martes, octubre 31, 2006

Citas. 4


Dios sabe si alguna vez lograré encontrar una nueva colocación, pensé. Todas esas negativas, esas vagas promesas, esos rotundos rechazos, esas nutridas esperanzas que de repente se desvanecían, esas nuevas tentativas que una y otra vez terminaban en nada, habían acabado ya con mi ánimo.
Knut Hamsun, Hambre

Fusión de estilos (La Opinión)

Muse es una de esas bandas británicas que hoy arrastran a las masas al delirio. Llevo escuchándolos muy poco tiempo: creo que sólo unos meses. Sus canciones me enganchan por la fusión de estilos que han conseguido hacer. La batería suena a rock; la guitarra, a heavy; y la voz es una mezcla de pop y rock sinfónico. Es una fusión que genera controversias, pues posiblemente tenga tantos detractores como seguidores. Pero no hay duda de que sus temas son como un latigazo: potentes, llenos de contundencia y con propensión a dejar huella. En directo les ocurre lo que a todos los grupos de calidad, es decir, que suenan mejor en el escenario que en el disco. Sólo los músicos malos (la gente de Operación Triunfo, los salseros y latinas que están de moda y los que abusan del playback) suenan peor en directo que en el disco, que ya es decir. En vista del éxito que sigue cosechando el vocalista de Muse, Matthew Bellamy, en las crónicas periodísticas de su actuación en Barcelona y luego en Madrid los ponen a parir. Al menos, en unas cuantas de las que he leído. Ya hemos dicho aquí que los enviados especiales de los conciertos siempre alaban a los desconocidos teloneros, y más si son pelmazos, y prefieren criticar a los grupos que venden mucho y generan colas en sus conciertos. Una opción como otra cualquiera, aunque poco digna.
La banda actuó el viernes pasado, a las diez de la noche, en el Palacio de la Comunidad de Madrid, un sitio del que empiezo a estar harto porque casi todos los directos se celebran allí. Teníamos entradas de pista, que son las más baratas. Ignoro el motivo, pero en la puerta nos dijeron que daba lo mismo ir a las gradas o quedarse abajo. Por supuesto, nos fuimos deprisa a las gradas. Como dicho edificio es un laberinto de pasillos, escaleras y puertas, tardamos en llegar al primer piso. Lo vimos de frente y atrás del todo, en la última fila. Lo cual supuso, para mí, una bendición. Uno no está tan metido o involucrado en el meollo, y tiene la sensación de ver el concierto sin participar en la algarabía, pero se libra de los fulanos que se quitan la camiseta y le salpican con su sudor, y de los pisotones y codazos, y de que un tío alto le tape la visión del escenario. Las butacas de la última fila me vinieron bien, además, para ir al servicio a orinar sin miedo a perderme medio espectáculo, ya que el baño quedaba a tiro de piedra. Por allí, además, vi a mucha gente de Zamora; gente que vive en Madrid y gente que viajó hasta aquí para asistir al concierto.
El directo de Muse fue agresivo e impecable, nervio puro que molesta a los cronistas, más obsesionados con el peinado del vocalista o el mensaje de las canciones. A la caña musical y a los temas que, insisto, aún suenan mejor en vivo, se unió una puesta en escena que es lo de menos porque lo que importa es el sonido y la calidad, pero que incluyó luces estroboscópicas, globos gigantes, niebla artificial, ventiladores y tres pantallas que ampliaban las imágenes de los componentes de la banda. Dado que aún no soy capaz de recordar los títulos de los temas, no voy a poner aquí ninguno, excepto “Knights of Cydonia”, que sé reconocer porque el videoclip me encanta. Para quien no lo conozca, este video es una delirante mezcla de géneros y homenajes a películas de culto, el resultado de meter en la misma coctelera el universo Matrix, Bruce Lee, el Mono Borracho, los westerns de Sergio Leone y John Ford, el Llanero Solitario, “La guerra de las galaxias” y “El planeta de los simios”. La única pena es que el directo se hizo corto; fueron noventa minutos de emoción y adrenalina.

lunes, octubre 30, 2006

Cine inédito: Shopgirl


Aunque, para el público, Steve Martin en sólo un cómico que hace películas chorras, en realidad este tipo es una caja de sorpresas. De acuerdo, lo han encasillado, pero a veces nos regala personajes excéntricos o malvados o directamente serios (como los de La pequeña tienda de los horrores, Un par de seductores, Grand Canyon, La trampa o Novocaine). También es guionista y escritor. Hace tiempo me regalaron su primera novela, Shopgirl, y me pareció todo un descubrimiento. Un libro sobre relaciones entre adultos, repleto de mala leche e ironía. Lo editó Circe, que también ha traducido otra novela suya que aún no he leído, El placer de mi compañía.
Para la adaptación de Shopgirl, él mismo ha escrito el guión. Una chica solitaria que vende guantes (Claire Danes) comienza a salir con un joven músico (Jason Schwartzman) con el que no alcanza la felicidad. Luego se lía con un hombre millonario y de vuelta de todo (Martin). Tendrá que decidirse entre uno y otro, entre el sofisticado mundo del maduro y la excentricidad del joven.
El producto final es normalito. El filme no destila toda la acidez de la novela, y se queda en una entretenida propuesta que podía haber llegado a más. Lo mejor, sin duda: ese gran marciano llamado Schwartzman, capaz de dotar de ternura y humor a un personaje un poco patético y lleno de defectos.

Algunos productos de la tierra (La Opinión)

Sé que igual no está bien alabar tanto la tierra de uno, pero cada uno barre para su casa y no quiero ser diferente. Entre comidas, estos días, me acuerdo mucho de las viandas que disfruto en mi ciudad. Esto tiene fácil solución: te aprovisionas de esas viandas en cada viaje, y con eso se satisfacen el estómago, la gula y el paladar mientras se vive en otro lugar. Con frecuencia nos regalan pimientos zamoranos, que al freírlos echan un humo delicioso y espeso que sale por la ventana y flota por la calle, un poco harta de tanto aroma a tabaco de pipa de agua y de tanto arroz con curry. Los pimientos pican como demonios, que es una frase que aún no acabo de comprender, pero puedo hacerme una idea. Los pimientos arden en la boca, y parece que uno se estuviera sazonando la lengua con cayena y cuchillas de afeitar. Le entra a uno el hipo y se pone rojo hasta que bebe agua y come miga de pan; pero luego continúa luchando con estos pimientos, que algún día le crearán una úlcera, si no lo han hecho ya. También encuentra acomodo en un armario el bote que me regalaron: de guindillas en vinagre, guindillas de la huerta, de las de verdad, que las hay rojas, verdes y amarillas, pero no pican todas, y eso se agradece porque no se puede estar el día entero maltratando el estómago. Respecto a los pimientos, uno de mis amigos zamoranos me ha dicho que los pimientos de nuestra tierra ya no pican, o que pican sólo algunos. Un día de estos, cuando lo invite a comer, le demostraré su error, pues estos que digo se compran en el Mercado de Abastos y, según tengo entendido, allí no hay trampa ni cartón.
En mi última visita a la ciudad, a media mañana, entramos a desayunar a la Churrería Malú, que por cierto está junto al Mercado de Abastos. Allí tomé un café solo y una ración de churros. Hay una edad para todo: de niño, iba a las churrerías antes de partir de caza, pero me duró poco porque en seguida supe que lo mío no era ese deporte, ni ningún otro; hasta hace unos años, iba a las churrerías en las madrugadas de domingo en que, tras horas y horas de juerga, aún no me había ido a dormir; ahora, voy a las churrerías si topo con una y aprieta el hambre, a media mañana. Esto no quiere decir que los años me amansen, sino que hay una edad para todo. Si llego a ver el mundo con ojos viejos, madrugaré los domingos para ir a por el periódico y a por churros; sólo espero que el periódico no sea de ideología facha y que todavía se vean jóvenes rebeldes desayunando sin haberse acostado aún, ojerosos por el cansancio y la parranda, aunque al paso que vamos, con tanto recorte de libertades y tantas prohibiciones y normas de corrección política, me temo que a los rebeldes les tocará refugiarse en los montes, si es que todos los montes, para entonces, no los han quemado los pirómanos. En Madrid sólo he entrado en una churrería, la del Pasaje de San Ginés, y fue hace tiempo. Corría la madrugada, claro, y al irnos a casa de unos amigos, a dormir, vimos cómo cuatro gorilas de discoteca sacaban a un borracho, lo tiraban entre dos coches y le metían la paliza de su vida; o de su muerte, pues ignoro cómo acabó.
Se me olvida siempre traer un poco de vino. Un colega me recomendó hace tiempo el Elías Mora, caldo que probé y me satisfizo. En la capital no lo he encontrado, y me prometo comprarlo en cada regreso a Zamora. Pero una y otra vez lo olvido. Tengan en cuenta que los exilios, sean forzados o voluntarios, se llevan mejor comiendo aquellos alimentos y bebiendo aquellas bebidas con los que uno ha crecido o a los que se ha ido acostumbrando. La gente que aún cultiva el huerto no sabe la felicidad estomacal que procura cuando regala o vende sus productos.

domingo, octubre 29, 2006

Citas. 3


“Señora”, respondió Gould, “el deber del bohemio es hacer de sí mismo un espectáculo”.
Joseph Mitchell, El secreto de Joe Gould

En la galería (La Opinión)

