miércoles, mayo 18, 2022

La campana de cristal, de Sylvia Plath

 

 

Seguro que hay cosas que un baño caliente no cura, pero no conozco muchas. Siempre que estoy triste porque me voy a morir, o tan nerviosa que no puedo dormir o enamorada de alguien a quien no veré durante una semana, me hundo y me hundo hasta un punto en que digo: “Voy a darme un baño caliente”.
Yo medito en el baño. El agua tiene que estar muy caliente, tanto que apenas soportes meter el pie. Luego te sumerges, poco a poco, hasta que el agua te llega al cuello.

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Me quedé fría de la envidia. Nunca había ido a Yale, y Yale era el sitio que todas las chicas mayores de mi residencia preferían para ir de fin de semana. Decidí no esperar nada de Buddy Willard. Si no esperas nada de alguien, no te decepcionas.

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Empecé a entender por qué los hombres que odian a las mujeres consiguen que parezcan tan ridículas. Esos hombres eran como dioses: invulnerables y henchidos de poder. Descendían, y luego desaparecían. Nunca podías atrapar a uno.

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El aire acondicionado me hizo estremecer.
Seguía llevando la blusa blanca y la falda con peto de Betsy. Ahora habían perdido apresto, al no haberlas lavado en las tres semanas que llevaba en casa. El algodón sudado despedía un olor acre pero cálido.
No me había lavado el pelo en tres semanas, tampoco.
Llevaba siete noches sin dormir.
Mi madre me aseguró que tenía que haber dormido, era imposible no dormir en tanto tiempo, pero si dormía, era con los ojos abiertos de par en par, porque había seguido el curso verde luminoso de la manecilla de los segundos y la de los minutos y la de la hora en el reloj de la mesa de noche mientras trazaban sus círculos y semicírculos, cada noche durante siete noches, sin saltarme un segundo, ni un minuto, ni una hora.
No me había lavado la ropa ni el pelo porque me parecía absurdo.

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Sabía que debía estarle agradecida a la señora Guinea, solo que no era capaz de sentir nada. Si la señora Guinea me hubiese regalado un billete a Europa, o un crucero para dar la vuelta al mundo, me habría dado exactamente igual, porque en cualquier sitio –en la cubierta de un barco o en una cafetería en una calle de París o de Bangkok– estaría debajo de la misma campana de cristal, fermentándome en mi propio aire malsano.



[DeBolsillo. Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino]