Bajo esta luz de la primera tarde, la carretera extendida como la piel abandonada de un reptil prehistórico, parece pedir perdón por la pobreza de mi símil, que por otra parte es todo lo que tengo que ofrecer ahora. Tú conduces. Yo miro por la ventanilla, cabeceo con la música, trazo alguna breve anotación en mi bloc de notas, idéntica a todas las anteriores. Idéntica a ésta. Sé que el resto del viaje nos mantendremos en silencio. También sé por qué razón. Más de diez kilómetros atrás, vimos un ángel plantado en mitad de nuestro carril. Con la boca abierta y desdentada, miraba al cielo tratando de gritar. Te pedí que pisaras el acelerador. Lo hiciste, sí. Pero en el último momento diste un brusco volantazo y le esquivaste, aun a costa de cruzar la línea del arcén. “Ya está bien”, dijiste, “también tenemos nuestros propios problemas”. Cuando miré por el retrovisor, él no había cambiado de postura. Por un segundo, casi recé porque el siguiente coche tuviera más valor que nosotros.
Javier Esteban, El Principio Antrópico
Javier Esteban, El Principio Antrópico