Más o menos por casualidad estaba el otro día en una galería de arte, viendo los cuadros expuestos junto a unos conocidos. En la mesa, los encargados de la galería iban colocando frutos secos para picar y botellas de vino para tomar un chato, aunque la mejor función del vaso de tinto en estos eventos es la de ocuparle a uno las manos: durante las exposiciones, algunos no sabemos qué hacer con ellas, es decir, con las manos, y así, a falta del chupito de vino, las metemos en los bolsillos, las ponemos detrás de la espalda, nos cruzamos de brazos, nos atusamos el pelo (quienes lo tenemos), le damos cuarenta vueltas al catálogo, nos mesamos la barba (quienes la tienen) y mandamos un mensaje de móvil, dado que el celular nos viene de perlas para cualquier apuro. De modo que el vino, cuando lo reparten de gratis en estos fastos, sirve para tener quieta una mano y relajarse. Hay que fijarse en estas cosas, y uno acostumbra a hacerlo, ya que mi misión en los eventos es doble: observar lo que exponen o presentan y observar a la gente. Al fijarse uno, ¿qué ve? Que el personal se toma un chato minúsculo, y el vaso vacío le dura en la mano hasta que cierran el chiringuito o hasta que uno decide marcharse por propia voluntad.
Hasta la otra tarde no había reparado en la condición casi tabernaria de algunas galerías de arte. Esto no es culpa del galerista ni del pintor ni de las azafatas que colocan las salazones y las bebidas en la mesa, sino de la gente, de nosotros. Después de echar un somero vistazo a los cuadros, me fijé de reojo en el personal. Es cierto que no había muchas pinturas, y que todas las obras eran abstractas, y quizá esa sea la razón por la que nos desentendemos y nos ponemos a pegar la hebra. El tipo de la galería está deseando recibir una palmada en la espalda, y el pintor está esperando los parabienes, o incluso una crítica, lo que sea, con tal de cerciorarse de que no has ido allí por el tinto y la charla. Pues bien: a los cinco minutos de entrar, nadie estaba viendo los cuadros. Sólo había corros de gente, círculos más o menos cerrados, en los que charlar de esto y de aquello, del trabajo y de fútbol, de la familia y de las películas que echaron anoche en televisión. No se vayan a pensar que yo era el tipo solitario y callado que veía los cuadros y reflexionaba sobre ellos; no, qué va, hombre, yo también estaba pegando la hebra, un poco incómodo porque veía al pintor (me señalaron quién era, porque no lo conocía) mirando de vez en cuando a los grupos de conversación.
Cuando no entendemos el arte, optamos por no entretenernos ante cada cuadro y nos dedicamos a darle a la colorada y a picotear por los platos (“Yo no soy mucho de comer, yo soy de picotear”, dice uno de los imitados en La Hora Chanante). Admito que tampoco había demasiado que entender, dado que, en este caso, la única variante de composición entre los cuadros eran los colores. Por otra parte, si uno no entiende o no le gusta, resulta más conveniente dedicarse a comentar la vida con el prójimo, antes que soltar una frase falsa, una de esas frases comodín, perfectas para quedar bien y no decir nada. Tengo claro, a estas alturas, que la gran mayoría de quienes acuden a los eventos lo hacen para matar el tiempo. En las presentaciones de libros he visto a espectadores roncando en su butaca. En las fiestas literarias de alto copete he descubierto que todos van a lo mismo, es decir, a engullir canapés y a conocer famosos. En las tertulias y conferencias de mi ciudad no es raro comprobar que el grueso del público ha entrado a la sala para calentarse las manos y los pies porque la tarde está fría. No busquen moralejas; simplemente, somos así.

sábado, octubre 28, 2006

Citas. 2


Se debería añadir que, como todos los tímidos, yo soy capaz de momentos de audacia. Estos momentos de audacia se me producen, generalmente, cuando tengo una pluma en la mano.
Josep Pla, El cuaderno gris

Cemento y gafas (La Opinión)

Incrementaré mi nómina de enemigos con esta declaración, pero necesito soltarla: todos los años, cuando repaso el programa de la sección oficial de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, vulgo la Seminci, me doy cuenta de su naturaleza cada día más pedante. Algo que no sorprende, dado que en sus orígenes era un Festival de Cine Religioso y de Valores Humanos, lo cual echa para atrás, salvo si llevas sotana o eres católico hasta las cachas. Al decir pedante me refiero a que, año tras año, y en especial tras las declaraciones de su antiguo director a los medios de comunicación, nos llegan dos evidencias: que se trata de un festival cuyos requisitos necesarios consisten en entrar con gafas y poner cara de pensador agarrotado por los tormentos interiores, y que las películas elegidas para su exhibición son únicamente las capacitadas para aburrir; o, como diría José Luis Alvite, los largometrajes filmados en cemento. Siempre tuve la impresión de que sólo pasarían el filtro de selección aquellas cintas en las que, en pase previo, se quedara dormido incluso el acomodador. Porque muchos críticos de cine asumen esa regla no escrita, que condiciona sus posteriores textos: Si aburre, es una obra maestra. Olvidando, tal vez, que casi todos los directores clásicos nunca aburrieron al espectador: Ford, Hitchcock, Fellini, Leone, Huston, Kazan, Donen, o los aún vivos y en activo, Coppola, Scorsese y Eastwood.
Insisto: me refiero a la sección oficial, y no a los estupendos ciclos que allí programan. La sección oficial suele desprender un ligero tufillo a películas tediosas e incomprensibles; es cine de cemento y gafas. El tiempo suele darme la razón porque, años después de repartirse los premios, a las salas sólo llegan uno o dos de los títulos premiados; el resto queda para las filmotecas y las salas de arte y ensayo, donde, citando a Francisco Umbral, “Entrábamos en el patio de butacas antes que nadie y nos salíamos los primeros porque de lo que se trataba era de que nos viese mucho la gente como el grupo esnob, moderno y avanzado de la ciudad. Hablábamos de la película en voz alta para que lo oyese todo el mundo”, aunque él se refiere a los tiempos del NO-DO, pero el ejemplo vale. En la Seminci y en el cine español deberían aplicarse más a menudo esta norma anglosajona del no al aburrimiento. Hace poco, en una sala madrileña, nos metieron de entremeses unos cortometrajes de producción española que me parecieron más insoportables que un dolor de muelas. Ya saben: sin diálogos, con argumentos sin pies ni cabeza y planos sin sentido. Aquello fue terrible; unos diez minutos que se me hicieron eternos, como si estuviera de vacaciones en un lugar en el que nos obligaran a cargar sacos de hormigón sin motivo alguno. El zamorano Manuel Sanabria es uno de los pocos directores españoles con valentía: se propuso no aburrir y lo ha conseguido, pero en España la diversión no lleva aparejados los premios.
Me interesan más otros festivales, como el de San Sebastián o el de Sitges. El primero es más variado en cuanto a géneros y temáticas, y proyectan películas que no duermen a las ovejas. Y el segundo es uno de los mejores del mundo, cine gamberro hasta hartarse, y de calidad. Por amor de Dios, hombre, que no es malo divertirse un poco. En la adolescencia se metían conmigo los intelectuales de postín porque me gustaba “Arma letal”; lo que no sabían es que también era devoto de Ingmar Bergman, pero el Bergman en blanco y negro, el de “El manatial de la doncella”, “El silencio” o “El séptimo sello”. En los jurados deben de tener en cuenta que es sano entretenerse. Si lo supieran, no les darían siempre los premios a los asiáticos.

viernes, octubre 27, 2006

Libro: Lo mejor de McSweeney's. Vol. 2

Autores: Jonathan Ames, Tom Bissell, Kevin Brockmeier, Judy Budnitz, Paul Collins, Ann Cummins, Glen David Gold, Aleksandar Hemon, Sheila Heti, A. M. Homes, Gabe Hudson, K. Kvashay-Boyle, Jonathan Lethem, Nathaniel Minton, Stephen J. Shalit, Jim Stallard.
Segundo volumen de la antología al cuidado de Dave Eggers. Esta vez los cuentos y crónicas no son tan extensos como en el primer número (salvo alguna excepción). Sin más preámbulos, paso a citar los que más me han gustado.
Notas desde un búnker junto a la autopista 8 (Hudson), largo relato en el que un soldado americano deserta de la guerra del Golfo Pérsico, llevando a hombros a un colega herido hasta que se refugian en un búnker; Un recuerdo egipcio (Shalit) o cómo enfocar un reportaje desde tres ángulos distintos; Las lágrimas de Squonk, y lo que sucedió después (Gold), historia de circos, payasos y elefantes; Santa Pandillera (Kvashay-Boyle), espléndido retrato de las penurias de una adolescente india y musulmana en USA; El affaire Nista (Ames), sobre un escritor que intenta acabar su novela y, en plena crisis creativa, topa con la mujer menos adecuada. También quiero mencionar Con K de kopia (Lethem), homenaje a Kafka que no está mal, pero que decepciona un poco porque uno esperaba más de su autor. Y dos relatos que ya conocía y que soportan bien la relectura, y acaso sean los mejores del libro: Cisterna (Budnitz), sobre la relación entre una hija y su madre, que se niega a la revisión médica, y No molesten (Homes), brutal y despiadado análisis de una pareja al borde de la ruptura, en cuya malsana relación irrumpe un cáncer que se apodera de la mujer.

Aquella ópera-rock (La Opinión)

Estos días hacen el casting para una nueva versión del musical “Jesucristo Superstar”, que pretenden estrenar en España en marzo del año que viene. Será en el Teatro Nuevo Alcalá. Lo más urgente es encontrar al protagonista, lógicamente la pieza clave de todo el tinglado. Los requisitos iniciales son los siguientes: “Un hombre de unos treinta años, atractivo y con una voz impresionante”. No tengo interés en participar en el teatro ni en el musical ni en el cine ni en ningún espectáculo donde toque asomar la jeta, pero al leer dichos requisitos me he sentido feo y viejo, dado que no cumplo ninguno de ellos: tengo más de treinta años, no soy atractivo y mi voz sólo podría servir para doblar a uno de esos tiparracos que en los western matan a los dos minutos de metraje. Como yo, hay fulanos a patadas. Lo cual no supone que no encuentren al candidato ideal. Al parecer, a la puerta del Teatro Coliseum han asistido muchos aspirantes, aguardando a que suene la flauta y puedan cantar los temas de uno de los mejores musicales (o, si lo prefieren, ópera-rock) que se han escrito. Me temo que la búsqueda del reparto perfecto va a ser costosa.
Hace algo más de treinta años el protagonista de esta ópera-rock en los escenarios españoles fue Camilo Sesto, en los tiempos en los que aún no era un maniquí con exceso de laca en el pelo y el pellejo facial estirado hasta las orejas. No vi el musical. Pero tengo por ahí una grabación del disco y reconozco que Camilo Sesto daba la talla con creces. Sin embargo, me crié con la versión cinematográfica de Norman Jewinson y la banda sonora de la misma, y por ello Jesucristo Superstar siempre hospedará la voz y los rasgos de Ted Neeley. Y por algún armario de casa está guardado el disco en vinilo que encabezaba Ian Gillan, durante un tiempo vocalista de los legendarios Deep Purple. Muy bueno, también. Pero, de entre todos, me quedo con el rostro y la voz de Neeley. Desde aquel estreno, Neeley ha participado como actor secundario en seriales, producciones televisivas y películas no demasiado célebres. Lo mismo ocurre con otra voz privilegiada del “Jesucristo Superstar” de Jewinson, o sea, Carl Anderson, cuyo mérito cinematográfico más notable después de este título es un papelito en “El color púrpura” de Steven Spielberg. Supongo que el maestro le dio el papel para así brindarle un pequeño homenaje, pues creo recordar que ni siquiera le tocó frase. He buscado fotografías actualizadas de ambos, y he visto una de Neeley del año pasado, en la que se le nota prematuramente envejecido, con unos cuantos kilos de más, gafas y arrugas, pero con algo de melena; parece un viejo rockero que acaba de aparcar la Harley. Anderson se conserva mucho mejor: está igual, pero sin la cara de canalla arrepentido que ponía para interpretar a Judas. Llevo escuchando casi treinta años este disco. Me lo ponían cuando aún era un cachorro y todavía sigo pinchándolo. Lo he oído en cinta de casete, en disco de vinilo, en compacto y en mp3.
Pese a lo dicho, me seduce ver este musical en español y, por primera vez para mí, en un escenario. No me gustará tanto como la película, sospecho, y nadie podrá sustituir las voces de Anderson y Neeley y del resto del reparto, pero iré a verlo cuando lo estrenen. Salvo, es obvio, que al final elijan de protagonista a uno de esos paletos de diseño de Operación Triunfo o de bodrios de la misma calaña. En ese caso, me ahorraré la entrada. Espero que los responsables de la selección piensen en la voz y en el registro interpretativo antes que en la venta de carnaza.

jueves, octubre 26, 2006

Citas. 1


Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro: todas esta borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca (...)
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha

Buscando libros


-La Central: Como cuento en el artículo de abajo, entré en La Central, una librería que tengo cerca de casa y no conocía. Si vais a Madrid, os recomiendo visitarla. Quizá esté ese libro que no encontrabas. Yo ya he visto unos cuantos, pero esperaré al próximo mes. También recomiendo visitar su web.

