lunes, febrero 24, 2020

Towns, de Bruce Jay Friedman



En el autobús el picor se acrecentó y estaba convencido de que había pillado un tipo especial de ladillas que se metían debajo de la piel y no podían ser afeitadas. Sintió lástima por sí mismo: un tipo a punto de divorciarse, montado en un autobús en dirección a una presa, con ladillas y un niño. Al llegar, el guía les habló de las adversidades soportadas durante la construcción de la presa y Towns le dijo al chico:
-Menudo trabajo, ¿eh? Imagínate, venir hasta aquí, que no hubiese nada y tener que construir una presa.
El chico dijo:
-Papá, no me lo estoy pasando bien. He venido porque tú querías. Y no quiero herir tus sentimientos, pero no me lo estoy pasando bien.
-No siempre se lo puede pasar uno bien –dijo Towns–. No te lo vas a pasar bien cada segundo de tu vida.

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Decidió conseguir un montón de coca y tenerla solo para él. Invitó al camello de la cara desmoronada a su apartamento y le dijo que llevase veinte gramos. Era una llamada muy emocionante y significativa para él y la calificó como una de las decisiones más importantes de su vida, junto a abandonar a su mujer o firmar el contrato de su apartamento ridículamente caro. Y aquellas dos habían salido bien.

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Había oído que cuando enterraron a un conocido mafioso, sus amigos habían puesto varios gramos de coca en la tumba, como homenaje, ya que el tipo solía meterse. Una vez, a las cuatro de la mañana y totalmente seco, se sorprendió pensando si sería posible cavar la tumba del mafioso y conseguir la coca. Todo dependía de si estaba en el ataúd o en la tierra por encima. Towns no estaba seguro de los detalles. Si hubiese sabido con seguridad que la coca estaba en la tierra por encima, habría conseguido una pala en algún lado, ido hasta el cementerio e intentado encontrarla. Así de fuertes eran las ganas que tenía de meterse algunas veces.

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Y vaya forma de acostarse. Exactamente dos veces, dentro de un Plymouth, o al menos medio fuera medio dentro de uno, con la puerta abierta. Durante la segunda sesión, el padre de ella había salido fuera en albornoz y les había pillado. Su forma de manejar el que su hija estuviese follando fue poner las manos en las caderas, señalar con la mandíbula y decir: "Veo que esa postura no pasa de moda".

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Se cabreaba mucho siempre que alguien sacaba la teoría de que su padre había muerto porque no podía vivir sin su mujer. Se lo decían mucho y no se lo tragaba. Towns no había estado casado con nadie durante cincuenta años como su padre, y no parecía que fuese a haber tiempo de meter a alguien en su vida durante medio siglo. Pero no podía permitirse pensar que, si querías a alguien mucho y moría, tenías que saltar a la tumba con esa persona. Prefería pensar que llorabas por ellos y después seguías adelante con tu vida.


[Libros Walden. Traducción de Manuel Moreno]