializada: árabe, mejicana, argentina, africana, china, venezolana, etcétera. La gente (la mitad, o más, éramos españoles) compraba una fajita o una hamburguesa o un bol de arroz y comía de pie, cerca del abigarrado centro de la Little Venice. El aire olía a fritura, pero a una fritura deliciosa en la que se mezclaba el aroma a salchicha blanca, a filete de carne, a cebolla a la plancha y a especias. Curioseé por una librería de viejo y compré un libro y varias camisetas. Los comercios, el olor del ambiente, el agua de los canales, los tejados, las fachadas de ladrillo, el bullicio continuo, las vanguardias, las pequeñas chimeneas y el colorido brindan una imagen difícil de olvidar.
Tras esa visita fuimos a buscar el autobús que nos llevaría al aeropuerto de Luton, al norte de Londres. Lo cogimos en Speaker’s Corner, en Hyde Park. Allí, junto a la hierba del parque y las ardillas que parecen posar para las cámaras, observamos a los oradores. Se suben en taburetes y sueltan sus chifladuras políticas o religiosas. Un tío, encaramado a una escalera, agitaba una bandera y pronunciaba salmos. Otros discutían con su público. Un viejo permanecía inmóvil y silencioso y se había colgado un cartel con la inscripción “Ateísmo cristiano” (sic). Abandoné esta exquisita ciudad totalmente rendido por su ambiente, su arquitectura y su magnificencia. Sólo ahora entiendo la pasión de la gente por Londres y su mixtura cuajada de equilibrios. Visitarla por primera vez se parece un poco a enamorarse en la adolescencia.

Tenderete y botellón de protesta


Puesto callejero de fruta, verdura y bocadillos, junto a una iglesia. En la pizarra pone, entre otras cosas, "Spanish Chorizo". Abajo, concentración de cientos de jóvenes, disfrazados de Papá Noel y bebiendo cerveza.

miércoles, diciembre 20, 2006

Tomás Sánchez Santiago, Premio de Novela Ciudad de Salamanca


Hoy he leído muy tarde la prensa. Y me acabo de enterar de la grata noticia: el poeta y amigo Tomás Sánchez Santiago (hace unos días puse una cita de uno de sus libros) acaba de obtener el Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Intuyo que es el mismo libro (una novela-de-relatos) que lleva años escribiendo y del que pude leer una muestra hace tiempo, un magnífico cuento titulado Los cocineros se aburren a las cinco. Se titula Calle Feria y os puedo asegurar que está ambientado en Zamora, aunque en los textos no se diga. Reconozco que llevo años dándole la brasa para saber cuándo se iba a publicar este libro, que me muero por leer.

Casualmente, ayer la Junta presentó el Catálogo Escritores de Castilla y León, donde dicen que hay notables ausencias, entre ellas la de Tomás Sánchez, no sólo un poeta siempre alejado de enchufes y servilismos, sino uno de los mejores escritores de este país (echen mano a Para qué sirven los charcos, La secreta labor de cinco inviernos, Salvo error u omisión, El que desordena...) Pero ya conocemos la recompensa de ir a nuestro aire: el ninguneo. Enhorabuena por el premio, Tomás. Lo mereces.

[Nota: la foto pertenece al diario El Mundo - La Crónica de León]

Pase de prensa


A las 10 de la mañana hay un pase especial para la prensa en los cines junto a la Estación de Príncipe Pío. Proyectan la película Apocalypto, dirigida por Mel Gibson.
Me voy a verla. Ya os contaré un día de estos. El trailer, aquí.
[Nota: en El Lector Sin Prisas puedes leer ya mi nueva reseña, sobre Vinieron como golondrinas, novela de William Maxwell]

Londres (1) (La Opinión)