-Casa del Libro: En la sección de preventa de su página en internet, ya tienen las fichas (portadas, precio, fecha de salida, etc) de las reediciones de la magistral Ruido de fondo (Don DeLillo) y de El cielo protector (Paul Bowles), y de la edición de La contravida (Philip Roth), además de las dos que ya anunciamos aquí hace días, o sea, No es país para viejos (Cormac McCarthy) y Elegía (Philip Roth).

-Cuesta Moyano: He vuelto a pasarme por uno de sus puestos, el que está al final de la hilera próxima a Atocha. Fui a probar suerte y encontré lo que buscaba: la novela Mucho Mojo, de Joe R. Lansdale, descatalogada e imposible de encontrar (en Google he comprobado que es un libro de culto); y además me llevé otro de Rubem Fonseca, Agosto. Cada libro, a 1 euro.

Mundos paralelos (La Opinión)

El escritor escocés Andrew Crumey, muy famoso en otros países de Europa, pero menos conocido en España, trabaja además como profesor de física. Es un tipo alto y fuerte, con gafas y rostro afable, con un acento gracias al cual, quienes somos poco duchos en inglés, entendemos casi a la perfección. En persona, no parece un profesor de física, sino el actor que interpretaría a un profesor de física que también escribe, o a un escritor que también es profesor de física, como prefieran. Crumey acumula premios en su currículum y tiene varios libros traducidos en España: “Pfitz”, “El señor Mee”, “El principio de D’Alembert” y el que hoy nos ocupa, “Mobius Dick”, fascinante novela de mundos paralelos que aúna con sagacidad y mucho oficio la literatura, la música, la filosofía, la ciencia y la vida.
El acto de presentación de la novela tiene lugar en la Librería La Central, ubicada en el interior del Museo Reina Sofía de Madrid. Son las siete y media de la tarde y Crumey entra puntual y vestido con ropas informales. A su lado, el editor de Elipsis Ediciones y un traductor anglosajón. La Central supone un auténtico hallazgo, una sorpresa mayúscula. Está cerca de donde vivo, consta de tres pisos con suelos y escaleras de madera y contiene títulos difíciles de encontrar en otras librerías. Y ejemplares en otros idiomas. Así, palpo y disfruto de sendas ediciones americanas de “Escritos de un viejo indecente”, de Charles Bukowski, y de “Pregúntale al polvo”, de John Fante. Supongo que Crumey está encantado de presentar un libro en un lugar así. Los volúmenes nos rodean por todas partes cuando tomamos asiento en las sillas del tercer piso. Tras la introducción del editor, Crumey comenta algunos pormenores de su “Mobius Dick”, haciendo las oportunas pausas para que el traductor nos lo diga en español. Explica que esta obra partió del dibujo de Escher en el que una mano dibuja a otra mano y ésta dibuja a la primera. Revela, a quienes hemos ido a verle, las distintas referencias de las que nació el libro. Antaño la música, la literatura o la poesía eran consideradas como ciencias. Por eso él, asegura, no quiere hacer esas distinciones. Y por eso su novela bucea entre las posibles conexiones entre la ciencia y las demás artes. La presentación dura menos de una hora; así deberían ser todas las presentaciones literarias: cortas, efectivas e interesantes.
“Mobius Dick” es una novela que cautiva y engancha a los lectores por diversos motivos. Mezcla varias historias que suceden en distintas épocas. Parte de un cebo que nos mantiene en vilo (el protagonista recibe un misterioso mensaje en el móvil: “Llámame: H”, e indaga acerca de quién pueda ser el remitente), cuenta una antigua historia de amor, nos habla de músicos, literatos, físicos y de teorías cuánticas. Lo hace, además, gracias a una capacidad narrativa asombrosa, pues, a pesar de las explicaciones físicas, no perdemos el hilo, y cada historia está bien engarzada con el resto de las historias. Su autor propone lo que podría llegar a ocurrir si un experimento nos condujera a habitar mundos paralelos, donde el futuro condicionara el pasado y el propio presente. Algunos personajes del libro escriben el relato de otros personajes del libro. Así, vamos sumergiéndonos en universos que se conectan entre sí. Por si fuera poco, por sus páginas deambulan distintos personajes y teorías: Melville, Einstein, Schrödinger, la cinta de Möbius, el mito del doble, Thomas Mann, Goethe, Schumann, Hawthorne, el Gato Murr de Hoffmann. Lástima que la edición contenga tantas erratas; algo que uno perdona al tratarse de una editorial primeriza.

miércoles, octubre 25, 2006

Carver, de nuevo en el cine


Esta semana estrenaron Jindabyne en la Seminci de Valladolid: una película basada en el relato de Raymond Carver, Tanta agua tan cerca de casa, incluido en el libro ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Dicho cuento trata de un grupo de hombres que, en plena acampada, encuentran un cadáver en el río. Robert Altman ya lo adaptó como uno de los capítulos de Vidas cruzadas.
Los protagonistas son Gabriel Byrne y Laura Linney y el trailer tiene buena pinta. Lo que no sé es cómo han convertido un relato de unas 10 páginas en una película de 2 horas. Veremos. [Más información en El País y El Comercio Digital]

¡Qué paciencia! (La Opinión)

La semana pasada, el presidente de la Junta de Castilla y León, Juan Vicente Herrera, según hemos leído, lanzó la propuesta de llamar Antonio Vázquez al nuevo puente sobre el río Duero. Sí, ese puente que llevan años y años prometiendo a los zamoranos. Ese proyecto de puente que tantas veces ha brindado Vázquez, y cuya primera piedra quizá se ha convertido en su cruz. Una cruz que jura llevar y nunca carga al hombro, salvo en forma de humo, de truco de mago y de castillo en el aire. Herrera, pues, propuso que al puente, si llegamos a verlo, se le llamara Puente Antonio Vázquez. Un proyecto que ha sido varias veces aplazado y al que quieren bautizar con el nombre del alcalde, quien además no verá su construcción en este último mandato. Lo cierto es que, al leer dicha propuesta, se le sonrojan a uno hasta los huesos. Da un poco de vergüenza ajena. Mientras tanto, según denuncia Izquierda Unida, la calle dedicada a Claudio Rodríguez no ha entrado en los proyectos de reparación de Santa Clara ni en los de San Torcuato. Continúa siendo una calle estrecha y sin remozar. Los versos de Claudio Rodríguez siempre vienen muy bien a los políticos para demostrarnos que han leído poesía y que son pro-zamoranos. Otra cosa es que cumplan con nosotros.
Dicen de Herrera, quienes le conocen, que se trata de un hombre cabal. Su propuesta, por tanto, sólo habría que achacarla a un desliz. Tal vez le dio un vahído y se le fue la pinza, o le influyó la ingesta de algún chato de vino, o fue un arrebato de entusiasmo, propiciado por la loa de las multitudes; o tuvo un mal día, como lo tenemos todos. De esa propuesta nadie ha dicho nada hasta ahora, con lo cual entendemos que a los habitantes de la ciudad les da igual o que están de acuerdo. Hay demasiados personajes olvidados en la historia de Zamora como para elegir el nombre del alcalde, quien además nos ha dejado convertida la ciudad en un Parque Temático para Ancianos, con todos mis respetos para los ancianos. Lo peor, a estas alturas, no es cómo llamemos al puente de marras, sino si lo veremos algún día. A los políticos, con las alcachofas delante y los programas electorales en la cabeza, suele calentárseles la boca: entonces prometen el oro y el moro. ¿Queréis un puente? Pues os pondré dos o tres. Y, hasta hoy, estamos sin ninguno. Si un día aciago se cayera el agotado puente de Piedra, tras soportar tanto peso y traqueteo, probablemente se buscarían culpables y responsables. Típico de este país, cuyos mandatarios sólo se acuerdan de los problemas cuando se producen las tragedias. Incluso en el editorial de este periódico, en su edición del domingo, se pedía que no hubiese más retrasos para el puente.
Los zamoranos soportamos ya demasiados trucos de magia. Quienes gobiernan (sí, también ocurre en el Gobierno central: no seré yo quien lo niegue) acostumbran a hacer sus trucos de cartas, varita y chistera. Igual que hacen los prestidigitadores, desvían nuestra atención con un señuelo. Ante nuestros despistados ojos, nos cuelan el truco de magia. Sin embargo, no me parecen bonitos trucos de magia las últimas obras, repletas de errores, retrasos y realidades horteras: las obras de La Horta, el crimen cometido con el suelo de Santa Clara y con las plazas próximas a esa calle, etcétera. La paciencia, parece ser, es un rasgo propio del zamorano: nos hace fuertes, pero al mismo tiempo perdedores. Somos burlados en casi todas partes y continuamos aguantando mecha. Soportamos paletadas y carros y carretas de mierda, y seguimos callados, capeando el temporal. Y así nos va, amigos.

martes, octubre 24, 2006

Andrew Crumey, hoy en Madrid


Andrew Crumey, autor escocés con varias novelas publicadas en España, estará esta tarde en Madrid para presentar su nuevo libro, Mobius Dick, que estoy leyendo estos días. Os pongo la información sobre el autor y el evento, al que acudiré. Está sacado de Elipsis Ediciones:
Andrew Crumey (Glasgow, 1961). Profesor de física en St. Andrew's Imperial College, está considerado uno de los grandes (y escasos) representantes de lo que se ha dado en llamar novela posmoderna europea, Andrew Crumey ha publicado en España Pfitz, El señor Mee y la reciente El principio de D’Alembert. Tres excelentes muestras del mundo de su autor que conviene leer en bloque por las referencias cruzadas que contienen.Ahora nos vuelve a sorprender con Mobius Dick, novela repleta de imaginación, especulación intelectual, reflexiones literarias, sugerencias científicas y juegos de espejos que recuerdan las cintas de Moebius o los dibujos de Escher.
Presentación: Martes, 24 de octubre. A las 19:30 h. Librería La Central del Museo Reina Sofía de Madrid. El acto contará con la presencia del autor y de un traductor.

