lunes, julio 12, 2021

En la pérfida tierra de Dios, de Omar Di Monopoli

 

 

En Malas Tierras continúan publicando “pelotazos”. En la pérfida tierra de Dios es una novela que uno de sus editores españoles (Guillermo Pérez, que debuta en la traducción) encontró casi por casualidad, buscando en una librería de Feltrinelli en Lecce (en la región italiana de Apulia) alguna lectura que le atrajera mientras esperaba para emprender el viaje de regreso.

La escritura de Monopoli a mí me ha recordado un poco a la del compadre Montero Glez en sus primeros libros: tanto en el fondo (atmósferas en las que no falta el lumpen, personajes en el filo de la navaja) como en la forma (una prosa con un estilo que tiende hacia lo barroco y con exploraciones en torno al lenguaje). Y también me ha recordado a la banda de gitanos que encabezaba Brad Pitt en Snatch, aquella potente película de Guy Ritchie. Si añaden a eso el aire italiano y los gángsters de los bajos fondos tendrán una idea aproximada del libro.

El arranque es propio de muchas ficciones: un hombre vuelve a su territorio tras comerse un tiempo de cárcel. Ese regreso a su pasado incluye a una mujer muerta, a sus hijos abandonados y a las cuentas pendientes con las que tendrá que ir lidiando a lo largo del libro. La estructura alterna lo que ocurre en el presente, al regreso de ese hombre (los capítulos titulados DESPUÉS), y los hechos del pasado que nos sirven para entender los problemas actuales de los personajes (los capítulos titulados ANTES). No quiero contar más para no destriparos el argumento.

Aquí van dos fragmentos de esta historia donde no faltan la violencia y las traiciones; el primer párrafo corresponde al inicio del libro:

La huella de la enfermedad no quería abandonar la habitación en la que el viejo don Nuzzo había estirado la pata tres días antes y obstinada había arraigado incluso en la sala vibrante de moscas enloquecidas por el calor, cuando la pick-up color café con leche, una Volkswagen descascarada y estentórea que parecía lista para el chatarrero, apareció al otro lado del límite de la verja y se abrió camino lentamente por el sendero soltando negros bufidos de gas de escape y removiendo placas de barro cuajado.
Gimmo, en pie bajo la veranda, no reconoció en ese momento a su padre al volante. Tampoco pudo hacerlo Michele, acomodado sobre una hamaca unos metros más allá, pues era poco más que un lactante la noche en que las sirenas vinieron a llevarse al hombre.

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Tenía ya una familia a la que mantener la mañana en la que el Señor fue a encontrarlo.
Él y su mujer, Marianna, una mulata con cara de yegua pescada en quién sabe qué lupanar de Salento, vivían como refugiados junto con su hija en una destartalada vivienda popular a las afueras de Taranto. Se habían trasladado desde la parte más oriental de la provincia, empujados por el hambre, poco menos de un año antes, persiguiendo la ilusión de un puesto en la coquería de los tejemanejes de un falso inscrito en el sindicato –un hijo de puta con el que don Nuzzo había estado en tratos y que después de haberse embolsado una importante regalía había desaparecido– pronto habían arruinado.

 


[Malas Tierras. Traducción de Guillermo Pérez]