Las primeras estampas con las que me obsequió Londres al pisar sus calles demuestran su condición de ciudad llena de contrastes, en armonioso equilibrio. Veníamos del aeropuerto de Gatwick en tren. Al salir de la Estación Victoria, cerca de Westminster, tropezamos con un enjambre nocturno de viajeros, turistas, transeúntes, policías con casco de tipo “Bobby”, juerguistas, autobuses rojos de dos pisos, taxis negros y un bullicio magnífico. A un paso estaba el metro. Y, al salir del subterráneo en Lancaster Gate, la segunda imagen, de madrugada: las aceras próximas a Hyde Park y Kensington Gardens, repletas de pequeñas casas antiguas con verjas de hierro forjado en la entrada y pisos en el sótano, con cabinas telefónicas de color rojo y un aire navideño y silencioso, sin apenas gente por la calle. Nos alojamos en el Averard Hotel, edificio de espléndida fachada victoriana y decoración clásica. Las habitaciones eran calurosas y confortables. La ventana del cuarto que yo ocupé daba a una angosta callejuela donde se veían las escaleras de hierro, de servicio, y donde las palomas dormitaban: su aspecto me recordó a esa gran comedia inglesa, “El quinteto de la muerte”.
Éramos siete y nos metimos en dos habitaciones. El hotel incluía un copioso desayuno. El sábado salimos a las nueve de la mañana. No regresaríamos hasta las dos de la madrugada. Confieso que no estaba preparado para la belleza de la ciudad. Mi memoria conservaba innumerables referencias del cine, de la literatura y de los libros de historia, pero no las había cruzado. Juntas casi conforman el mosaico que es Londres, un lugar que te atrapa y fascina y en el que los monumentos antiguos conviven en armonía con los edificios nuevos. Esa es la característica que más me entusiasmó; y la sensación de pasear constantemente por otro siglo, sin el agobio de los rascacielos, grúas, obras, suciedad, neones y desorden que atosiga a otras grandes urbes, como Madrid. Nuestra visita comenzó en Tower Hill. Al fondo se divisaba la Torre de Londres. Caminamos hasta el Tower Bridge. El aire cortaba la cara y los dedos de los pies y de las manos. En los árboles, encima de las ramas con forma de garra, graznaban los cuervos. De vez en cuando veíamos pequeñas iglesias y edificios de ladrillo, ambos bien conservados. Paseábamos por la orilla del Támesis, alternando la mirada al río revuelto con vistazos a la fortaleza de la Torre. Me asomé a ver la reja de La Puerta del Traidor y un colega me contó que por allí entraban los prisioneros, a bordo de una barca, y luego subían las escaleras hasta ser encerrados en las mazmorras.
Pasamos por La City (el centro financiero) y por el pub The Hung Drawn and Quartered que contiene una placa con cita de Samuel Pepys (el término viene a significar “Colgado y descuartizado”); junto a la Catedral de St. Paul observé los movimientos de las ardillas, cruzamos el Millenium Bridge para llegar hasta el Globe, ese teatro que habrán visto en “Shakespeare in Love”. En torno al Globe proliferaban puestos de comida y vino caliente, souvenirs y baratijas. Cuando, tras una visita guiada, entramos en el teatro y nos sentamos en las gradas para asistir a una representación de “San Jorge y el Dragón” en clave de comedia, casi se me saltan las lágrimas de entusiasmo. Hay que estar dentro para saber lo que se siente, para que se te erice el vello de la nuca. Compramos un perrito caliente con cebolla en un puesto callejero. También vendían alimentos españoles. Estábamos en la orilla sur, en Southwark, un entramado de hermosas casas viejas por cuyas aceras vimos cantantes, mimos y tenderetes de libros de segunda mano. Eran las dos y ya se estaba poniendo el sol.