Comportamientos extraños (La Opinión)

Volví a mi ciudad para echar una mano en una mudanza. Las cosas pequeñas y cotidianas, que son las que más me gustan, parece que adquieren mayor importancia en provincias. Un pájaro que picotea una miga, un gato furtivo que se sube a un muro, el repicar de la lluvia en los cristales, el cielo negro de nubes. Tal vez porque en las grandes ciudades la gente está demasiado deslumbrada con la luz de los neones y la agitación de las calles, y les queda menos tiempo y silencio para la reflexión. Entre mueble y mueble, entre caja y caja, aproveché para visitar dos de mis locales favoritos: el Avalon y el Popanrol. En ambos lugares la música nunca es una morralla, se siente uno como en casa y se reencuentra con viejos colegas. También se topa con necios e impresentables, pero basta con no saludarlos. Esta última es una frase hecha, así que no busquen explicaciones ni adjudiquen nombres, porque estarían perdiendo el tiempo. En la penumbra de estos dos garitos alcanzo la felicidad. Converso con amigos zamoranos que siguen adelante con sus bandas de música: dos componentes de Overdrive, el vocalista de Nacional Siete, el bajo de Miescondite y el batería de La Sonrisa de Julia. Cinco tipos que me han hecho pasar buenos ratos con sus canciones. Y ahí siguen, “peleando a la contra”, como en la antología de Bukowski.
El cambio de ritmo me resulta confortable: durante dos días olvido las prisas, la cantinela de las sirenas y el sudor del metro. Pero no todo es felicidad. Mientras lucho con el peso de los muebles y de los objetos embalados, mientras las agujetas empiezan a aguijonearme por mi falta de costumbre en el ejercicio, mientras voy de aquí para allá y cargo como un bracero, noto comportamientos extraños. El comportamiento de algunas personas, ciudadanos que van por la calle, paseando, y se detienen a ver cómo movemos un mueble con grandes dificultades. Se paran en un portal y miran hacia adentro, o salen del edificio y observan con asombro y perplejidad, con la boca abierta, a dos individuos que sudan lo suyo después de varias horas seguidas de mudanza. Y uno, entonces, se pregunta: ¿Acaso nunca han visto a nadie cambiarse de piso? Hubiese entendido sus miradas perplejas si el peso que acarreábamos correspondiera a media docena de ataúdes. Pero estábamos sujetando, a pulso, sofás y maderas. Tal vez sea porque en España esta actitud costumbrista no cesa: cuando dos trabajan, seis miran. Si el alcalde cobrase entrada por mirar a los obreros de la ciudad, obtendría grandes beneficios. También se me ocurre que podrían filmar las obras y ponerlas en televisión, inventado un Gran Hermano de operarios y capataces. Otro comportamiento extraño: en una mudanza es lógico dejar las puertas del portal abiertas, para facilitar los traslados y no perder tiempo ni dejar las cajas en el suelo. Salíamos a por una nueva remesa y, al regresar, la puerta estaba cerrada. Volvíamos a dejarla abierta y, en el siguiente trayecto, la encontrábamos cerrada. Sucedió en dos edificios distintos. Supongo que fue tarea de un ejemplar de esa nueva plaga urbanita: el vecino perfecto; ese tipo que no deja de marear a la comunidad con sus ideas, que quiere contarte su vida y milagros en el ascensor y se dedica a curiosear por el portal y por las escaleras, a ver si todo va en orden. Si no va en orden, en seguida se queja al presidente de la comunidad.
El último día nos azotó la lluvia. Proseguimos la tarea entre diluvios y grandes charcos, que confirman que las aceras y el asfalto de Zamora son ricos en socavones e irregularidades. Apenas tuve tiempo de nada más, así que me quedé con ganas de absorber los rincones y garitos de mi tierra con mayor dedicación.

lunes, octubre 23, 2006

Cine inédito: Revólver


Tras el tropiezo comercial y artístico de Barridos por la marea, el británico Guy Ritchie volvió al género que mejor conoce: películas de tipos duros, diálogos afilados y tiroteos con humor, intentando recuperar la gloria alcanzada con Lock & Stock y Snatch. El protagonista vuelve a ser Jason Statham, a quien secundan Ray Liotta y André Benjamin, y la trama gira alrededor de la mafia y el juego. Statham es un actor que me gusta, aunque empiezan a encasillarlo en papeles como los de The Transporter y Crank. Sólo Ritchie ha sido capaz de demostrarnos que vale mucho más: así lo prueba su personaje de El Turco en Snatch.
Revólver es sólo recomendable hasta cierto punto. Durante más de la mitad de la película nos lo pasamos en grande, viendo a un Statham muy alejado de su imagen de tío duro, a un Liotta ligeramente pasado de rosca y a un asesino miope, tímido y alopécico, que se convierte en la sorpresa del filme (el actor que lo interpreta se llama Mark Strong). Situaciones al límite, un toque de violencia y un guión que uno no acaba de entender del todo, pero que funciona... Hasta la última media hora: entonces Ritchie juega a despistar al espectador, a creerse David Lynch sin serlo y, cuando aparecen los créditos finales, tiene uno la sensación de que no ha entendido una coma. Si alguien la ve, que me la explique.

Etiqueta Negra (La Opinión)

“Estudio en escarlata” es el nombre de una librería, próxima a Argüelles, que llevaba meses deseando visitar. Está especializada, según avanzan en su web, en “misterio, novela policíaca, terror, literatura gótica y sus diversos afluentes y múltiples afinidades”. Tomé el metro hasta allí y luego me di una caminata de unos cinco minutos hasta el local. Fui con la excusa de comprar una de esas revistas literarias en las que colaboro, dado que nadie ha tenido la amabilidad de enviarme un ejemplar; así funciona hoy la literatura en este país: a veces te toca incluso pagar por ver algo que has escrito. La había buscado en un par de librerías, sin fortuna: o no les quedaba o no la habían recibido. Esta vez tuve suerte: vi el lomo nada más franquear la puerta. Pero esa fue mi excusa. Porque lo que deseaba era darme una vuelta por el local, que dispone de dos plantas. En la de arriba, la sección de novedades, clásicos, revistas y magazines. En la de abajo, estantes ordenados según los géneros: cómics, literatura juvenil, fantástico, terror, policíaco, etcétera. Quien tenga gustos análogos a los míos ya supondrá que la visita resulta una gozada. Lo malo es que llegué con el tiempo justo, con quince minutos antes de que cerraran las puertas, y un cuarto de hora no da para mucho cuando eres un lector compulsivo y sueles pasar horas en las librerías. Al menos, me dio tiempo a entrar en una pequeña y apartada habitación donde se apilaban, en desorden, según me advirtió uno de los dueños, las ofertas.
En la página de “Estudio en escarlata” leí que habían conseguido traer todos los libros disponibles de la Colección Etiqueta Negra de Ediciones Júcar, y otras colecciones similares, como Etiqueta Rota y Gran Etiqueta. Probablemente, a algunos lectores no les suene de nada. Pero son libros que suelen verse en las librerías de viejo, en las ferias de libros raros y antiguos. Y, sobre todo, en las bibliotecas. Publicaron las novelas negras de estos autores: Jim Thompson, James Ellroy, Donald Westlake, David Goodis, Chester Himes, Ed McBain, W. R. Burnett, Horace McCoy, Jerome Charyn, Rubem Fonseca, Gregory McDonald, Max Allan Collins. Algunos títulos resultan brutales, dignos de la serie b y la pulp fiction: “Los sudarios no tienen bolsillos”, “El hombre que cambió de cara”, “Los timadores”, “La luna de los asesinos”, “Si grita, suéltale” o “Nadie vive eternamente”. Los de Etiqueta Negra poseen cubiertas negras y carecen de solapas, y en su logotipo se ve el dibujo de un revólver. Hasta ahora creí que era imposible encontrar determinadas novelas de esos autores de culto.
Algunas de esas historias las leí gracias al préstamo de adultos de la Biblioteca Pública de Zamora. Allí se cobijan muchos de estos libros y de estos autores que, antaño, no gozaban del prestigio crítico de la actualidad. Hay quien considera la novela negra como un género menor. Allá él. Pocas veces lo pasa uno tan bien como durante la lectura de esas novelas sembradas de diálogos secos y socarrones, tipos heridos bajo la lluvia, balas con nombre, hembras peligrosas que acaban llevándose el botín, policías sin escrúpulos, matones del tres al cuarto y detectives privados en decadencia. Los ejemplares disponibles de Etiqueta Negra costaban seis euros. De momento, compré un título que había leído hace muchos años en la Biblioteca Pública: “El asesino dentro de mí”, de Jim Thompson. Llevaba años buscando mi propio ejemplar, desde que lo leyera en Zamora, gracias al préstamo bibliotecario. Por cierto, el logotipo de “Estudio en escarlata” es el mismo que el de “Blade Runner”: la silueta de Rick Deckard, empuñando la pistola y envuelto en su gabardina.

domingo, octubre 22, 2006

Maleducados (La Opinión)

Uno de los pilares sobre los que se sustenta la sociedad es la educación. Para que funcione el entendimiento, al menos. Y el respeto. A menudo me pregunto dónde educan a algunas personas: si en un hogar o en una porqueriza. Aquí no se puede echar la culpa a las escuelas y a los maestros. La principal responsabilidad es de los padres. Los padres de ahora y los de antes. Nadie nace sabiendo, ni puede aprender por su cuenta una serie de normas para la convivencia. Deben inculcárselas. Supongo que, en cuestiones educativas, todos somos unos zoquetes hasta que los padres nos enseñan una y mil veces las reglas: saludar en los portales de los edificios, pedir disculpas cuando molestamos a alguien al darle un codazo o empujarlo en un lugar repleto de gente, preguntar con amabilidad si nos dejan pasar en las aglomeraciones, guardar silencio en el teatro, en la biblioteca y en el cine, pedir la hora o la manera de llegar a una calle anteponiendo el saludo a la pregunta y la gratitud a nuestra marcha. Cosas comunes, cotidianas, que cualquiera da por hecho. Pero no. La educación, en cuanto a normas de convivencia, en España es un desastre.
Viajo poco, lo habrán advertido. Sin embargo, en mi adolescencia viajaba con frecuencia y estuve unos días en Francia. Lo que más me atrajo y no he podido olvidar fue la amabilidad de los franceses. En cada restaurante, en cada cafetería, en cada comercio, incluso en la calle, los ciudadanos con los que nos topábamos tenían cosidas a la lengua el “Perdone”, el “Gracias” y el “Buenos días”. Como decía Jim Carrey en “Man on the Moon”: “¡Cuánta amabilidad!” Sentía uno que el mundo podía ser un lugar mejor, sin tanto odio ni tanta rencilla. Aquí, en España, es distinto: las batallas orales empiezan ya en la cola del mercado. Que si estaba yo antes, que si usted perdone, que si no se cuele, que si llamo a la policía. Nadie debe dejarse avasallar, de acuerdo; pero a veces se llevan las cosas demasiado lejos. Un día pasé frente a la puerta de un teatro y oí grandes voces. Me fijé en que una señora y un señor estaban discutiendo por el lugar que ocupaban en la cola. Insultándose, ofendiéndose. A su edad (peinaban canas y vestían arrugas), y ya los imaginaba enzarzados en una reyerta navajera. Me alejé de allí y sospecho que podrían haber llegado a las manos, tal era la furia del señor que acusaba a la mujer de querer colarse. Y, ¿quieren saber lo más divertido? La cola de las angustias, del lío y la discusión, estaba formada por una pareja comprando la entrada, el señor acompañado de su esposa y la señora que intentaba colarse. O sea, cinco personas. Y casi arman una guerra. Podían haberlo arreglado como Faemino y Cansado en ese sketch en el que uno de ellos le dice al otro, amablemente, que se le ha puesto por delante en la cola del cine y el otro le explica, amablemente, que no es así, que él ocupa otra cola distinta.
Esto no es nuevo. He vivido en edificios en los que los matrimonios adultos ni siquiera respondían a mi saludo en el portal, en los que abría la puerta y dejaba pasar a algunos vecinos sin que me dieran las gracias ni soltaran un “Hola” de propina. En los conciertos a los que voy, la muchachada invade tu espacio al pasar hacia las filas delanteras y nadie se disculpa; sólo algún ejemplar aislado pregunta si le dejas un hueco y luego lo agradece. En los teatros y en las salas de cine no falta el cenutrio incapaz de callarse, molestando al personal con comentarios de baja estofa y dudoso gusto. Se requiere una educación para facilitar las cosas. Confiere, además estilo y clase. Nos diferencia del ganado. Nos hace más humanos.

