miércoles, octubre 21, 2020

Butes, de Pascal Quignard

 

 

Hay en toda música una llamada que yergue, una conminación temporal, un dinamismo que agita, que empuja a desplazarse, a levantarse y dirigirse hacia la fuente sonora. Butes es a la música (respecto de Afrodita) lo que Adonis a la caza (respecto de Afrodita). Estos dos héroes amantes de la diosa del amor responden a un deseo desconocido más vasto que el sexual que es la pasión exclusiva de Afrodita. Su deseo es más vasto que la reproducción social. De este modo se olvidan de Venus. Su búsqueda es periférica y claramente solitaria. Para el uno, es el encuentro con un jabalí. Para el otro, con un pájaro de mar.

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¿Quién tiene el valor de llegar hasta el final del mundo de la tristeza? La música.
Basta con consultar en el fondo de uno mismo la ternura inmediata que algunos sonidos que se siguen levantan de nuevo. Estos ritmos están ligados al corazón antes incluso de que el cuerpo conozca la respiración. Estos lazos no se desatan.

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Hay olvidados del recuerdo del mundo. Hay que ceder un poco de agua pura, es decir, un poco de lengua escrita, a los viejos nombres que ya no se pronuncian. Hay que inclinarse y exhumar las tumbas que se han perdido entre las hierbas y los siglos y las piedras. Hay que abrir un instante la puerta de un libro a estos héroes de la vida legendaria o a estos fantasmas de la vida histórica que han sido abandonados, bien porque sus ejemplos eran contrarios a la reproducción social, bien porque sus proezas despreciaban las elecciones estéticas más populares, bien porque su determinación contravenía los mandamientos religiosos que reúnen a las naciones en el vínculo poderoso de la guerra. Hay que dejar una silla vacía para los que han sido injustamente condenados al ostracismo. Hay que dejarles un poco de permanencia –un aumento de permanencia– en las “horas”, a pesar de los “milenios” que han desfilado ya desde su aparición.
[…]

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De pronto lo antiguo se precipita.
Lo antiguo cae de las nubes.
Es el rayo mismo.
El trueno es la voz de este animal enorme y extremadamente negro que se llama tormenta.
Los relámpagos saltan desde lo alto del cielo con el deseo de venir a tocar la tierra.

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La música comienza por murmurar al oído del que la ama y que se acerca al canto que le envuelve, donde consiente en perder su identidad y su lenguaje: Acordaos, un día, antaño, se perdió lo que se amaba. Acordaos que un día perdisteis todo de todo cuanto era amado. Acordaos que es infinitamente triste perder lo que se ama.  



[Editorial Sexto Piso. Traducción de Miguel Morey y Carmen Pardo]