jueves, abril 08, 2021

Jane Eyre, de Charlotte Brontë

 

 

No sirve de nada afirmar que para los seres humanos debe suponer satisfacción suficiente el haber alcanzado la tranquilidad. Necesitan acción, y si no consiguen hallarla, la inventan. Existen millones de ellos condenados a una existencia más mortecina que la mía, pero otros tantos millones se rebelan en silencio contra su sino. Nadie puede calcular cuántas rebeliones, dejando aparte las políticas, fermentan entre el amasijo de seres vivos que pueblan la tierra. Se da por supuesto que las mujeres son más tranquilas en general, pero ellas sienten lo mismo que los hombres; necesitan ejercitar y poner a prueba sus facultades, en un campo de acción tan preciso para ellas como para sus hermanos. No pueden soportar represiones demasiado severas ni un estancamiento absoluto, igual que les pasa a ellos. Y supone una gran estrechez de miras por parte de algún ilustre congénere del sexo masculino opinar que la mujer debe limitarse a hacer repostería, tejer calcetines, tocar el piano y bordar bolsos. Condenarlas o reírse de ellas cuando pretenden aprender más cosas o dedicarse a tareas que se han declarado impropias de su sexo es fruto de la necedad.

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-El ansia del que escucha estimula la lengua del que narra –dije más para mis adentros que para ser escuchada por la gitana, cuyas palabras, acento y modales me empezaban a envolver en una especie de ensoñación.

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Las señoritas de buena familia tienen una manera muy curiosa de hacerte saber que te consideran una birria sin formular el juicio verbalmente. Un cierto desdén en la mirada, unos modales exentos de cordialidad y un tono displicente bastan para expresar con creces su opinión al respecto, sin caer nunca en la franca grosería por lo que dicen ni por lo que hacen.

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“Los amigos suelen olvidarnos cuando la suerte nos desdeña”, murmuré, al tiempo que descorría el cerrojo para salir.


[Alba Editorial. Traducción de Carmen Martín Gaite]