viernes, noviembre 11, 2022

Diarios (tomo II). A ratos perdidos 3 y 4, de Rafael Chirbes

 

 

A nadie se le ha entregado un gramo de belleza ni de sabiduría sin una dosis de sufrimiento. La idea de conocer disfrutando es muy propia de la sociedad contemporánea, de los folletos de turismo actuales. Viajar resulta siempre incómodo, y cuando alguien se encarga por nosotros de que se vuelva cómodo, quiere decir que el viaje nos enseña poco, nos sirve para poco, porque el término “comodidad” implica no salirse de tus parámetros, de tu forma de vida: reproducir tu mundo vayas donde vayas. En ese caso, te ocurre lo que antes he escrito que alguien le recriminaba a Kipling: puedes llegar a viajar tanto que no te dé tiempo a conocer nada.

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Entras en algún local de ligue y descubres que nadie te mira o que, si alguien cruza por azar la mirada contigo, la aparta con precipitación. Le diriges a alguien la palabra y te dice: no, es que estoy cansado, o casado, o tengo prisa; esos son los signos que anuncian que lo peor está empezando a llegar. Aún hay más. Demasiadas veces te invade la sensación de que ni siquiera tienes acceso. Es decir, que ves a alguien que te gusta y ni siquiera te atreves a pensar en dirigirle la palabra, porque constatas que es de otra época, de otro tiempo, que está en el escaparate de un local al que no tienes acceso; piensas que tu tiempo con él ya ha pasado. No sé cómo ni desde cuándo, pero esa sensación es cada vez más frecuente. La sensación de estar cerca de algo hermoso que no es para ti, ya no. Te da vergüenza mancharlo hasta con la mirada.

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Se descubre, sobre todo, que uno entierra demasiado deprisa determinados libros, a ciertos autores. Al releerlos, hojeando esos libros, te das cuenta de que lo que tienes prisa por enterrar son tus propias visiones de aquel tiempo, un tú que das por liquidado: te vas enterrando poco a poco tú mismo. Los autores siguen en pie, aguantan el paso del tiempo. Son bastante más que lo que un adolescente devoró torpemente en la avidez de los días convulsos.

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Escribir no cura, no alivia, no saca de esa niebla, de esa rebaba que es la vida. Sí, la novela… La escribí en una soledad tremenda, es un libro solitario en una España… Más que de escalada, la imagen es la de merodeo. Vagabundeo torpe en busca del sentido de la propia vida. Un escritor. No el que se pasa la vida entre palabras, sino el que se pasa la vida buscando atrapar algo mediante palabras: no, no es exacto, las palabras no lo atrapan, sino que lo revelan.

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¿Qué voy a hacer sin novela? Empezar otra, me respondo. Se dice pronto. Siento amargura, me aburre esta queja permanente: saber que no estás dotado para lo que más quieres. Ni para el amor (no soporto que me quieran; he acabado sin aspirar ni siquiera a un poco de sexo: desgana), ni para la literatura (ni siquiera escribir artículos, ágrafo). Me gusta la perspectiva de ir dejándome vencer por la desgana. Y el final ¿cómo?, ¿esperarlo resignadamente? ¿Por qué lo que veo, lo que pienso, incluso lo que hablo, soy incapaz de ponerlo por escrito?

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Doy vueltas, me desespero, aquí, solo, sin ducharme ni afeitarme, oliendo a rayos a la una de la mañana, sin apenas conexión con nadie, sin trabajo, sin dinero. Pero todo eso no es grave. Lo único grave es tener la cabeza vacía y la pluma seca.


[Anagrama]