La historia de las librerías es muy diferente de la historia de las bibliotecas. Aquéllas carecen de continuidad y de apoyo institucional. Son libres gracias a ser las respuestas mediante iniciativas privadas a problemas públicos, pero por la misma razón no son estudiadas, a menudo ni siquiera aparecen en las guías de turismo ni se les dedican tesis doctorales hasta que el tiempo ha acabado con ellas y se han convertido en mitos.
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Si la Historia asegura la continuidad de la Biblioteca, el Futuro amenaza constantemente la existencia de la Librería. La Biblioteca es sólida, monumental, está atada al poder, a los gobiernos municipales, a los estados y sus ejércitos: además del expolio patrimonial de Egipto, el “ejército de Napoleón se llevó unos mil quinientos manuscritos de los Países Bajos austriacos y otros mil quinientos de Italia, principalmente de Bolonia y el Vaticano”, ha escrito Peter Burke en su Historia social del conocimiento, para alimentar la voracidad de las bibliotecas francesas. La Librería, en cambio, es líquida, temporal, dura lo que su capacidad para mantener con mínimos cambios una idea en el tiempo. La Biblioteca es estabilidad. La Librería distribuye, la Biblioteca conserva.
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Viajamos para descubrir pero también para reconocer. Sólo el equilibrio entre esas dos acciones nos proporciona el placer que buscamos en los viajes. Las librerías casi siempre son una apuesta segura a ese respecto: su estructura nos tranquiliza, porque nos resulta siempre familiar; entendemos intuitivamente su orden, su disposición, lo que pueden llegar a ofrecernos; pero necesitamos al menos una sección en que reconozcamos el alfabeto y sepamos leerlo, una zona de libros ilustrados que podamos hojear, manchas de información que de ser preciso –o por simple azar– podamos descifrar.
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Como ámbito erótico, toda librería es por excelencia un lugar de encuentro: entre libreros y libros, entre lectores y libros, entre lectores y libreros, entre lectores viajeros. El carácter de familiaridad que comparten todas las librerías del mundo, su naturaleza de refugio o de burbuja, hace que en ellas sea más probable que en otros espacios el acercamiento.
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Ahora que ya poseo la biblioteca que necesito, y que puedo llevar libros almacenados en mi tableta, sólo compro durante mis viajes aquellos títulos que me pueden ser realmente útiles, aquellos libros que no se encuentran fácilmente en mi ciudad y que de verdad deseo leer.
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Desde que me radiqué de nuevo en Barcelona, cada vez que me escapo a Madrid, además de visitar La Central del Reina Sofía y la de Callao, trato de tomarme un café en Tipos Infames, un bar y galería de arte en sintonía con las últimas tendencias de librería internacional; y visito la Antonio Machado, en los bajos del Círculo de Bellas Artes, cuya selección de pequeñas editoriales españolas es siempre exquisita y al lado de cuya caja registradora he ido encontrando, durante años, los principales libros sobre librerías que he utilizado en este ensayo.
[Anagrama]