sábado, octubre 21, 2006

Dos nuevos clásicos del maestro (La Opinión)

En Norteamérica han estrenado "Flags of Our Fathers", o sea, "Las banderas de nuestros padres", y pronto lo hará "Letters from Iwo Jima", es decir, "Cartas desde Iwo Jima". Para quien no lo sepa a estas alturas, cosa que dudo, se trata de las dos últimas películas de Clint Eastwood como director. Ahí lo tienen: a su edad (lo han señalado algunos críticos), en vez de caer en los tópicos o acomodarse, continúa optando por otras vías narrativas, explorando nuevos caminos artísticos, sorprendiéndonos en cada obra maestra. En cada película suya, por eso, nos deja K. O.: nadie se esperaba los tortuosos clímax de "Cazador blanco, corazón negro", "Los puentes de Madison", "Un mundo perfecto", "Sin perdón", "Mystic River" o "Million Dollar Baby". Lo que ha hecho esta vez el maestro es rodar dos películas seguidas sobre la Segunda Guerra Mundial. La visión de los soldados norteamericanos y la visión de los soldados japoneses. Las dos caras de una misma moneda, la batalla de Iwo Jima. Produce Spielberg, además. "Flags of Our Fathers" parte de la célebre foto de los soldados plantando la bandera yanqui tras esa contienda. En este filme, ha dicho un periodista, "convierte un símbolo del patriotismo estadounidense, la bandera de Iwo Jima, en una historia sobre la degradación humana y la manipulación".
Ya desde el rodaje algunos teníamos claro que Eastwood iba a lanzar varios dardos. No en vano, lo hizo en una de sus películas más ácidas, "El sargento de hierro", algunos de cuyos diálogos me sé de memoria: tras el estreno, al ejército americano le disgustó su visión corrosiva y honesta, pero realista, de lo que sucede en los barracones y en las guerras. Cuando un alto mando le pedía, al personaje encarnado por Eastwood, su opinión acerca de la guerra en la isla de Granada, éste contestaba: "Con el debido respeto, señor: es una hijoputada". Eastwood es una mezcla sabia de clásico y de rebelde, de guerrero viejo y artista polifacético. Siempre me enfureció que gran parte de la crítica no supiera reconocer su talento hasta que empezaron a darle premios en Cannes y a caerle Oscar en los brazos. En cambio nosotros, los del público, sí lo habíamos visto. La crítica de antes le adjudicaba una carrera menor como director antes de "Bird" y "Sin perdón". Pero sus obras anteriores son joyas: echen un vistazo a "El fuera de la ley", "Bronco Billy" "El aventurero de medianoche" o "El jinete pálido", o su episodio para "Cuentos asombrosos", titulado "Vanessa en el jardín".
Este verano, en Zamora, fui a tomar un café con uno de mis viejos colegas de los tiempos del colegio. Tenemos gustos afines (salvo en algún caso aislado: a él le encanta "Superman returns" y yo la detesto). Estuvimos hablando del pasado y de las películas. Cuando, inevitablemente, surgió en la conversación el tema de Clint Eastwood, de cuyas obras ambos nos sabemos numerosos diálogos, él comentó que ya no sería lo mismo para nosotros, como cinéfilos y admiradores, cuando Eastwood se muriera. No habíamos imaginado, hasta entonces, esa posibilidad. Para nosotros es un dios, y se supone que los dioses nunca caen ni mueren. Dijimos que, cuando eso sucediera, el cine iba a perder a uno de sus más grandes talentos, y ambos derramaríamos lágrimas. No exagerábamos. Este hombre ha logrado que sus películas gusten por igual a los tipos duros, a las chicas, a los niños, a los veteranos, a los románticos, a los escépticos, a las madres, a las parejas. Por algo lo llaman el último clásico vivo y en activo. De momento, espero con ansiedad sus dos nuevos trabajos.

viernes, octubre 20, 2006

Auster en Asturias


Paul Auster me parece un gran escritor y un tipo que siempre dice cosas interesantes. Está en Asturias para recoger el Premio Príncipe de las Letras. Anoto aquí las declaraciones que más me han llamado la atención en su visita a esa tierra:

-No es fácil escribir una novela. Durante su composición, uno comete tantos errores; escribe frases tan malas; se rechaza tanto material... Esta es una profesión muy humilde y, cuanto mayor me hago, mejor comprendo lo poco que entiendo. No se por qué escribo. Sólo sé que tengo que escribir.

-Cada vez que empiezo es como si empezase de cero, como si no hubiese escrito nada antes. Empezar cada libro es para mí como volver a aprender a escribir.

-La única forma de escribir una novela es disponer de una libertad absoluta. Si te la restringes no estás cumpliendo tu trabajo como novelista. No puedes pararte a pensar si vas a ofender a alguien. Sería una traición a la literatura.

-Estás escribiendo, escribiendo y escribiendo, a solas, todo el tiempo, un año tras otro, y la posibilidad de salir y trabajar con otras personas es buena para la salud mental.

-Si sientes la necesidad de contar algo, debes escribir, aunque no te publiquen.

Fuentes: La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio Digital.

Las pesadillas (La Opinión)

En la infancia, cuando a mitad de noche las pesadillas nos estrangulaban con su universo de horrores y malos tragos, había un recurso ideal para combatirlas: uno abría los ojos, trataba de sacudirse el sopor como quien se desprende de un caramelo que se le pega en la mano, encendía la luz, se incorporaba de la cama e iba al cuarto de sus padres. Los despertaba, antes de encender la bombilla del techo. Procedía a explicarles que era incapaz de conciliar otra vez el sueño y que tenía miedo. Los padres, dispuestos a afrontarlo, calmaban a uno, o, si era aún muy pequeño, le permitían dormir con ellos. Para el niño, para nosotros en nuestras respectivas infancias, era la solución: en compañía de los adultos, los temores disminuían; creía uno que ellos iban a protegernos de los monstruos reales y de los monstruos oníricos.
Cuando uno es adulto, las cosas cambian. Tras la pesadilla, se despierta sobresaltado, probablemente ni siquiera enciende la luz, acaso se levanta a oscuras y en pijama, va hasta la cocina y bebe agua para calmarse y procurar que el cuerpo y los sentidos se acomoden a la realidad y a la vigilia, y luego, cuando ha logrado distinguir las fronteras entre ambos mundos, y cuando ha comprobado que, mientras dormía, los ladrones no se han colado en la casa (éste es uno de los miedos contemporáneos que nos han inculcado), regresa al dormitorio. No habla con nadie, porque con el tiempo ha aprendido que el sueño es una cosa sagrada, y más aún el sueño de los trabajadores; se traga los sudores de la pesadilla y regresa a la almohada. No hay progenitores que le echen una mano y le digan que sólo era un mal sueño. Y, aunque los hubiera, aunque uno viviese con ellos bajo el mismo techo, no es de recibo despertarlos con veinte o treinta años para informarles acerca de lo mal que nos va entre las sábanas por culpa del monstruo de turno que nos acecha. Nos dirían: “Hijo, que ya eres mayorcito”. Uno vuelve, entonces, a la cama, convencido de que la única solución es despertarse antes de que lo engullan las criaturas de nuestro inconsciente.
No sé mucho acerca de la interpretación de los sueños. Corrijo: no sé nada, que yo recuerde. Lo único que sé es que mis pesadillas tienen su origen en la realidad y también en todas las ficciones que absorbo. Años atrás tuve que dejar de oír el programa radiofónico de madrugada “Espacio en blanco” porque, al apagar la luz, mis sueños se llenaban de fantasmas, muertos, vampiros y asesinos. Un amigo mío me ha contado que, en las últimas semanas, cuando se despereza, anota los pormenores de lo soñado en una libreta de su mesilla. Es su manera de no olvidar. A mí no me hace falta, suelo recordarlo. En cuanto leo alguna historia tenebrosa, o veo una película repleta de monstruos y atrocidades, o me ocurre alguna situación desagradable, entro en el círculo de las pesadillas. Hace un mes iba a tomarme el té matutino cuando se me cayó un trozo de muela. Unos días después, otro pedazo. Ambos eran minúsculos, pero desde entonces me acometen las pesadillas en las que sangro y escupo dientes, muelas, huesecillos y hasta objetos que una boca no puede albergar. La serie televisiva “Masters of Horrors” contiene un episodio muy desagradable, en el que torturan a una mujer japonesa clavándole alfileres entre las uñas y en las encías. Unas noches después, soñé que me habían clavado una aguja en una encía, para evitar que se me desprendieran esos dientes y muelas; y escupía de todo. Sueño con zombies, bichejos, persecuciones y maníacos. Y no dejo de preguntarme: si yo, que me cuesta matar una mosca, afronto estas pesadillas, ¿cómo dormirán los terroristas y los dictadores?

jueves, octubre 19, 2006

Libro: Lo mejor de McSweeney's. Vol. 1


Autores: Zev Borow, Arthur Bradford, Paul Collins, Ann Cummins, Rebecca Curtis, Amanda Davis, Dave Egers, Kelly Feeney, Gary Greenberg, John Hodgman, Paul Lafarge, Rick Moody, George Saunders, Jim Shepard, Zadie Smith, William T. Vollmann, David Foster Wallace, Sean Wilsey.
Primer volumen de la antología al cuidado de Dave Eggers. El experimentalismo de McSweeney's no atiende a la distinción entre géneros, y así nos encontramos cuentos, reportajes, reflexiones y crónicas. Es característico de esta clase de libros que uno encuentre relatos muy buenos, otros aburridos y otros regulares. Molesta un poco la extensión de algunos, que casi parecen novelas cortas, pero se perdona si logran enganchar al lector, como el cuento de Eggers.
Cito los que más me han gustado: Otro ejemplo más de la porosidad de ciertas fronteras (Foster Wallace), relato corto y sorprendente que mezcla tres vías narrativas aunque relacionadas entre sí; Cuatro monólogos institucionales (Saunders) y el talento de este autor para introducirnos en historias burocráticas y divertirnos con su sarcasmo; Tedford y el megalodon (Shepard), sobre un hombre que se embarca en la búsqueda de un tiburón blanco gigante, hoy extinguido; Tres reflexiones acerca de la muerte (Vollmann), sobre las visitas del autor a las catacumbas de París, un escenario de guerra y una sala de autopsias; Montaña arriba, en lento descenso (Eggers), que cuenta con todo lujo de detalles una expedición de americanos al Kilimanjaro; Los días aquí (Feeney), sobre una mujer en un hotel, huyendo de su pasado; Moluscos (Bradford), con otro de sus raros relatos, con partes realistas y partes surrealistas; La república de Marfa (Wilsey), crónica sobre un pueblo de Texas, aderezado de misterios; Rancho Doble Cero (Moody) o el sueño americano de montar una franquicia con la que forrarse.