Cruzando el Támesis


Eran alrededor de las dos y media y el sol ya se estaba poniendo.

martes, diciembre 19, 2006

Mundolavapiés. Libro DVD Participativo



Ya tengo un ejemplar. Aparece mi artículo Disturbios en Lavapiés. Reconozco que me ha sorprendido. No esperaba una edición tan elegante, sobre todo porque es un libro sin editorial y sin apenas subvenciones, publicado por el autor que recopiló los trabajos, el fotógrafo Julien Charlon. La edición contiene fotografías en color y en blanco y negro, papel de calidad, citas, textos amplios, diversos tipos de letra...

Y esta es la contraportada. Cada ejemplar incluye un dvd (aún no lo he probado) que recoge los textos íntegros del libro, además de otras fotografías, ilustraciones, documentales, cortos, música. Ignoro dónde lo venden y a qué precio. Lo que sospecho es que quedará como una pequeña joyita de coleccionista. Enhorabuena, Julien.

Aeropuertos (La Opinión)

Los aeropuertos son lugares algo caóticos, donde se pierde el tiempo, la paciencia o la maleta. Tras el once de septiembre, además, estos problemas se han agravado. Estos días he vuelto a comprobarlo. El viernes por la tarde, en el aeropuerto de Barajas, vi una cola de gente ante los mostradores de Air Madrid. Personas cansadas, atrapadas allí hasta que salga su vuelo o les devuelvan su dinero. Para entrevistar a los viajeros había varios reporteros con las cámaras al hombro y los micrófonos en la mano. Un hombre que hablaba con uno de los periodistas mostraba una expresión de derrota, entre el cabreo y la impotencia. Quedarse colgado en un aeropuerto es una de las pesadillas más insoportables que puedan padecerse en estos tiempos: lo sé porque hace años perdimos un avión en Tenerife y pasamos allí el día entero hasta que logramos otra plaza. No se puede describir certeramente la sensación de abandono que uno experimenta: hay que vivirlo.
Este viernes entré en el aeropuerto a las seis de la tarde. Cuando el avión despegó eran las nueve y media. Aunque no haya retrasos, el periplo por el que uno atraviesa es desolador: facturar la maleta, aguardar dos horas sentado, pasar a las salitas de espera de embarque, sufrir numerosos controles. No sé cuántas veces he enseñado el carnet de identidad en estos días. Y la tarjeta de embarque, claro. En uno de los últimos controles la mujer que pedía la documentación estuvo comparando mi cara con la que aparece en el carnet, y frunció el ceño como si el tío de la foto y yo no fuéramos la misma persona. En el control del escáner las cosas han cambiado desde la última vez que tomé un avión, hace ya varios años. El miedo a los ataques terroristas ha forzado las medidas de seguridad hasta un límite que roza lo absurdo. En Barajas te piden que, en una bandeja de plástico, dejes el abrigo que llevas puesto, el cinturón de tus pantalones, la cartera, las llaves, el teléfono móvil y cualquier otro objeto que guardes en los bolsillos, aparte de esa bolsita de plástico transparente en la que hay que introducir los pequeños objetos de mano. Cuando, sin problemas, pasé la inspección, vi que, en el puesto de al lado, a un hombre le decían: “Por favor, abra la maleta y saque sus tijeras”. Aunque hayan dejado claro que no se puede pasar al avión con tijeras o cortaúñas, aún existen pasajeros que intentan colar la pelota. A nuestro regreso fue peor. Estábamos en la Gran Bretaña y, aparte de dejar en una bandeja el cinturón, las llaves, la cartera, el móvil, el abrigo y cualquier otro objeto permitido que lleváramos en los bolsillos del pantalón, nos hicieron descalzarnos. Produce cierta vergüenza quitarse las botas delante de un policía y ponerlas en la cinta móvil del escáner. Pero aún es peor lo siguiente: en calcetines, sin cinturón y sin abrigo, a algunos nos hicieron entrar en una cabina de cristal. Dentro, hay que colocar los pinreles en dos marcas pintadas en el suelo, alzar los brazos y poner las manos encima de la cabeza, como si fueran a detenerte, y esperar a que te escaneen. Un tipo te observa mientras estás dentro y una mujer comprueba en su pantalla que todo está en orden. Se notaba cachondeo entre quienes sufríamos estas medidas. De vuelta, además, tuvimos una hora de retraso.
En esos controles tuve que mostrar varias veces la tarjeta de embarque, pero no el carnet, al contrario que en España. En Barajas, de regreso, vi unas quince maletas perdidas, allí solitarias. Maletas que una vez se extraviaron y que ya sacaron de su extravío. Y viajeros buscando las que les acababan de perder. Estuve en Londres, una ciudad preciosa e inolvidable. Lo contaré mañana y pasado.

