jueves, diciembre 28, 2006

En la peluquería (La Opinión)

Dos o tres célebres cuentos de la literatura norteamericana comienzan con un hombre, el narrador, sentado en el sillón del barbero. En la primera frase, el protagonista desvela su situación: “Me estaban cortando el pelo”. Creo que ese es el inicio del magnífico relato de Ring Lardner titulado “Corte de pelo” e incluido en su libro “A algunos les gustan frías”. Recuerdo otro arranque parecido en un cuento de Raymond Carver, pero no tengo mi biblioteca a mano y no logro hallar en la memoria el título del relato. Ambos autores, y algún otro más, narran historias en la peluquería. Los clientes hablan y discuten entre ellos o escuchan una anécdota relatada por el barbero. Tal vez ese gusto por ambientar historias allí provenga de la reflexión que propicia el hecho de sentarse para que a uno le laven la cabeza, le corten el pelo y le peinen mientras todo el mundo a su alrededor conversa o escucha. El agua caliente, el chasquido de las tijeras y la caricia de las púas del peine conducen a un cliente a relajarse. De la relajación pueden venir las reflexiones o las siestas. Ciertamente, es un lugar muy literario (y cinematográfico: pensemos en “El marido de la peluquera”).
Recién llegado a Zamora, fui a la peluquería. En los últimos años acudo a un establecimiento sito en la Calle de Santa Teresa. Un local de mujeres, pero donde admiten hombres. Me siento mejor en el reino de las mujeres porque, mientras aguardo a que me toque el turno, el ambiente no se llena de conversaciones sobre fútbol y política. Ellas suelen hablar de otras cosas, al menos desde mi experiencia: de viajes, de los hijos, de las bodas, de cosméticos y trucos de belleza, etcétera. Repito que esa es mi experiencia, lo que yo he visto y escuchado en los últimos años. El caso es que la peluquería estaba hasta los topes y tuve que aguardar en un rincón, sentado en una silla y con un periódico bajo el brazo. Había retraso y la espera se alargó. De modo que, cuando me hube leído el diario del derecho y del revés, concluí que lo mejor era intentar que la imaginación volara. Olvidé las noticias que acababa de leer y los titulares navideños con los que me acababa de empapar y me puse a pensar en mis historias. Es curioso: a veces reflexiono mejor en mitad del ruido. El sonido de los secadores, el rumor de las conversaciones y el tráfico de la calle no lograron que me distrajese de mis pensamientos, sino todo lo contrario. Me olvidé del mundo para fantasear.
No obtuve de aquella situación un relato ambientado en la peluquería, pero sí recibí otro premio. La espera se compensó porque llevaba un par de semanas dándole vueltas a una historia. Había elegido ya la ciudad donde se iba a ambientar y la estación del año e incluso algunos datos aislados. La narrativa, bajo mi punto de vista, funciona de dos modos distintos: o surge la historia y luego se elige el marco apropiado, o, al revés, surge el escenario y la ciudad y luego se le acomoda una historia. Que yo sepa, la situación más frecuente suele ser la primera. Pero en esta ocasión obtuve la segunda. No fue nada rebuscado. Tenía la ciudad y, pensando en su entorno, sentado en la silla de la peluquería, la historia surgió. Fue como si estuviese ahí, a la espera de ser rescatada. Sólo me faltaba reflexión. Que surgiera en la peluquería me maravilla. Cuando me tocó el turno, la chica que se encarga de cortarme el pelo me dijo que sentía haberme hecho esperar, pero era una mañana de jaleo. Para que la gente no me oyera, pues me daba vergüenza que se enterasen del resultado de mis reflexiones, no quise confesar el premio creativo. Tal vez esbocé una sonrisa enigmática. No importa, dije. Y me dispuse a concretar los detalles, en silencio, mientras ella cogía las tijeras.