lunes, marzo 16, 2020

Desierto sonoro, de Valeria Luiselli



A mi esposo le gustaban los días que pasábamos en espacios de transición, como las estaciones de tren, los aeropuertos y las paradas de autobús, simplemente grabando sonidos callejeros y conversaciones ajenas. Yo prefería los días que pasábamos en espacios cerrados, contenidos, sobre todo en lugares como las escuelas, donde existían tantos idiomas pero confluían todos –violentamente– en el inglés.

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Nuestras madres nos enseñan a hablar, y el mundo nos enseña a callarnos la boca.

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Supongo que todas las historias comienzan y terminan con un desplazamiento; que todas las historias son en el fondo una historia de traslado: nuestra mudanza hace cuatro años; las mudanzas previas de mi marido y también las varias mías; las mudanzas, exilios y migraciones de cientos de personas y familias que habíamos entrevistado para el proyecto del paisaje sonoro; la diáspora de niños refugiados cuya historia iba a intentar documentar; y los despojos y desplazamientos forzados de los apaches chiricahuas, cuyos fantasmas mi esposo comenzaría a perseguir en breve. Todo el mundo se va, si necesita irse, o puede irse, o tiene que irse. Y al día siguiente, después de desayunar, lavamos los platos que quedaban y nos fuimos.

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Yo no llevo un diario. Mis diarios son las cosas que subrayo en los libros.

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Es imposible entender la forma en que algunos objetos triviales llegan a revelar aspectos tan importantes de una persona; y es difícil comprender la súbita melancolía que generan cuando esa persona está ausente. Tal vez lo que pasa, nada más, es que las pertenencias sobreviven a menudo a sus dueños, y por eso podemos imaginar con facilidad un futuro en el que existan las pertenencias, pero no sus dueños. Anticipamos la ausencia de nuestros seres queridos a través de la presencia material de sus objetos.

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Algunas personas, cuando sienten que su vida se ha estancado, dinamitan los puentes y comienzan de cero.

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Los eufemismos esconden, borran, recubren.
Los eufemismos conducen a tolerar lo inaceptable. Y, tarde o temprano, a olvidar.
Contra un eufemismo, la memoria. Para no repetir.

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Habían caminado, y nadado, y se habían escondido y habían corrido. Habían abordado trenes y pasado noches en vela sobre las góndolas, mirando un cielo baldío, sin dioses. Los trenes, como bestias, se habían arrastrado, abriéndose paso a través de selvas y ciudades, a través de lugares de nombres imposibles. Después, montados en este último tren, habían llegado hasta ese desierto, donde la luz incandescente plegaba el cielo en un arco completo. También el tiempo se había plegado sobre sí mismo. El tiempo, en el desierto, era un constante presente del indicativo.


[Sexto Piso. Traducción de Daniel Saldaña París y Valeria Luiselli]