lunes, diciembre 18, 2006

Lo que compré en Camden Town

La maravilla de la izquierda la compré en una librería de viejo del mercadillo de Camden Town de Londres. Me costó cinco libras, de segunda mano. Es la edición inglesa de los cuentos seleccionados para Where I'm Calling From, de Raymond Carver. La pena es que no encontré los relatos de John Fante, inéditos en España. En dicho mercado pillé tres camisetas de recuerdo: la típica con el símbolo del Underground, una de Los Goonies y otra de Regreso al futuro.
Llegué a casa el domingo por la noche, a las once y media. Demasiado roto para actualizar el blog. He colgado los artículos del fin de semana y ya comentaré el viaje en un par de columnas. Para hablar a fondo del tema y de lo fascinado que me dejó la ciudad, me temo que tendré que escribir algún cuento o meterlo en una novela. Ya veremos. (Un abrazo para los que me desearon un buen viaje)

La bitácora de Figueras (La Opinión)

A menudo tenemos delante a buenos escritores y no reparamos en su nombre. Quizá por descuido, olvidamos su identidad y no buscamos sus huellas por ahí. Con el último autor que me ha ocurrido es con el argentino Marcelo Figueras, escritor de la quinta del sesenta y dos. Cuando en El País abrieron su sección de blogs, apunté la dirección en mi lista de favoritos. Se llama “El Boomeran(g). El blog literario latinoamericano”. Reúne el trabajo diario o casi diario de unos siete escritores. Entre ellos está Javier Rioyo, que hace unos días habló muy bien de mi colega Oscar Esquivias, cuya segunda parte de una trilogía sobre Burgos y la guerra civil estoy esperando que aterrice en mi buzón: “La ciudad del Gran Rey”. De todos estos autores del “Boomeran(g)” leo siempre textos aislados, dependiendo del tema o de las ganas que tenga de lectura en pantalla.
Y hace tiempo me enganché a la sección de Marcelo Figueras. No voy a entrar en comparaciones con los otros miembros de la bitácora. Cada cual tiene su estilo. Sólo apuntaré que los textos de Figueras me engancharon porque nuestras inquietudes coinciden y porque cultiva el mismo tipo de artículo que yo trato de hacer a diario (es lo que trato de hacer: ustedes juzgarán si alguna vez lo consigo): artículos en los que se mezclen la memoria, la experiencia cotidiana, los libros, el cine, algunas series de televisión, los viejos héroes de la infancia, la música. Empezó escribiendo entradas en el blog (“posteando” es el término que se utiliza en la blogosfera) en febrero de este año. Lamento haberme enganchado tarde, pero eso tiene un remedio: basta con ir leyendo las entradas anteriores, guardadas en el archivo. En ocasiones no estoy de acuerdo con Figueras en tal o cual opinión sobre determinado libro o determinada película. Pero eso es lo saludable: si todos coincidiéramos en los mismos gustos, esto sería muy aburrido. Procuro practicar lo que otros no hacen: si no coincide mi opinión con la del autor que leo, me digo: “Bueno, es sólo una opinión, la suya”, y no me dedico a apedrearlo con insultos anónimos, como he visto en tantas otras bitácoras. Figueras nos habla un día del corte de luz en su casa, que le impidió trabajar y afeitarse, y otro día de la nueva película de James Bond, o del libro que acaba de comprarse. Ahora estoy leyendo la bitácora desde el principio.
Comentaba en la primera línea que a veces tenemos delante a buenos escritores y no reparamos en ellos. Esto viene a cuento porque una mañana me dio por leer la biografía de este argentino. Quería conocer su currículum, saber qué había publicado y en qué proyectos se involucraba. Y aquí llegó mi sorpresa, pues he estado admirando alguno de sus trabajos sin saberlo, es decir, sin recordar su nombre y apellido, como si su identidad fuera una voluta de humo para mi memoria. Bien: él escribió el guión de “Plata quemada”. Con esto basta para encumbrarlo a los altares, pues “Plata quemada” es una de las mejores películas argentinas que he visto. Escribió los guiones de “Rosario Tijeras” (gran novela de Jorge Franco) y de la célebre “Kamchatka” (basada en su propio libro). Tenía ganas de ver ambas películas y al final me las perdí cuando se estrenaron. La primera, curiosamente, la guardo en casa desde hace tiempo, a la espera de un hueco para verla. Ahora trato de hacerme con una copia de la segunda. El guión de “Peligrosa obsesión” también es de su cosecha. La semana que viene saldré de caza por las librerías, en busca de algún libro suyo. “Kamchatka”, por ejemplo. Lean a Figueras. Su estilo y sus gustos y los temas elegidos valen la pena.

