Han venido de Rumanía a echar paladas de tierra sobre
los cimientos de mi casa. Son dos hombres solitarios
que apenas pueden hablar nuestro idioma y quieren trabajar
como las máquinas.
Me entristezco mirándolos, cubiertos de tierra y agonía,
con sus zapatos mocasines nuevos, llenos de barro y aire.
La empresa constructora los ha enviado, este domingo,
para hacer el trabajo más sucio y doloroso.
No quieren comer con nosotros, de nuestra barbacoa.
Les ofrecemos, vacilantes, unas galletas y un refresco
que aceptan con una amabilidad desgarrada.
Mi marido y mi hermano cogen otras palas y les ayudan.
Pero ellos, no sé, si lo agradecen o condenan.
No hacen gestos felices ni tampoco de odio.
Ya he visto en otros hombres, otros emigrantes de países esclavos,
alguna vez, he conseguido traspasar esos ojos altivos y serenos,
que lo rechazan todo, y sólo desean terminar el trabajo
para caer en la cama y soñar con su país y familia.
Siempre la mirada más allá de cualquier horizonte
y el corazón orgulloso de los humillados.
Después de verlos a ellos trabajar con sus únicos zapatos,
destrozados y rígidos, ya no podré descansar el espíritu,
en esa casa de campo que me están construyendo.
Debemos despedir al constructor o derribar la casa.
Isla Correyero, La verdadera historia de los hombres
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