Juliette (La Opinión)

Llovió durante el día entero, desde por la mañana hasta por la noche. Por la tarde, cerca de la hora de cenar, fui a la Sala Heinken (la antigua Sala Arena) para ver el directo de Juliette & The Licks. Una banda de punk rock que forman cuatro hombres a las guitarras, bajo y batería, y que lidera la actriz y cantante Juliette Lewis. He admitido aquí ya mi mitomanía. Por eso, en cuanto me enteré de que la actriz regresaba a los escenarios españoles, procuré no perdérmela. Había escuchado algunas canciones (tienen dos discos), y en especial su versión de un tema de P. J. Harvey, que oí en la banda sonora de “Días extraños”. Sus dos trabajos, hasta ahora, no están nada mal. Quiero decir que, si no me hubiesen gustado los discos, no habría ido a ver el concierto. Shakira, por ejemplo, me parece muy atractiva, pero jamás pasaría el mal trago de asistir a uno de sus shows salseros: su música no me gusta un pelo. Para ver a Juliette & The Licks, por cierto, hay que estar preparado para la caña absoluta: punk rock sin apenas un respiro, y agresividad sexual por parte de su vocalista.
Tal vez Lewis no tenga un hueco entre las mejores actrices contemporáneas, pero es solvente y durante un tiempo alcanzó momentos gloriosos, pequeños instantes que se grabaron en la retina del cinéfilo y que ya han hecho historia: su “fellatio” al dedo de Robert DeNiro en el remake “El cabo del miedo”, sus conversaciones con Woody Allen en “Maridos y mujeres”, su manejo de la ballesta en “Abierto hasta el amanecer” para hacer frente a los vampiros mexicanos, los bailes que se marca en “Días extraños” y sus locuras como Mallory en “Asesinos natos”. Y no conviene perderse su papel como estrella invitada en uno de los capítulos de la primera temporada de “Me llamo Earl”, que acaban de estrenar en España. En los últimos años le hemos perdido un poco la pista, dados sus roles secundarios y su vuelco hacia la música. Las mujeres suelen preguntarse por qué a los hombres nos da morbo una chica como Juliette Lewis. Pero la respuesta es fácil: su rostro, sus papeles y su actitud en el escenario y en la vida están a medio camino entre la dulzura y la cólera. Es una especie de lolita crecida, lo cual supongo que sedujo a uno de sus ex novios más conocidos, Brad Pitt, con quien rodó “Kalifornia”. La actriz atrae, pero se nota que está como una cabra, que gusta de jugar al límite, y eso pudimos comprobarlo durante el concierto.
Los teloneros fueron Zzz, dos plastas que sólo utilizan un teclado y una batería. Escuché un par de temas y, de haber tenido una soga a mano, me hubiese ahorcado para no oírlos. Con unos veinticinco minutos de retraso, The Licks irrumpieron en el escenario de la Sala Heinken. Yo estaba en un lateral, a pocos metros de ellos. Tocaron una hora y veinte, e hicieron moverse al personal de principio a fin. Sólo descansaron en un tema lento, acompañado de guitarra acústica. Juliette Lewis es más alta en persona que en las películas, o lo parece. Salió con botas, pantalones muy ajustados y una camiseta aún más ceñida, y una cinta de india en la cabeza, con plumas. Apenas paró de bailar y brincar en un estilo a medio camino entre lo punk y lo sexual. Soltó algunas palabras en español, no abandonó la sonrisa, de vez en cuando se acercaba a las primeras filas para que le tocasen el pelo y las manos, e incluso le dio un par de besos a un tipo del público. Hacia el final se tiró de espaldas sobre la gente, encima del bosque de brazos alzados. El resultado: un espectáculo salvaje, rompedor, provocativo y muy rockero. Para deleite femenino, en los bises los músicos de The Licks se desnudaron de cintura para arriba. Juliette, niña loca y mala, siguió como estaba.

miércoles, octubre 18, 2006

En la Sala Heineken

Anoche fui a ver el concierto de Juliette Lewis (en la foto), líder del grupo de punk rock Juliette & The Licks y actriz y cantante que a mí me da mucho morbo. De ello os contaré en el artículo de mañana. Os aseguro que tienen mucha marcha.

Miradores (La Opinión)

En esas mañanas en las que aprieta un poco la nostalgia de los orígenes, es conveniente colarse por la red en busca de imágenes. Fotos en las que, pese al tamaño reducido, poder pasear la mirada por algunas estampas zamoranas: las calles, los pueblos, las fachadas de los edificios emblemáticos, el río, los puentes, las iglesias, los jardines, las murallas, el cielo, la niebla, la lluvia y la nieve. Quizá para quienes viven allí estas imágenes entrevistas en la red no signifiquen nada, pero para quienes estamos lejos suponen mucho. Imagino a algunas de esas personas que me escriben correos electrónicos desde otros países (gente que emigró y tiene sus raíces en la misma provincia que yo), metiéndose a diario en el periódico, para enterarse de cuanto se cuece en la ciudad, y, de vez en cuando, indagando por los laberintos de internet a la caza de postales que les devuelvan lo que dejaron atrás o lo que dejaron atrás sus antepasados y a ellos les gustaría visitar. Les aseguro que es un acto provechoso para uno, y que provoca cierto goce para la vista y para la memoria. En las misteriosas conexiones que cobija la red, encuentro sin proponérmelo un poco de información sobre Zamora de Hidalgo, ciudad asentada en un valle de Michoacán, en México; recibió este nombre, Zamora, porque muchas de las familias que la fundaron provenían de allí. Observo las fotos: parece un lugar tranquilo, donde la economía se sustenta sobre la agricultura y la industria. No me importaría recorrerlo.
Sigo viendo imágenes de mi provincia. Hoy, en este paseo virtual, busco aquellas fotografías en las que aparezcan los miradores. Encuentro unas cuantas en la web oficial de información turística del Ayuntamiento. Las imágenes son demasiado pequeñas, pero me sirven para mis propósitos de observador indiscreto, en esta ventana que es la pantalla del ordenador: el Mirador de San Cipriano, con la Iglesia de Santa Lucía al fondo, en cuyo campanario se divisa el nido de las cigüeñas; el Mirador del Pizarro, desde el que se vislumbra el Puente de Piedra; el Mirador del Troncoso, el de la calle San Bernabé, el de la Ronda de Santa María la Nueva y los del Castillo, desde los cuales admirar el Duero, La Catedral, algunas iglesias y los barrios de la periferia. Varias ilustraciones se ven entorpecidas estéticamente por las horribles grúas, que siempre afean los paisajes urbanos. En tres o cuatro de estas fotos hay nieve: tejados blancos, orillas blancas, campanarios blancos.
Se extrañan los miradores. Los miradores de las ciudades pequeñas y románicas invitan a la reflexión, a la serenidad y al vuelo de los sueños. Sospecho que, en las grandes urbes, la gente pierde un poco su capacidad de soñar. Es cierto que, a cambio, las personas progresan mucho y acumulan riquezas, pero nadie debería abandonar los sueños. Cuando caminaba por las calles antiguas de mi ciudad y me apostaba en los miradores, a veces acompañado, a veces en soledad, la mirada absorbía los colores y la composición de la luz en los objetos y en los parajes como si los ojos tuviesen sed y las vistas fuesen el agua que necesitaban para aliviarse. Esto de los sueños, además, es inmediato. Y es placentero, aunque no sea realista. Digo que es inmediato porque, en cuanto miro durante varios minutos estas fotografías de los miradores, me acomete un sueño: ojalá uno pudiera tener la facultad de introducirse en las fotografías de la pantalla, caminar durante un rato por ese rincón, palpar la piedra antiquísima y, después, una vez saciado, volver a su silla, en su cuarto. Exactamente igual que en las historias fantásticas de seres que atraviesan el tiempo y el espacio.

martes, octubre 17, 2006

Carver dixit


Raymond Carver:
Todos los poemas son actos de amor, y de fe. Las recompensas por escribir poesía son tan pocas, ya sean monetarias o en términos de, ya se sabe, la fama y la gloria, que el acto de escribir un poema tiene que ser un acto que se justifique por sí solo, y en realidad que no tenga otro objetivo. Para querer escribir poesía, realmente hay que amarla. En ese sentido, pues, todos los poemas son de amor.