Histeria prenavideña (La Opinión)

Algo anómalo le sucede a la gente. Sale uno a la calle a dar un paseo y lo nota. Pero no le falta su explicación: antes nos poníamos nerviosos al empezar las navidades, ahora nos ponemos unas semanas antes porque, insistiremos en ello, nos han inculcado una nueva costumbre, que es hacernos creer que ya es Navidad. Tras un día repleto de lecturas, escrituras, titulares, reseñas, correos, con la cabeza como una olla a presión, decido salir a dar un paseo. Una de esas caminatas con el único objetivo de mover los músculos de las piernas y tomar el aire helado de diciembre. Demasiada gente por las aceras, y demasiado agobiada. Alberga uno la impresión de que todos caminan deprisa y furiosos. Hago una ruta: tiro por Atocha, llego hasta Claudio Moyano, atajo hasta llegar a Huertas, me fijo en las calles con nombres de autores clásicos y, como aún he caminado poco, decido meterme por Sol y ver el follón prenavideño, que es una cosa de locos, y luego entrar en la librería más próxima de El Corte Inglés, por hacer algo, por ver si tienen saldos, por escudriñar las novedades, por observar el comportamiento de los compradores.
Cuando me detengo en el primer anaquel, siento la electricidad y la furia flotar en el aire. Una señora pasa a mi lado deprisa y, al hacerlo, casi me derriba con el codo. Por supuesto, no se disculpa. Si lo hubiese hecho yo, los vigilantes ya me habrían invitado a abandonar el establecimiento. Me fijo en que los compradores, al contrario que otros días (y merodeo por las librerías todas las semanas), no hablan, no preguntan, no piden, sino que gritan, exigen, se encienden. Es lo que le ocurre a un señor mayor de pelo blanco que habla por el móvil con la que, supongo, será su esposa. Le ha encargado un libro, pero no se aclaran. El tío comienza a ponerse más y más violento porque no encuentra el libro que le ha pedido o porque las explicaciones no son buenas. Suelta tacos y blasfemias, se despeina, jura a gritos que en su “puta vida” volverá a ir a buscarle a ella un libro. Se defeca de palabra en tanta gente que prefiero no transcribirlo aquí. Cuando estoy a punto de irme, el hombre cuelga, diciendo que ya está bien, que a cuenta de la llamada le han gastado el dinero, que hasta aquí vamos a llegar. Como todos están mirando, incluidos los vendedores y las cajeras que no dan crédito, el fulano se pone a explicar a gritos lo que ocurre, como echándole la culpa a la mujer del otro lado del teléfono, a la que ha colgado. ¿Se puede tener una disputa conyugal a causa de un libro? Bueno, quizá esta sea la prueba. A punto de salir, advierto de nuevo que las personas no hablan con la naturalidad de otros días. Vocean, se ponen nerviosas, han abandonado la amabilidad. Hay tal jaleo allí dentro, y también fuera, que decido irme a casa, a refugiarme en el silencio y a huir de esta locura colectiva, que queda perfecta en Nochevieja, pero no ahora, no tan pronto.
De regreso, más habitantes nerviosos, alterados. ¿Qué le ocurre a la gente? A la rutina y a la locura cotidiana se han sumado la furia y las prisas por comprar, por hacer los recados dos semanas antes, por resolverlo todo sabiendo que no vamos a lograrlo, conscientes de que, a pesar de las previsiones y los problemas resueltos con antelación, las dos tardes previas al día de Navidad serán un caos. No me disgusta el ambiente de estas fechas, aunque me agobia. Y más cuando ni siquiera hemos entrado en las navidades. Vuelvo a casa. Como alguien que huyese de una plaga. Al entrar, paladeo el silencio; es un colchón confortable para los oídos. Silencio. Luego, me tumbo y leo un relato. Llevaba una hora sin paz y casi me da un ataque.

