martes, abril 28, 2020

La ciudad solitaria, de Olivia Laing



Imagina que es de noche y estás al lado de una ventana, en la planta número seis, o en la diecisiete, o en la cuarenta y tres de un edificio. La ciudad se presenta como un conjunto de celdillas: cien mil ventanas, unas oscuras, otras inundadas de luz verde, blanca o dorada. Muchos seres desconocidos van de un lado a otro, atareados en sus asuntos en estas horas de intimidad. Los ves, pero no puedes alcanzarlos, y es así como este fenómeno urbano tan común, que puede observarse cualquier noche en cualquier ciudad del mundo, produce hasta en las personas más sociables un temblor de soledad, una inquietante combinación de aislamiento y exposición.

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Esto significa     que cuanto más solitaria se vuelve una persona, más pierde su habilidad para navegar en la corriente social. La sociedad la envuelve, como el moho o el pelaje, y actúa como una profilaxis que inhibe el contacto, por más que lo desee. La soledad es acumulativa, tiende a crecer y a perpetuarse. Una vez se ha instalado, no es nada fácil desalojarla. Por eso estaba yo de pronto hiperalerta a la crítica, por eso me sentía continuamente vulnerable y andaba encogida por las calles anónimas, consciente de los chasquidos que hacían mis chanclas.

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Si tomamos al pie de la letra esta contestación de Hopper: "Me pronuncio en mis cuadros", lo que está declarando son barreras y límites, cosas que se desean, pero están lejos, y cosas que no se desean y están demasiado cerca: un erotismo construido sobre una intimidad insuficiente, que sin duda es sinónimo de soledad.

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Hacer una foto es un acto de posesión, un modo de visibilizar algo y congelarlo simultáneamente, de encerrarlo en el tiempo.

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Yo no conocía por aquel entonces las irónicas fotografías de la artista Emily Roysdon, en las que escenifica de nuevo las imágenes de Rimbaud poniéndose una careta de papel con los rasgos de David Wojnarowicz. En vez de eso, veía fotos de Greta Garbo, esas imágenes duras en las que va andando por la ciudad con zapatos de hombre y gabardina de hombre, sin consentir gilipolleces a nadie, cuando sale sencillamente porque le da la gana. En Gran Hotel, Garbo decía la famosa frase de que quería estar sola, pero lo que deseaba la verdadera Garbo era que la dejasen en paz, lo cual es muy diferente: que no la molestaran, que no la miraran, que no la acosaran. Buscaba la intimidad por encima de todo, la experiencia de deambular sin que la vieran. Las gafas de sol, la cara escondida detrás de un periódico, hasta sus distintos alias –Jane Smith, Gussie Berger, Joan Gustafsson, Harriet Brown– eran formas de evitar que la identificaran e impedir que la reconocieran, máscaras que la liberaban del peso de la fama.

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[Refiriéndose a una escena de Vértigo] Ese abrazo es una de las cosas más tristes que he visto en la vida, aunque no es fácil decir qué es lo peor: si el hombre que solo es capaz de amar a un holograma, o la mujer que solo puede ser amada vistiéndose como otra, transformándose en un ser que apenas existe, que emprende un viaje hacia la muerte desde el momento en que él la ve por primera vez. Esto ni siquiera es reducción a carne; es reducción a cadáver, cosificación llevada a su lógica más extrema.

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El miedo es contagioso, convierte un prejuicio latente en algo más peligroso.

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¿Qué quería yo? ¿Qué estaba buscando? ¿Qué hacía, navegando horas y horas? Cosas contradictorias. Quería enterarme de lo que pasaba. Quería estímulos. Quería establecer contacto y preservar mi intimidad, mi espacio privado. Quería hacer clic y más veces clic hasta que me reventaran las sinapsis, hasta ahogarme de superficialidad. Quería hipnotizarme con datos, con píxeles de colores, vaciarme, barrer toda sensación de angustia latente por ser como era, aniquilar mis sentimientos. Al mismo tiempo, quería despertar, comprometerme política y socialmente. Y también quería declarar mi presencia, enumerar mis intereses y objeciones, notificar al mundo que seguía estando en él, pensar con los dedos, a pesar de que casi había perdido el arte del habla. Quería mirar y ser mirada, y en cierto modo era más sencillo hacer las dos cosas a través de la pantalla.

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No hace falta emigrar al espacio exterior; lo que hemos hecho es emigrar online.

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[Refiriéndose a Solaris, Gravity, Alien, Soy leyenda] Todas estas historias sobrecogedoras giran en torno al terror que produce la soledad sin perspectiva de cura, la soledad sin esperanza de alivio o salvación.

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Y ahora pienso: ¿es el miedo al contacto la verdadera enfermedad de nuestro tiempo, lo que apuntala los cambios tanto en nuestra vida física como virtual?

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¿Qué pasa con el dolor de los demás? Es más fácil hacer como si no existiera. Es más fácil negarse a hacer el esfuerzo de la empatía y creer que el cuerpo del desconocido que está en la acera es simplemente un fantasma, una concentración de píxeles de colores que deja de existir cuando apartamos la cabeza y cambiamos el canal de nuestra mirada.


[Capitán Swing. Traducción de Catalina Martínez Muñoz]