[Lee el resto de esta magnífica entrevista: aquí. Dedico el post a todos mis amigos poetas, y les animo a que jamás abandonen la lucha]

El toque oriental (La Opinión)

Cena en un restaurante árabe. Reunión de antiguos amigos en el Mosaiq, garito con dos comedores y un patio en el que se escucha el rumor placentero de las fuentes y se fuman pipas de agua. Habitaciones penumbrosas, poco iluminadas. Arabescos y mosaicos. Alfombras y velos. Hierros y sedas. Lámparas y velas. En las mesas: parejas, grupos de colegas hispanos, familias moriscas. Entre los comensales, una anciana árabe, cubierta de pies a cabeza, sólo con el rostro curtido y apergaminado al aire. Camareros españoles, uniformados al estilo arábigo. Propietarios indios. Cocina árabe con influencias de otras gastronomías mediterráneas. Una variedad de nombres exóticos en el menú. Palabras que uno lee y escucha por vez primera. Moutabal, shawarma, boreks, tagine, fattoush, kibbe, fatayer. Denominaciones que encubren una rica variedad de platos, postres y entrantes. Aroma a especias, a incienso, a cordero y a té caliente. Cerveza de Casablanca. Acompañamos con vino.
A mitad de la cena, suena por los altavoces una música. Música árabe. Sensual, mágica, tribal, con reminiscencias remotas. Se siente uno inmerso en los palacios de “El ladrón de Bagdad”. Una bailarina aparece, entonces, en el restaurante. Morena de piel y de ojos, el cabello rizado, los ojos rasgados y pintados con köhl. Bellísima, seductora. Vientre al descubierto, pies descalzos, tatuajes de henna. Por su cuerpo se distribuyen pulseras y ajorcas, collares y brazaletes, anillos y tobilleras, lentejuelas y monedas. Interpreta la danza del vientre. Avanza despacio. Se mueve como una serpiente. Baila y menea todos los músculos del estómago y de los brazos. Da vueltas y alza las manos. Nunca abandona la sonrisa. Todo el mundo deja de comer para contemplarla. Los camareros aguardan en un rincón, de pie, observando los pormenores de este baile que hechiza. Dos bailes y unos aplausos más tarde se retira, se aleja mirando al público y se inclina, haciendo reverencias. Al acabar la cena, el patio está repleto de gente fumando narguiles (pipas de agua), tomando té y bebiendo copas. No hay un hueco para quedarse. Salimos a la calle, satisfechos del lugar. Dos años atrás lo ponían a parir en los foros, pero ahora ha cambiado el servicio y la cocina, supongo. Dicen que es un sitio de moda. La noche se vuelve toledana. Toca abrigarse.
Regresamos a pie. Una larga caminata para bajar la comida, estirar las piernas y alejarse de las largas esperas buscando un taxi. Andando por Fuencarral, encrucijada de muchedumbres. De día, mercado para gente joven. De noche, zona de paso y de juerga. Se cruzan las tribus urbanas y los estilos. Latin Kings, skin-heads, pijas, señoritos, hippies, raperos, borrachos, vanguardistas, matones de medio pelo, lesbianas y gays, parejas heterosexuales, travestís, pandillas, gente bebiendo… Una vez más, atravesar Montera se convierte en la constatación de que esa calle es la triste Pasarela Cibeles de las prostitutas jóvenes. Las dos de la madrugada y algunas ya han caído derrengadas. Se sientan en los escalones de los portales o se apoyan en las esquinas. Las más guapas no están, habrán cobrado pieza pronto. Son las últimas princesas de un reino en decadencia, o sea, la calle. Aceras tumultuosas, llenas de peligro y de aventura. Al llegar al portal de casa, cuatro negros están sentados en el escalón. Rizos y rastas. Ocupan toda la entrada. Cuatro africanos sonrientes y simpáticos que fuman y beben. Les pido que me dejen pasar. Se incorporan, me piden disculpas, se muestran amables, sonríen. Uno me pregunta qué tal va la noche. Les digo adiós antes de entrar al portal. Buena gente. Sólo quieren pasar un buen rato. Como todos.

lunes, octubre 16, 2006

Cine inédito: Bukowski: Born Into This


Por fin he visto esta película documental que incluye entrevistas, fotografías, declaraciones de terceros, recitales poéticos, viejas portadas de libros y algunos archivos tomados de The Charles Bukowski Tapes. Me la he tragado en versión original en inglés y sin subtítulos (los únicos que existen están bastante desajustados y tuve que quitarlos), y admito por lo tanto que no me he enterado de mucho, pero ha sido una auténtica gozada ver al viejo Buk siempre con una botella en la mano y bebiendo, charlando, bebiendo, riéndose, bebiendo, fumando, bebiendo, enfurecido, bebiendo, recitando, bebiendo, conduciendo, bebiendo y hasta echando una lagrimita.
Además de las entrevistas con él, Born Into This contiene declaraciones de algunos de sus amigos, ex novias y editores, aparte de toda la gente famosa que habla para las cámaras (Bono, Taylord Hackford, Sean Penn, Tom Waits, Barbet Schroeder, Joyce Fante y Harry Dean Stanton). No os perdáis la web de la película porque merece la pena.
[El título del filme proviene del poema Nosotros los dinosaurios y está recogido en Poemas de la última noche de la tierra, allí donde dice: nacidos así / para esto]

Otras maneras de adaptarse (La Opinión)

Hay un restaurante al que, a menudo, voy a pedir un kebab para comer en casa. Aunque me explico alto y claro, como si le hablara a un niño, siempre me entienden mal y me preguntan tres veces por los ingredientes del menú. Pues bien, me temo que en ese restaurante han aprendido los trucos españoles. O sea, dar menos y cobrar más. Como hacían algunos de esos antiguos tenderos cuyo retrato de tebeo viene a ser el minorista granujiento de “13, Rúe del Percebe”, que siempre vendía aire a sus clientas. Esto no quiere decir que todos los tenderos hayan sido o sean iguales. Lo advierto antes de que me toque recibir los insultos de los tenderos de medio país, creyendo que me meto con su oficio. No. Ni significa que todos los árabes hayan aprendido los viejos trucos ibéricos para sacar unos céntimos de provecho. Siempre que hablamos de algo en la prensa, mostramos ejemplos. Que quede claro que me refiero a ese restaurante en concreto y a algunas tiendas de ultramarinos de mi niñez.
Cuando empecé a comprar kebabs en ese restaurante de comida rápida, el bocadillo que te vendían bastaba para saciar cualquier apetito voraz, léase el mío. Daba uno la puntilla a ese bocado doble y sentía el estómago lleno. El precio estaba bien. Más o menos barato, teniendo en cuenta que hablamos de Madrid y aquí todo es caro. Hace unos meses fui a comprar uno de esos sabrosos y adictivos bocadillos y habían subido los precios. Cada kebab costaba cincuenta céntimos, o quizá más. Y otros cincuenta céntimos, si uno lo pedía con queso. La segunda sorpresa vino al desenvolverlo en casa. Después de quitarle el papel de aluminio en el que los envuelven, noté que el invento estaba flacucho. Al acabármelo, advertí que me habían cobrado más, pero despojando al kebab de una parte de su contenido. Más dinero y menos carne, a cambio. Igual que esas ofertas de los supermercados: suben el precio de un producto, y añaden un cartel en el que pone “Oferta” o “Precio rebajado” y todos picamos el anzuelo; lo creemos y compramos, a veces en grandes cantidades. He vuelto varias veces a por uno de esos kebabs. El precio se mantiene alto, y el grosor del bocadillo va disminuyendo día a día. Ahora, tengo que comer algo más para saciarme, o pedir una ración de patatas fritas. No voy a otro sitio porque allí despachan, sin duda, el mejor kebab de Lavapiés. Pero me siento a pensarlo y me digo: “Se han adaptado con rapidez. Cobran más, ofrecen menos. Eso es España”. Me recuerda a esos restaurantes con menú de diseño, donde te cobran un ojo de la cara por ponerte, en un plato de dimensiones toreras, una cagarruta de carne con miel y mucha hoja verde.
Recuerdo un episodio de mi infancia. Íbamos a una tienda de ultramarinos y, mientras el resto de la familia hacía la compra, mi hermano y yo, aún unos enanos (pero ya sin chupete), señalábamos con el dedo la peseta pegada con celofán en la parte inferior de la balanza. Y soltábamos las preguntas inconvenientes en voz alta, que hacían enrojecer a mi madre: “¿Por qué tienen una peseta pegada en la balanza? ¿Podemos cogerla?” Estos árabes del garito al que voy han terminado por adaptarse. Han puesto su propia peseta en la balanza, y a cambio salen ganando. Hablé aquí una vez de un negro muy simpático, un hombre muy agradable y siempre ducho en sonrisas, que regenta una tienda de ultramarinos en el barrio. Se ha adaptado tan bien que llama a las señoras por su nombre de pila, les pregunta por su vida diaria y cotillea un rato con ellas. Confieso que prefiero más esta adaptación, la del africano, que la otra, basada en precios y siseos. Son otras maneras de adaptarse.

domingo, octubre 15, 2006

Motores en el cielo (La Opinión)

Escucho un estruendo que se cuela por debajo de las ventanas cerradas. No hay nada abierto, para impedir que entre el frío de la mañana, pero los ruidos resultan tan poderosos que se abren paso por cualquier rendija. El estruendo parece provenir de algún tipo de máquina, un motor o algo así. Luego, el sonido de muchos motores, como si se nos cayera el cielo encima, ese viejo temor de los galos de la aldea de Astérix y Obélix. Salgo al balcón. En el cielo, volando bajo, justo encima de nuestras cabezas, pasa un gran avión. Le sigue, a un palmo, un avión militar, pequeño y veloz. Si fueran bicicletas, en vez de aviones, diríamos que el segundo está chupando rueda del primero. Los contemplo pasar. Esa imagen me trae, a velocidad de evocación, las escenas de los telediarios y de la película “United 93”. Un avión con problemas o con terroristas a bordo, y una aeronave militar pegada a su cola, tratando de solucionar la papeleta. Por supuesto, son imaginaciones. Al fondo, a lo lejos, recortándose sobre el cielo, un puñado de helicópteros militares. La estampa me fascina. El estruendo de los aviones, de las avionetas y de los helicópteros lo envuelve todo. Es un cuadro apocalíptico, propio de escenarios bélicos. Los helicópteros, acercándose por el aire en rara formación, parecen salidos de “Apocalypse Now”. Falta el cielo rojo; aquí, ese día, el cielo era muy azul. Luego, más máquinas y motores surcando el aire. Un auténtico enjambre aeronáutico y militar. Minutos más tarde sé el motivo: maniobras militares, meros preparativos en la víspera del desfile de la Fiesta Nacional.
Otra mañana: un nuevo estruendo. Tiemblan las ventanas de un modo más rompedor que cuando pasa por la calle el camión de la basura. Salgo a mirar. Algunos vecinos se han asomado a sus balcones y buscan con los ojos el origen del ruido que nos aturde. Al fin lo diviso: un helicóptero, volando muy cerca del tejado, encima de mí y de los vecinos, dando vueltas alrededor. El ruido de las hélices de los helicópteros es tan frecuente en esta ciudad que uno apenas se distrae: están los helicópteros oficiales, los de la policía, los de los equipos de televisión y los de rodaje de películas. Pero este caso es distinto: vuelta tan bajo que asusta, y se demora, insistiendo en esos merodeos a poca altura, igual que una avispa recelosa en una barbacoa, zumbando por encima de la carne y la ensalada, sin saber si es el momento apropiado para posarse. Sólo un par de días antes, alarma en las televisiones: una avioneta se estrelló contra un rascacielos de Manhattan. En los medios especulan, mencionan los fantasmas de los viejos atentados. Tras la falsa alarma, se reanuda la vida cotidiana y la gente vuelve a sus quehaceres y a sus preocupaciones. Sólo un accidente y el fallecimiento de dos personas, debido a la explosión de la máquina contra el edificio de Manhattan.
Y así vivimos desde entonces. Cinco años, ya, de sospecha, de incertidumbre, de recelo, de temor a cuanto surca los cielos. “La amenaza viene del cielo”, leí en alguna parte. O tal vez fuera un eslogan comercial; de alguna película, me refiero. O acaso sea un titular. Basta que un avión vuele muy cerca, muy próximo a los tejados bajo los que se engendran nuestras vidas confortables, para sembrar la inquietud en todos nosotros. Si un helicóptero se demora cerca de un edificio, ya no se le ningunea; al contrario, hoy escuchamos su rumor, su lenguaje de hélices, lo que tenga que decir. El futuro se ha escrito en el cielo, entre jirones de nubes y aliento lejano de estrellas. Sólo respiramos aliviados cuando el zumbido de los motores se aleja y la máquina no tiene visos de estamparse en una fachada.

sábado, octubre 14, 2006

Cormac McCarthy: una buena noticia


Acabo de ver en la web de La Casa del Libro que el día 17 de noviembre (que, por cierto, es mi cumpleaños), Mondadori pone a la venta, por fin, la última novela de Cormac McCarthy, No Country for Old Men, que aquí han titulado No es país para viejos. Ya era hora. Aprovecho para recomendar su Meridiano de sangre, uno de los libros más salvajes que he leído.
[Tras colgar este post, descubro otra buena noticia en la misma web. Ya está listo lo nuevo de Philip Roth: Elegía. Pero no ponen la fecha en la que estará a la venta.]