Estampas en el vagón (La Opinión)

Procuro no utilizar demasiado el metro, para evitar gastos y permitir que las piernas trabajen un poco. También porque el metro, en el fondo, es una pesadez: líneas que no funcionan, trenes que tardan mucho en aparecer o que se averían, apretujones como en una lata de sardinas. Los zamoranos que van cada mañana a la oficina les habrán contado cientos de historias. Es curioso lo que se ve a diario. Me gustaría llevar una cámara, pero no soy ducho en hacer fotografías y no sabría qué explicarles a las personas a las que quisiera retratar. Si yo entro poco en el metro, imaginen lo que habrán visto esos zamoranos que comentaba antes. Aquello es un tarro de esencias, muchas de ellas con aroma a caspa y a violencia, como esa pelea que mostraron en el YouTube, pero otras son incluso alentadoras. Como si fuese un álbum de fotos, aquí dejo algunas estampas recogidas en los últimos días en los vagones del metro. Algunos de ustedes las habrán vivido iguales o parecidas, o mejores.
Se cierran las puertas de un vagón y una madre que acaba de entrar con sus hijas trata de regresar corriendo al exterior. Ha colocado las manos sobre los hombros de la más pequeña y nos dice algo que no entendemos. Al apartarnos, la niña vomita. Las puertas se han cerrado y no da tiempo a que suelte la papilla fuera. Nos caen algunas salpicaduras. La visión del vómito y el olor nauseabundo que este despide no es lo más adecuado para viajar en metro, atrapado en un vagón y con los bamboleos propios del viaje, que recuerdan a las atracciones de las ferias. Y, si tienes resaca, es aún peor. Cuando el tren se detiene en la siguiente estación, los nuevos pasajeros pisan el vómito. No es la primera vez que esto ocurre en el metro. Al menos es la pota de una cría, sin duda menos enferma o más pura que la de un adulto borracho. Más adelante, dos vigilantes de seguridad recorren el andén, buscando a alguien. Cuando la puerta de doble hoja va a cerrarse, una joven de falda hasta los tobillos entra y atrás queda la mano de uno de los vigilantes, como si intentara atraparla. Hay un muchacho que, como yo, observa la escena. El vigilante se dirige a él, mediante gestos: señala a la joven, se coloca un índice bajo el ojo y luego hace con una mano el gesto de mangar o robar. La traducción es rápida: “Cuidado, esa chica roba”. El muchacho asiente, como diciéndole “No se preocupe, me hago cargo”, y el tren se larga. No le quitamos ojo, por si nos saca el dos de bastos. En la siguiente parada, sale otra vez.
En otro viaje: llega al vagón un tipo joven. Barba, pero sin bigote. Gafas de montura delgada. Aspecto de ratón de biblioteca, pero en bohemio. Apoya en el suelo una guitarra dentro de su funda y una banqueta de plástico. Saca un libro y lee de pie. “La Ilíada”. Me gusta la estampa. Deduzco que es un músico callejero, con algo de poeta inédito y lector de clásicos en sus trayectos. En la siguiente estación entran dos hombres. Uno, con guitarra. El otro, con violín. Su aspecto es patibulario. Pero entonces se ponen a tocar y aquello es una delicia. Tocan varias canciones conocidas, y las tocan seguidas, sin dejar silencios entre ellas, como si fuesen pinchadiscos de un pub. Acaban con su versión de “La bamba”. Pero lo que me apasiona de verdad es observar de reojo el comportamiento de los pasajeros silenciosos. Allí atrapados, como en los ascensores llenos de desconocidos, cara a cara, codo con codo. Ninguno sabemos a dónde mirar, dónde reposar los ojos. Se nota la incomodidad, incluso entre la gente acostumbrada. Si un extraterrestre quisiera tomar muestras del género humano, de sus miserias y sus encantos, le bastaría con llevarse un vagón repleto de pasajeros.

