Pero yo, con afán de romper las reglas, reflexiono sobre el tema y concluyo que sería mejor vivir en África, un lugar más puro, con menos radiaciones, un sitio donde no hay tanto miedo a la muerte, donde se puede acceder a los grandes secretos, a la verdad sin artificios, la que se esconde más allá de las colmenas de viviendas que nos asfixian, más allá de este mundo de cartón-piedra en el que, parafraseando a Beigbeder, el hombre es un producto con fecha de caducidad. Un producto sin garantía que suele durar más de cuarenta años, pero que, pasado ese tiempo, está altamente expuesto al cáncer y otros agentes destructores.
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