Más Textamentos


Os recomendé el otro día el libro Un elefante en Harrods, de Francisco Rodríguez Criado. Y sus artículos. De su web se puede descargar, en pdf, el libro titulado Textamentos, una selección de 13 artículos que no os van a defraudar. Puro humor negro e imaginativos equilibrios con la prosa.

Libros en inglés (La Opinión)

Fisgando por la sección de libros en inglés de una pequeña librería, encuentro esto: “The First Forty Nine Stories”, de Ernest Hemingway. Cuarenta relatos del viejo maestro que escribía de pie y se fue al otro barrio con un tiro de escopeta. Sus primeras cuarenta historias. Una joya. Pero en inglés. Le doy unas cuantas vueltas en mis manos, saboreo el índice, miro y remiro la portada (las portadas norteamericanas suelen ser más valientes y originales que las españolas). El precio no está mal. Sin embargo, lo dejo en su estante. Sé que esta vez no me arrepentiré. El problema es el inglés. Una carencia de muchos de mis compañeros de aula. Nos enseñaron inglés en el colegio, en el instituto, incluso en la universidad, y no sabemos lo bastante como para hablarlo por ahí con soltura. Sólo quienes estuvieron un tiempo en Inglaterra regresaron con dominio del idioma. Así que dejo el libro. Mientras, me pregunto por qué resulta tan difícil encontrar hoy los cuentos de Hemingway en castellano. Alguna editorial debería reeditarlos. Pueden encontrarse, sí, sus antiguas antologías de relatos. Es preciso escarbar un poco en las librerías de viejo y acaban saliendo. Pero se trata de tomos antiguos, o de segunda mano, o muy caros para el bolsillo de uno. Igual que hace poco pude comprar los cuentos de Francis Scott Fitzgerald, confío en que suceda lo mismo con el autor de “Los asesinos”, uno de sus cuentos más celebrados. Como la literatura tiene sus modas y sus caprichos, hay épocas en las que se ha considerado a Hemingway un tipo menor dentro de la literatura. Confieso que, de aquel trío de ases con tendencia al alcoholismo y a vivir la vida sobre el filo de la navaja, a saber, Faulkner, Hemingway y Fitzgerald, he leído más libros del primero. “El ruido y la furia”, “¡Absalón, Absalón!”, “Santuario”, “Mientras agonizo”. Vuelve a estar de moda Faulkner, a juzgar por la reedición de sus obras en Alfaguara. A Hemingway, otra editorial lo está rescatando en bolsillo. Ahora bien, ¿cuándo verán la luz sus cuentos?
Tampoco conocemos en castellano la narrativa breve de otro grande, John Fante, de quien es obligatorio leerse su novela “La hermandad de la uva” y la saga de Arturo Bandini. Unas semanas atrás estuve a punto de encargarles a unos amigos, que viajaron a Nueva York, una antología de los cuentos de Fante. No supe hallar por la red alguna librería donde lo tuvieran y, además, les cayera de paso (teniendo en cuenta los lugares céntricos por los que habían planeado moverse), y luego lo pensé bien. ¿De verdad iba a leerlo entero? ¿En inglés? Lo dudo. Una vez conseguí los cuentos no publicados de mi admirado Salinger en un archivo pirata. Se trata de relatos que sólo vieron la luz en revistas de Estados Unidos. Los imprimí. Pero no he dado el paso, que es intentar traducirlos. Me falla el inglés. Meses atrás, conocimos a un tipo. Una mezcla rara: un norteamericano que había vivido un tiempo en Italia, y que ahora residía en Rusia, pero estaba de paso en España. Figúrense los idiomas que manejaba. Otro compañero de colegio y yo intentamos comunicarnos con él en inglés. Al final lo conseguimos, pero sólo a costa de sudar, de buscar las palabras en español y su traducción al inglés como si fuéramos mineros jóvenes en su primer día de trabajo. ¡Cuánto esfuerzo, cuánta humillación ante el hombre, que me miraba atónito!
Siento una rabia doble cuando veo esos libros americanos que me gustan y no han sido traducidos: rabia de no manejar el inglés como sería necesario y rabia porque nadie se haya preocupado de traducir esos textos en España. Rabia porque aprendí poco y me enseñaron menos; rabia por esa ausencia editorial.

viernes, octubre 13, 2006

Libro: El ocaso de los superhéroes, de Deborah Eisenberg


Atención a esta escritora, Deborah Eisenberg. Muy aplaudida y premiada, no había sido traducida hasta ahora en España. Y llega con su último libro de relatos, El ocaso de los superhéroes. Seis largas historias (casi podíamos llamarlas "novelas cortas") en las que Eisenberg nos apabulla con su sutileza y un gran dominio de la elipsis. Cada relato va cuajando poco a poco en el lector, despacio, y este va recogiendo las breves pinceladas de información importante que ella nos da. Sólo al final podemos componer el mosaico entero. Basta fijarse en uno de los cuentos, que habla de una relación siniestra y tormentosa entre una pareja; en una sola frase recibimos la clave: Yo sólo..., estaba diciendo ella, y lo único que acierta a recordar es su sorpresa, como si acabara de descubrir que el cuerpo de Eli también tenía puños. Eli es el novio de la muchacha. En adelante, sólo se mencionan los moretones; nada más. Eisenberg ha soltado el dato y no volverá a repetir que el tipo la pega.

Mi favorito, sin embargo, es el primero y el que da título al libro: El ocaso de los superhéroes, fiel reflejo del atentado del 11-S y sus consecuencias posteriores (miedo, guerra, caos) y una obra maestra de composición. En Qué Leer tienen un enlace al cuento en pdf. Está completo. Deberíais leerlo y, después, comprar el libro. Merece la pena.

Para completar: artículo de Fresán, la interesante portada americana y un cuento completo en Qué Leer.

La Hora Chanante (La Opinión)

La risa es, o debería ser, una parte indispensable de nuestras vidas. Pero la risa parte con una desventaja: lo que mueve a la carcajada suele ser considerado de menor calidad para los críticos. Por eso algunas personas creen que una novela que hace reír es mala (salvo “Don Quijote”, uno de los libros más divertidos que existen: en esto hay unanimidad) y, por eso, las comedias no ganan el Oscar. Para sostenerle el pulso a la vida, cada poco necesitamos reírnos. Es saludable. He tardado en descubrir el programa más cachondo, surrealista e irreverente de la tele. Políticamente incorrecto y salvaje, sus responsables han logrado que incluso manejemos el vocabulario conquense de sus personajes. Me refiero a “La Hora Chanante”, el programa de la Paramount Comedy. Decía que he tardado en descubrirlo. Me lo mostraron mis amigos. Desde hace unos meses, sin embargo, sigo algunos fragmentos atrasados gracias a esa herramienta de la que ahora se han puesto a hablar en todas las cadenas de televisión: el YouTube. Gracias al YouTube rescato mis vídeos favoritos de “La Hora Chanante”, a saber, los Testimonios de personajes famosos, las comparecencias y consejos de El Gañán y las aventuras de Marlo y Claudio en la ciudad.
Tres de los protagonistas de este espacio me han hecho reír hasta derramar lágrimas: Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla y Julián López. Dado que la televisión no es lo mío, he perdido la cuenta del resto de sus colaboraciones. Sé que Reyes escribió este verano para El País, y que López aparece en la nueva temporada de “Noche Hache”. Todos los Testimonios los interpreta el mismo showman: Joaquín Reyes. Se disfraza, le ponen apósitos de goma y adminículos en la cara y en las manos y se transforma por completo. Me costó creer que fuera siempre él quien estaba debajo de cada maquillaje. En los Testimonios nos ofrece una caricatura del famoso en cuestión; el personaje se presenta y habla hacia la cámara y pronto vamos descubriendo sus debilidades, su vanidad, su afán de protagonismo; me refiero a los personajes imitados, no al actor. Esos famosos salen escaldados: una calenturienta Sara Montiel que se alegra de que los campos manchegos estén “llenos de gañanes”, un Tkachenko harto de que hagan chistes sobre su altura, un José Luis Moreno que dice “Tengo los huevos pelaos de tratar con gandules” y luego hace un casting de ropa interior entre jovencitos fornidos, un Axl Rose a quien un encargado lleva una carretilla de cocaína para que la esnife en el camerino, un Lorenzo Lamas que jura estar enamorado del interior de su mujer mientras enseña a la cámara las fotos de ella en pelota, un Stephen King al que su mujer acusa de “Oler a Caldofrán”, o una Madonna que suelta “Yo siempre he hecho lo que me ha salido de la brenca”. Pero la grandeza de Reyes no reside sólo en el mimetismo, sino en que a todas las celebridades las imita con acento albaceteño-conquense. No en vano, Joaquín Reyes es de La Mancha.
También disfruto con el Gañán, personaje rural que interpreta Ernesto Sevilla. Su grito de guerra es célebre en las noches etílicas de los jóvenes. Y me deleitan las aventuras de Marlo y Claudio, dos tipejos a los que dan vida Sevilla y López: aparecen caracterizados con el pelo muerto y grasiento, los dientes sucios y unas gafotas de culo de vaso. “La Hora Chanante” puede verse, además, en Localia. Uno de sus aciertos es que sus artífices nos han hecho aprender ciertas expresiones y palabras propias de Cuenca. El manchego es un vocabulario muy amplio y rico. Estos tipos, Reyes, Sevilla, López y el resto de colaboradores, son una auténtica fuente de ingenio.