viernes, diciembre 15, 2006

London calling


Me voy a Londres. Volveré el domingo. Conseguí un vuelo barato, hace meses. Llevaré los ojos muy abiertos y mi boina de provincias en la maleta. Es posible que hasta mi regreso no actualice el blog. Hasta pronto.

Libro: Los que vienen detrás y otros relatos, de Vicente Muñoz Álvarez


Parece que la antología Tripulantes, cocinada por Vicente Muñoz y David González, se retrasa hasta enero. Para matar el gusanillo de la espera, nada mejor que leerse este libro que encontré la otra tarde en una librería de viejo. Vicente explora en estos quince relatos los temas característicos de la literatura urbana de perdedores, temas que a mí me apasionan: la soledad, la lluvia, los bares, los trabajos que convierten al hombre en un sonámbulo, la rutina, la carcoma del tiempo, el sexo, la bebida o la violencia. El volumen, que recopila historias publicadas en Vinalia Trippers, se abre con un prólogo de Hernán Migoya e incluye dibujos de Miguel Ángel Martín.
Al comienzo de cada relato siempre asoma una frase corta y concisa que nos engancha a la lectura y nos prepara para lo que va a venir: Regresaba a casa después de una semana en carretera (...) Una ciudad cualquiera a pleno día. Un descampado. En el interior de un coche abandonado, un niño y una niña (...) Había sido un día de perros. No paraba de llover y yo estaba empapado y había recorrido ya todos los bares de aquella maldita ciudad sin lograr vender una poesía (...) Había cuatro hombres y un gato en aquel bar (...) Cuando uno cierra el libro ya está empapado de esa visión que tiene Vicente sobre el mundo, algo triste, algo desamparada, algo melancólica, pero siempre profunda y un poco quimérica. Es, en suma, el retrato a pie de calle de los síntomas que aquejaron a una "generación perdida", la suya, la de "los que vienen detrás".

Adaptaciones (La Opinión)

Estaba leyendo una noticia en inglés sobre la adaptación al cine que la productora de Johnny Depp va a hacer sobre tres libros, cuando anunciaron las candidaturas a los Globos de Oro. Si echan un vistazo a la lista y averiguan un poco por aquí y por allá comprobarán cómo las películas siguen alimentándose de la literatura y cómo a menudo contratan a escritores (como hacían en la época dorada de Hollywood) para concebir guiones. Primero les cuento lo de Johnny Depp y luego pasamos a los Globos, a los que está nominado el actor por su personaje de Jack Sparrow. Si no he traducido mal, una productora se ha unido a la compañía de Depp y le ha comprado los derechos de tres libros. El primero es “Inamorata”, de Joseph Gangemi. En España está publicado con el extraño título de “Nunca te enamores de la médium”. El segundo es una novela que, curiosamente, salió hace unos días a la venta en castellano: “Por amor al pueblo”, de James Meek. Le dieron un premio muy prestigioso y hablan maravillas de ella. El tercero no cuenta, de momento, con traducción española: “Affected Provincial’s Companion”, un pintoresco compendio de ensayos, diagramas y poemas. La portada en Amazon es atractiva. La productora aliada con la compañía de Depp va a adaptar, además, el último libro de Nick Hornby que ha traducido Anagrama: “En picado”, una novela sobre el suicidio. Si no saben qué libros comprar en estas fechas, estos títulos podrían ser una buena inversión.
He repasado con lupa la lista de las nominadas a los Globos de Oro, fiel a mi costumbre. Y veo numerosas huellas literarias. Tomen nota, si les place. “Babel” cuenta con guión original del escritor Guillermo Arriaga, de quien en las librerías podrán encontrar algunos relatos y novelas. El guión de “Little Children” es del escritor Tom Perrotta (basado en su libro, inédito en España) y del cineasta Todd Field (quien adaptó un cuento de Andre Dubus padre para “En la habitación”; el cuento está incluido en el libro “Adulterio”, que ocupa un lugar en mi biblioteca). La película “El diablo viste de Prada” se basa en una novela: ni una ni otra me interesaron. Otra adaptación: “Dreamgirls”, musical inspirado en una novela de Tom Eyen; “Gracias por fumar” se basa en el libro de Christopher Buckley. El guión original de “Venus” lo ha escrito el famoso Hanif Kureishi. El de “Infiltrados” es de un novelista, William Monahan, de quien no conocemos ningún libro en castellano. El de “Notes on a scandal” es de otro escritor y guionista, Patrick Marber, responsable de la obra teatral “Closer”: y se ha basado en otra novela, la de un tal Zoe Heller. Annette Benning aparece como candidata a mejor actriz por “Running with Scissors”, basada en la novela de Augusten Burroughs, que, una vez más, ha salido este mes en castellano con el título de “Recortes de mi vida”. Clint Eastwood está nominado por sus dos películas de guerra, compite consigo mismo como director, y sendos filmes se inspiran en libros. Uno de ellos pueden encontrarlo ya en las librerías. Sin olvidarnos de la presencia de “El código DaVinci” y “El velo pintado”, basadas en los textos de Dan Brown y Somerset Maugham: sí, sé que hace daño ver sus nombres uno junto al otro.
Y esto sólo ciñéndonos a dicha lista. Quienes estén acostumbrados a leer noticias de cine sabrán que un alto porcentaje de las películas en producción se inspira en la literatura. La falta de ideas, por otra parte, le viene de perlas a la industria editorial. Esta Navidad echen un vistazo a las novedades de las librerías, y anoten de cuántos de esos libros acaban de rodar una película. Es un negocio redondo.

jueves, diciembre 14, 2006

Globos de Oro. Nominaciones


Acaban de anunciarse las nominaciones. Enhorabuena a Clint Eastwood, Martin Scorsese, Penélope Cruz, Pedro Almodóvar, Jason Lee, Hugh Laurie, Gustavo Santaolalla, Guillermo Arriaga, Alejandro González Iñárritu, Leonardo DiCaprio, Jack Nicholson, Guillermo del Toro, Mel Gibson, Johnny Depp, Todd Field, Peter O'Toole y Emilio Estévez. Son las candidaturas que más alegría me han dado. Por cierto: Eastwood está nominado 2 veces como director; DiCaprio, otras 2 como actor; y Helen Mirren tiene 3 como actriz. ¿Alguien da más?